—En esencia —concluyó el DIC—, la bokanovskificación consiste en una serie de paros del desarrollo. Controlamos el crecimiento normal, y paradójicamente, el óvulo reacciona echando brotes.
«Reacciona echando brotes». Los lápices corrían.
El director señaló a un lado. En una ancha cinta que se movía con gran lentitud, un portatubos enteramente cargado se introducía en una vasta caja de metal, de cuyo extremo emergía otro portatubos igualmente repleto. El mecanismo producía un débil zumbido. El director explicó que los tubos de ensayo tardaban ocho minutos en atravesar aquella cámara metálica. Ocho minutos de rayos X era lo máximo que los óvulos podían soportar. Unos pocos morían; de los restantes, los menos aptos se dividían en dos; después a las incubadoras, donde los nuevos brotes empezaban a desarrollarse; luego, al cabo de dos días, se les sometía a un proceso de congelación y se detenía su crecimiento. Dos, cuatro, ocho, los brotes, a su vez, echaban nuevos brotes; después se les administraba una dosis casi letal de alcohol; como consecuencia de ello, volvían a subdividirse —brotes de brotes de brotes— y después se les dejaba desarrollar en paz, puesto que una nueva detención en su crecimiento solía resultar fatal. Pero, a aquellas alturas, el óvulo original se había convertido en un número de embriones que oscilaba entre ocho y noventa y seis, un prodigioso adelanto, hay que reconocerlo, con respecto a la Naturaleza. Mellizos idénticos, pero no en ridículas parejas, o de tres en tres, como en los viejos tiempos vivíparos, cuando un óvulo se escindía de vez en cuando, accidentalmente; mellizos por docenas, por veintenas a un tiempo.
—Veintenas —repitió el director; y abrió los brazos como distribuyendo generosas dádivas—. Veintenas.
Pero uno de los estudiantes fue lo bastante estúpido para preguntar en qué consistía la ventaja.
—¡Pero, hijo mío! —exclamó el director, volviéndose bruscamente hacia él—. ¿De veras no lo comprende? ¿No puede comprenderlo? —Levantó una mano, con expresión solemne—. El Método Bokanovsky es uno de los mayores instrumentos de la estabilidad social.
«Uno de los mayores instrumentos de la estabilidad social».
Hombres y mujeres estandarizados, en grupos uniformes. Todo el personal de una fábrica podía ser el producto de un solo óvulo bokanovskificado.
—¡Noventa y seis mellizos trabajando en noventa y seis máquinas idénticas! —La voz del director casi temblaba de entusiasmo—. Sabemos muy bien adónde vamos. Por primera vez en la historia. —Citó la divisa planetaria—: «Comunidad, Identidad, Estabilidad». —Grandes palabras—. Si pudiéramos bokanovskificar indefinidamente, el problema estaría resuelto.
Resuelto por Gammas en serie, Deltas invariables, Epsilones uniformes. Millones de mellizos idénticos. El principio de la producción en masa aplicado, por fin, a la biología.
—Pero, por desgracia —añadió el director—, no podemos bokanovskificar indefinidamente.
Al parecer, noventa y seis era el límite, y setenta y dos un buen promedio. Lo más que podían hacer, a falta de poder realizar aquel ideal, era manufacturar tantos grupos de mellizos idénticos como fuese posible a partir del mismo ovario y con gametos del mismo macho. Y aun esto era difícil.
—Porque, por vías naturales, se necesitan treinta años para que doscientos óvulos alcancen la madurez. Pero nuestra tarea consiste en estabilizar la población en este momento, aquí y ahora. ¿De qué nos serviría producir mellizos con cuentagotas a lo largo de un cuarto de siglo?
Evidentemente, de nada. Pero la técnica de Podsnap había acelerado inmensamente el proceso de la maduración. Ahora cabía tener la seguridad de conseguir como mínimo ciento cincuenta óvulos maduros en dos años. Fecundación y bokanovskificación —es decir, multiplicación por setenta y dos—, aseguraban una producción media de casi once mil hermanos y hermanas en ciento cincuenta grupos de mellizos idénticos; y todo ello en el plazo de dos años.
—Y, en casos excepcionales, podemos lograr que un solo ovario produzca más de quince mil individuos adultos.
Volviéndose hacia un joven rubio y coloradote que en aquel momento pasaba por allá, lo llamó:
—Mr. Foster. ¿Puede decimos cuál es la marca de un solo ovario, Mr. Foster?
—Dieciséis mil doce en este Centro —contestó Mr. Foster sin vacilar. Hablaba con gran rapidez, tenía unos ojos azules muy vivos, y era evidente que le producía un intenso placer citar cifras—. Dieciséis mil doce, en ciento ochenta y nueve grupos de mellizos idénticos. Pero, desde luego, se ha conseguido mucho más —prosiguió atropelladamente— en algunos centros tropicales. Singapur ha producido a menudo más de dieciséis mil quinientos; y Mombasa ha alcanzado la marca de los diecisiete mil. Claro que tienen muchas ventajas sobre nosotros. ¡Deberían ustedes ver cómo reacciona un ovario de negra a la pituitaria! Es algo asombroso, cuando uno está acostumbrado a trabajar con material europeo. Sin embargo —agregó, riendo (aunque en sus ojos brillaba el fulgor del combate y avanzaba la barbilla retadoramente)—, sin embargo, nos proponemos batirles, si podemos. Actualmente estoy trabajando en un maravilloso ovario Delta-Menos. Sólo cuenta dieciocho meses de antigüedad. Ya ha producido doce mil setecientos hijos, decantados o en embrión. Y sigue fuerte. Todavía les ganaremos.
—¡Éste es el espíritu que me gusta! —exclamó el director; y dio unas palmadas en el hombro de Mr. Foster—. Venga con nosotros y permita a estos muchachos gozar de los beneficios de sus conocimientos de experto.
Mr. Foster sonrió modestamente.
—Con mucho gusto —dijo.
Y siguieron la visita. En la Sala de Envasado reinaba una animación armoniosa y una actividad ordenada. Trozos de peritoneo de cerda, cortados ya a la medida adecuada, subían disparados en pequeños ascensores, procedentes del Almacén de Órganos de los sótanos. Un zumbido, después un chasquido, y las puertas del ascensor se abrían de golpe; el forrador de envases sólo tenía que alargar la mano, coger el trozo, introducirlo en el frasco, alisarlo, y antes de que el envase debidamente forrado por el interior se hallara fuera de su alcance, transportado por la cinta sin fin, un zumbido, un chasquido, y otro trozo de peritoneo era disparado desde las profundidades, a punto para ser deslizado en el interior de otro frasco, el siguiente de aquella lenta procesión que la cinta transportaba.
Después de los forradores había los matriculadores. La procesión avanzaba; uno a uno, los óvulos pasaban de sus tubos de ensayo a unos recipientes más grandes; diestramente, el forro de peritoneo era cortado, la morula situada en su lugar, vertida la solución salina… y ya el frasco había pasado y les llegaba la vez a los etiquetadores. Herencia, fecha de fertilización, grupo de Bokanovsky al que pertenecía, todos estos detalles pasaban del tubo de ensayo al frasco. Sin anonimato ya, con sus nombres a través de una abertura de la pared, hacia la Sala de Predestinación Social.
—Ochenta y ocho metros cúbicos de fichas —dijo Mr. Foster, satisfecho, al entrar.
—Que contienen toda la información de interés —agregó el director.
—Puestas al día todas las mañanas.
—Y coordinadas todas las tardes.
—En las cuales se basan los cálculos.
—Tantos individuos, de tal y tal calidad —dijo Mr. Foster.
—Distribuidos en tales y tales cantidades.
—El óptimo porcentaje de Decantación en cualquier momento dado.
—Permitiendo compensar rápidamente las pérdidas imprevistas.
—Rápidamente —repitió Mr. Foster—. ¡Si supieran ustedes la cantidad de horas extras que tuve que emplear después del último terremoto en el Japón!
Rió de buena gana y movió la cabeza.
—Los Predestinadores envían sus datos a los Fecundadores.
—Quienes les facilitan los embriones que solicitan.
—Y los frascos pasan aquí para ser predestinados concretamente.
—Después de lo cual vuelven a ser enviados al Almacén de Embriones.
—Adonde vamos a pasar ahora mismo.
Y, abriendo una puerta, Mr. Foster inició la marcha hacia una escalera que descendía al sótano.
La temperatura seguía siendo tropical. El grupo penetró en un ambiente iluminado con una luz crepuscular. Dos puertas y un pasadizo con un doble recodo aseguraban al sótano contra toda posible infiltración de la luz.
—Los embriones son como la película fotográfica —dijo Mr. Foster, jocosamente, al tiempo que empujaba la segunda puerta—. Sólo soportan la luz roja.
Y, en efecto, la bochornosa oscuridad en medio de la cual los estudiantes le seguían ahora era visible y escarlata como la oscuridad que se divisa con los ojos cerrados en plena tarde veraniega. Los voluminosos estantes laterales, con sus hileras interminables de botellas, brillaban como cuajados de rubíes, y entre los rubíes se movían los espectros rojos de mujeres y hombres con los ojos purpúreos y todos los síntomas del lupus. El zumbido de la maquinaria llenaba débilmente los aires.
—Deles unas cuantas cifras, Mr. Foster —dijo el director, que estaba cansado de hablar.
A Mr. Foster le encantó darles unas cuantas cifras.
Doscientos veinte metros de longitud, doscientos de anchura y diez de altura. Señaló hacia arriba. Como gallinitas bebiendo agua, los estudiantes levantaron los ojos hacia el elevado techo.
Tres grupos de estantes: a nivel del suelo, primera galería y segunda galería.
La telaraña metálica de las galerías se perdía a lo lejos, en todas direcciones, en la oscuridad. Cerca de ellas, tres fantasmas rojos se hallaban muy atareados descargando damajuanas de una escalera móvil.
La escalera que procedía de la Sala de Predestinación Social.
Cada frasco podía ser colocado en uno de los quince estantes, cada uno de los cuales, aunque a simple vista no se notaba, era un tren que viajaba a razón de trescientos treinta y tres milímetros por hora. Doscientos sesenta y siete días, a ocho metros diarios. Dos mil ciento treinta y seis metros en total. Una vuelta al sótano a nivel del suelo, otra en la primera galería, media en la segunda, y, la mañana del día doscientos sesenta y siete, luz de día en la Sala de Decantación. La llamada existencia independiente.
—Pero en el intervalo —concluyó Mr. Foster— nos las hemos arreglado para hacer un montón de cosas con ellos. Ya lo creo, un montón de cosas.
—Éste es el espíritu que me gusta —volvió a decir el director—. Demos una vueltecita. Cuénteselo usted todo, Mr. Foster.
Y Mr. Foster se lo contó todo.
Les habló del embrión que se desarrollaba en su lecho de peritoneo. Les dio a probar el rico sucedáneo de la sangre con que se alimentaba. Les explicó por qué había de estimularlo con placentina y tiroxina. Les habló del extracto de corpus luteum. Les enseñó las mangueras por medio de las cuales dicho extracto era inyectado automáticamente cada doce metros, desde cero hasta 2.040. Habló de las dosis gradualmente crecientes de pituitaria administradas durante los noventa y seis metros últimos del recorrido. Describió la circulación materna artificial instalada en cada frasco, en el metro ciento doce, les enseñó el depósito de sucedáneo de la sangre, la bomba centrífuga que mantenía al líquido en movimiento por toda la placenta y lo hacía pasar a través del pulmón sintético y el filtro de los desperdicios. Se refirió a la molesta tendencia del embrión a la anemia, a las dosis masivas de extracto de estómago de cerdo y de hígado de potro fetal que, en consecuencia, había que administrar.
Les enseñó el sencillo mecanismo por medio del cual, durante los dos últimos metros de cada ocho, todos los embriones eran sacudidos simultáneamente para que se acostumbraran al movimiento. Aludió a la gravedad del llamado «trauma de la decantación» y enumeró las precauciones que se tomaban para reducir al mínimo, mediante el adecuado entrenamiento del embrión envasado, tan peligroso shock. Les habló de las pruebas de sexo llevadas a cabo en los alrededores del metro doscientos. Explicó el sistema de etiquetaje: una T para los varones, un círculo para las hembras, y un signo de interrogación negro sobre fondo blanco para los destinados a hermafroditas.
—Porque, desde luego —dijo Mr. Foster—, en la gran mayoría de los casos la fecundidad no es más que un estorbo. Un solo ovario fértil de cada mil doscientos bastaría para nuestros propósitos. Pero queremos poder elegir a placer. Y, desde luego, conviene siempre dejar un buen margen de seguridad. Por esto permitimos que hasta un treinta por ciento de embriones hembra se desarrollen normalmente. A los demás les administramos una dosis de hormona sexual femenina cada veinticuatro metros durante lo que les queda de trayecto. Resultado: son decantados como hermafroditas, completamente normales en su estructura, excepto —tuvo que reconocer— que tienen una ligera tendencia a echar barba, pero estériles. Con una esterilidad garantizada. Lo cual nos conduce por fin —prosiguió Mr. Foster— fuera del reino de la mera imitación servil de la Naturaleza para pasar al mundo mucho más interesante de la invención humana.
Se frotó las manos. Porque, desde luego, ellos no se limitaban meramente a incubar embriones; cualquier vaca podría hacerlo.
—También predestinamos y condicionamos. Decantamos nuestros críos como seres humanos socializados, como Alfas o Epsilones, como futuros poceros o futuros… —Iba a decir «futuros Interventores Mundiales», pero rectificando a tiempo, dijo—… futuros Directores de Incubadoras.
El director agradeció el cumplido con una sonrisa.
Pasaban en aquel momento por el metro 320 del Estante nº 11. Un joven Beta-Menos, un mecánico, estaba atareado con un destornillador y una llave inglesa, trabajando en la bomba de sucedáneo de la sangre de una botella que pasaba. Cuando dio vuelta a las tuercas, el zumbido del motor eléctrico se hizo un poco más grave. Bajó más aún, y un poco más… Otra vuelta a la llave inglesa, una mirada al contador de revoluciones, y terminó su tarea. El hombre retrocedió dos pasos en la hilera e inició el mismo proceso en la bomba del frasco siguiente.
—Está reduciendo el número de revoluciones por minuto —explicó Mr. Foster—. El sucedáneo circula más despacio; por consiguiente, pasa por el pulmón a intervalos más largos; por tanto, aporta menos oxígeno al embrión. No hay nada como la escasez de oxígeno para mantener a un embrión por debajo de lo normal.
Y volvió a frotarse las manos.
—¿Y para qué quieren mantener a un embrión por debajo de lo normal? —preguntó un estudiante ingenuo.