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Authors: Aldous Huxley

Tags: #distopía

Un mundo feliz (5 page)

BOOK: Un mundo feliz
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—¿Y «padre»? —preguntó el DIC.

Se produjo un silencio incómodo. Algunos muchachos se sonrojaron. Todavía no habían aprendido a identificar la significativa pero a menudo muy sutil distinción entre obscenidad y ciencia pura. Uno de ellos, al fin, logró reunir valor suficiente para levantar la mano.

—Los seres humanos antes eran… —vaciló; la sangre se le subió a las mejillas—. Bueno, eran vivíparos.

—Muy bien —dijo el director, en tono de aprobación.

—Y cuando los niños eran decantados…

—Cuando nacían —surgió la enmienda.

—Bueno, pues entonces eran los padres… Quiero decir, no los niños, desde luego, sino los otros.

El pobre muchacho estaba abochornado y confuso.

—En suma —resumió el director—. Los padres eran el padre y la madre. —La obscenidad, que era auténtica ciencia, cayó como una bomba en el silencio de los muchachos, que desviaban las miradas—. Madre —repitió el director en voz alta, para hacerles entrar la ciencia; y, arrellanándose en su asiento, dijo gravemente—: Estos hechos son desagradables, lo sé. Pero la mayoría de los hechos históricos son desagradables.

Luego volvió al pequeño Reuben, al pequeño Reuben, en cuya habitación, una noche, por descuido, su padre y su madre (¡lagarto, lagarto!) se dejaron la radio en marcha. (Porque deben ustedes recordar que en aquellos tiempos de burda reproducción vivípara, los niños eran criados siempre con sus padres y no en los Centros de Condicionamiento del Estado.)

Mientras el chiquillo dormía, de pronto la radio empezó a dar un programa desde Londres y a la mañana siguiente, con gran asombro de sus lagarto y lagarto (los muchachos más atrevidos osaron sonreírse mutuamente), el pequeño Reuben se despertó repitiendo palabra por palabra una larga conferencia pronunciada por aquel curioso escritor antiguo («uno de los poquísimos cuyas obras se ha permitido que lleguen hasta nosotros»), George Bernard Shaw, quien hablaba, de acuerdo con la probada tradición de entonces, de su propio genio. Para los… (guiño y risita) del pequeño Reuben, esta conferencia era, desde luego, perfectamente incomprensible, y, sospechando que su hijo se había vuelto loco de repente, enviaron a buscar a un médico. Afortunadamente, éste entendía el inglés, reconoció el discurso que Shaw había radiado la víspera, comprendió el significado de lo ocurrido y envió una comunicación a las publicaciones médicas acerca de ello.

—El principio de la enseñanza durante el sueño, o hipnopedia, había sido descubierto.

El DIC hizo una pausa efectista.

El principio había sido descubierto; pero habían de pasar años, muchos años, antes de que tal principio fuese aplicado con utilidad.

—El caso del pequeño Reuben ocurrió sólo veintitrés años después de que Nuestro Ford lanzara al mercado su primer Modelo T.

Al decir estas palabras, el director hizo la señal de la T sobre su estómago, y todos los estudiantes le imitaron reverentemente.

Furiosamente, los estudiantes garrapateaban: «Hipnopedia, empleada por primera vez oficialmente en 214 d. F. ¿Por qué no antes? Dos razones. (a)…»

—Estos primeros experimentos —les decía el DIC— seguían una pista falsa. Los investigadores creían que la hipnopedia podía convertirse en un instrumento de educación intelectual.

Un niño duerme sobre su costado derecho, con el brazo derecho estirado, la mano derecha colgando fuera de la cama. A través de un orificio enrejado, redondo, practicado en el lado de una caja, una voz habla suavemente.

«El Nilo es el río más largo de África y el segundo en longitud de todos los ríos del Globo. Aunque es poco menos largo que el Mississippi Missouri, el Nilo es el más importante de todos los ríos del mundo en cuanto a la anchura de su cuenca, que se extiende a través de 35 grados de latitud…»

A la mañana siguiente, alguien dice:

—Tommy, ¿sabes cuál es el río más largo de África?

El chiquillo niega con la cabeza.

—Pero, ¿no recuerdas algo que empieza: «El Nilo es el…?».

—El-Nilo-es-el-río-más-largo-de-África-y-el-segundo-en-longitud-de-todos-los-ríos-del-Globo… —Las palabras brotan caudalosamente de sus labios—. Aunque-es-poco-menos-largo-que…

—Bueno, entonces, ¿cuál es el río más largo de África?

Los ojos aparecen vacíos de expresión.

—No lo sé.

—Pues el Nilo, Tommy.

—¿Cuál es el río más largo del mundo, Tommy?

Tommy rompe a llorar.

—No lo sé —solloza.

Este llanto, según explicó el director, desanimó a los primeros investigadores. Los experimentos fueron abandonados. No se volvió a intentar enseñar a los niños, durante el sueño, la longitud del Nilo. Muy acertadamente. No se puede aprender una ciencia a menos que uno sepa de qué trata.

—Por el contrario, debían haber empezado por la educación moral —dijo el director, abriendo la marcha hacia la puerta. Los estudiantes le siguieron, garrapateando desesperadamente mientras caminaban hasta llegar al ascensor—. La educación moral, que nunca, en ningún caso, debe ser racional.

—Silencio, silencio —susurró un altavoz, cuando salieron del ascensor, en la decimocuarta planta, y «Silencio, silencio» repetían incansables los altavoces, situados a intervalos en todos los pasillos. Los estudiantes y hasta el propio director empezaron a caminar automáticamente sobre las puntas de los pies. Sí, ellos eran Alfas, desde luego; pero también los Alfas han sido condicionados. «Silencio, silencio». El aire todo de la planta decimocuarta vibraba con aquel imperativo categórico.

Unos cincuenta metros recorridos de puntillas los llevaron ante una puerta que el director abrió cautelosamente. Cruzando el umbral, penetraron en la penumbra de un dormitorio cerrado. Ochenta camastros se alineaban junto a la pared. Se oía una respiración regular y ligera, y un murmullo continuo, como de voces muy débiles que susurraran a lo lejos.

En cuanto entraron, una enfermera se levantó y se cuadró ante el director.

—¿Cuál es la lección de esta tarde? —preguntó éste.

—Durante los primeros cuarenta minutos tuvimos Sexo Elemental —contestó la enfermera—. Pero ahora hemos pasado a Conciencia de Clase Elemental.

El director paseó lentamente a lo largo de la larga hilera de literas. Sonrosados y relajados por el sueño, ochenta niños y niñas yacían, respirando suavemente.

Debajo de cada almohada se oía un susurro. El DIC se detuvo, e inclinándose sobre una de las camitas, escuchó atentamente.

—¿Conciencia de Clase Elemental? —dijo el director—. Vamos a hacerlo repetir por el altavoz.

Al extremo de la sala un altavoz sobresalía de la pared. El director se acercó al mismo y pulsó un interruptor.

«… todos visten de color verde —dijo una voz suave pero muy clara, empezando en mitad de una frase—, y los niños Delta visten todos de caqui. ¡Oh, no, yo no quiero jugar con niños Delta! Y los Epsilones todavía son peores. Son demasiado tontos para poder leer o escribir. Además, visten de negro, que es un color asqueroso. Me alegro mucho de ser un Beta».

Se produjo una pausa; después la voz continuó:

«Los niños Alfa visten de color gris. Trabajan mucho más duramente que nosotros, porque son terriblemente inteligentes. De verdad, me alegro muchísimo de ser Beta, porque no trabajo tanto. Y, además, nosotros somos mucho mejores que los Gammas y los Deltas. Los Gammas son tontos. Todos visten de color verde, y los niños Delta visten todos de caqui. ¡Oh, no, yo no quiero jugar con niños Delta! Y los Epsilones todavía son peores. Son demasiado tontos para…»

El director volvió a cerrar el interruptor. La voz enmudeció. Sólo su desvaído fantasma siguió susurrando desde debajo de las ochenta almohadas.

—Todavía se lo repetirán cuarenta o cincuenta veces antes de que despierten, y lo mismo en la sesión del jueves, y otra vez el sábado. Ciento veinte veces, tres veces por semana, durante treinta meses. Después de lo cual pueden pasar a una lección más adelantada.

Rosas y descargas eléctricas, el caqui de los Deltas y una vaharada de asafétida, indisolublemente relacionados entre sí antes de que el niño sepa hablar. Pero el condicionamiento sin palabras es algo tosco y burdo; no puede hacer distinciones más sutiles, no puede inculcar las formas de comportamiento más complejas. Para esto se precisan las palabras, pero palabras sin razonamiento. En suma, la hipnopedia.

—La mayor fuerza socializadora y moralizadora de todos los tiempos.

Los estudiantes lo anotaron en sus pequeños blocs. Directamente de labios de la ciencia personificada.

El director volvió a accionar el interruptor.

«… terriblemente inteligentes —estaba diciendo la voz suave, insinuante e incansable—. De verdad, me alegro muchísimo de ser Beta, porque…»

No precisamente como gotas de agua, a pesar de que el agua, es verdad, puede agujerear el más duro granito; más bien como gotas de lacre fundido, gotas que se adhieren, que se incrustan, que se incorporan a aquello encima de lo cual caen, hasta que, finalmente, la roca se convierte en un solo bloque escarlata.

—Hasta que, al fin, la mente del niño se transforma en esas sugestiones, y la suma de estas sugestiones es la mente del niño. Y no sólo la mente del niño, sino también la del adulto, a lo largo de toda su vida. La mente que juzga, que desea, que decide… formada por estas sugestiones. ¡Y estas sugestiones son nuestras sugestiones! —casi gritó el director, exaltado—. ¡Sugestiones del Estado! —Descargó un puñetazo encima de una mesa—. De ahí se sigue que…

Un rumor lo indujo a volverse.

—¡Oh, Ford! —exclamó, en otro tono—. He despertado a los niños.

Capítulo III

Fuera, en el jardín, era la hora del recreo. Desnudos bajo el cálido sol de junio, seiscientos o setecientos niños y niñas corrían de acá para allá lanzando agudos chillidos y jugando a la pelota, o permanecían sentados silenciosamente, entre las matas floridas, en parejas o en grupos de tres. Los rosales estaban en flor, dos ruiseñores entonaban un soliloquio en la espesura, y un cuco desafinaba un poco entre los tilos. El aire vibraba con el zumbido de las abejas y los helicópteros.

El director y los alumnos permanecieron algún tiempo contemplando a un grupo de niños que jugaban a la Pelota Centrífuga. Veinte de ellos formaban círculo alrededor de una torre de acero cromado. Había que arrojar la pelota a una plataforma colocada en lo alto de la torre; entonces la pelota caía por el interior de la misma hasta llegar a un disco que giraba velozmente, y salía disparada al exterior por una de las numerosas aberturas practicadas en la armazón de la torre. Y los niños debían atraparla.

—Es curioso —musitó el director, cuando se apartaron del lugar—, es curioso pensar que hasta en los tiempos de Nuestro Ford la mayoría de los juegos se jugaban sin más aparatos que una o dos pelotas, unos pocos palos y a veces una red. Imaginen la locura que representa permitir que la gente se entregue a juegos complicados que en nada aumentan el consumo. Pura locura. Actualmente los Interventores no aprueban ningún nuevo juego, a menos que pueda demostrarse que exige cuando menos tantos aparatos como el más complicado de los juegos ya existentes. —Se interrumpió espontáneamente—. He aquí un grupito encantador —dijo, señalando.

En una breve extensión de césped, entre altos grupos de brezos mediterráneos, dos chiquillos, un niño de unos siete años y una niña que quizá tendría un año más, jugaban —gravemente y con la atención concentrada de unos científicos empeñados en una labor de investigación— a un rudimentario juego sexual.

—¡Encantador, encantador! —repitió el DIC, sentimentalmente.

—Encantador —convinieron los muchachos, cortésmente.

Pero su sonrisa tenía cierta expresión condescendiente: hacía muy poco tiempo que habían abandonado aquellas diversiones infantiles, demasiado poco para poder contemplarlas sin cierto desprecio. ¿Encantador? No eran más que un par de chiquillos haciendo el tonto; nada más. Chiquilladas.

—Siempre pienso… —empezó el director en el mismo tono sensiblero.

Pero lo interrumpió un llanto bastante agudo.

De unos matorrales cercanos emergió una enfermera que llevaba cogido de la mano un niño que lloraba. Una niña, con expresión ansiosa, trotaba pisándole los talones.

—¿Qué ocurre? —preguntó el director.

La enfermera se encogió de hombros.

—No tiene importancia —contestó—. Sólo que este chiquillo parece bastante reacio a unirse en el juego erótico corriente. Ya lo había observado dos o tres veces. Y ahora vuelve a las andadas. Empezó a llorar y…

—Honradamente —intervino la chiquilla de aspecto ansioso—, yo no quise hacerle ningún daño. Es la pura verdad.

—Claro que no, querida —dijo la enfermera, tranquilizándola—. Por esto —prosiguió, dirigiéndose de nuevo al director— lo llevo a presencia del Superintendente Ayudante de Psicología. Para ver si hay en él alguna anormalidad.

—Perfectamente —dijo el director—. Llévelo allá. Tú te quedas aquí, chiquilla —agregó, mientras la enfermera se alejaba con el niño, que seguía llorando—. ¿Cómo te llamas?

—Polly Trotsky.

—Un nombre muy bonito, como tú —dijo el director—. Anda, ve a ver si encuentras a otro niño con quien jugar.

La niña echó a correr hacia los matorrales y se perdió de vista.

—¡Exquisita criatura! —dijo el director, mirando en la dirección por donde había desaparecido; y volviéndose después hacia los estudiantes, prosiguió—: Lo que ahora voy a decirles puede parecer increíble. Pero cuando no se está acostumbrado a la Historia, la mayoría de los hechos del pasado parecen increíbles.

Y les comunicó la asombrosa verdad. Durante un largo período de tiempo, antes de la época de Nuestro Ford, y aun durante algunas generaciones subsiguientes, los juegos eróticos entre chiquillos habían sido considerados como algo anormal (estallaron sonoras risas); y no sólo anormal, sino realmente inmoral (¡No!), y, en consecuencia, estaban rigurosamente prohibidos.

Una expresión de asombrosa incredulidad apareció en los rostros de sus oyentes. ¿Era posible que prohibieran a los pobres chiquillos divertirse? No podían creerlo.

—Hasta a los adolescentes se les prohibía —siguió el DIC—; a los adolescentes como ustedes…

—¡Es imposible!

—Dejando aparte un poco de autoerotismo subrepticio y la homosexualidad, nada estaba permitido.

—¿Nada?

—En la mayoría de los casos, hasta que tenían más de veinte años.

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