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Authors: Aldous Huxley

Tags: #distopía

Un mundo feliz (16 page)

BOOK: Un mundo feliz
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Salieron del pueblo, cruzando la altiplanicie. Al llegar al borde del acantilado se detuvieron, cara al sol matutino. Kothlu abrió el puño. Vióse en la palma de su mano una pulgarada de blanca harina de maíz; Kothlu le echó un poco de su aliento, pronunció unas palabras misteriosas y arrojó la harina, un puñado de polvo blanco, en dirección al sol. Kiakimé hizo lo mismo. Después el padre de Kiakimé avanzó un paso, y levantando un bastón litúrgico adornado con plumas, pronunció una larga oración y acabó arrojando el bastón en la misma dirección que había seguido la harina de maíz.

—Se acabó —dijo el viejo Mitsima en voz alta—. Están casados.

—Bueno —dijo Linda, cuando se volvieron—; yo sólo digo que no veo la necesidad de armar tanto alboroto por una insignificancia como esta. En los países civilizados, cuando un muchacho desea a una chica, se limita a… Pero, ¿adónde vas, John?

John no le hizo caso y echó a correr lejos, muy lejos, donde pudiera estar solo.

«Se acabó». Las palabras del viejo Mitsima seguían resonando en su mente. «Se acabó, se acabó…» En silencio y desde lejos, pero violenta, desesperadamente, sin esperanza alguna, John había amado a Kiakimé. Y ahora, todo había acabado. John tenía dieciséis años.

Cuando la luna fuese llena, en la Kiva de los Antílopes se revelarían muchos secretos, se ejecutarían muchos ritmos ocultos. Los muchachos bajarían a la Kiva y saldrían de ella convertidos en hombres. Todos estaban un poco asustados y al mismo tiempo impacientes.

Al fin llegó el día. El sol fue al ocaso y apareció la luna. John fue con los demás. Ante la entrada de la Kiva esperaban unos hombres morenos; la escalera de mano descendía hacia las profundidades iluminadas con una luz rojiza. Ya los primeros habían empezado a bajar. De pronto, uno de los hombres avanzó, lo agarró por un brazo y lo sacó de la fila. John logró escapar de sus manos y volver a ocupar su lugar entre los otros. Esta vez el hombre lo agarró por los cabellos y le golpeó.

—¡Tú no, albino!

—¡El hijo de perra, no! —gritó otro hombre.

Los muchachos rieron.

—¡Fuera!

John todavía no se decidía a separarse del grupo.

—¡Fuera! —volvieron a gritar los hombres.

Uno de ellos se agachó, cogió una piedra y se la arrojó.

—¡Fuera, fuera, fuera!

Cayó sobre él un chaparrón de guijarros. Sangrando, John huyó hacia las tinieblas. De la Kiva iluminada de rojo llegaba hasta él el rumor de unos cantos. El último muchacho había bajado ya la escalera. John se había quedado solo.

Solo, fuera del pueblo, en la desierta llanura de la altiplanicie. A la luz de la luna, las rocas eran como huesos blanqueados. Abajo, en el valle, los coyotes aullaban a la luna. Los arañazos le escocían y los cortes todavía le sangraban; pero no sollozaba por el dolor, sino porque estaba solo, porque lo habían arrojado, solo, a aquel mundo esquelético de rocas y luz de luna.

—Solo, siempre solo —decía el joven.

Las palabras despertaron un eco quejumbroso en la mente de Bernard. Solo, solo…

—También yo estoy solo —dijo, cediendo a un impulso de confianza—. Terriblemente solo.

—¿Tú? —John parecía sorprendido—. Yo creía que en el Otro Lugar… Linda siempre dice que allí nadie está solo.

Bernard se sonrojó, turbado.

—Verás —dijo, tartamudeando y sin mirarle—, yo soy bastante diferente de los demás, supongo. Si por azar uno es decantado diferente…

—Sí, esto es —asintió el joven—. Si uno es diferente, se ve condenado a la soledad. Los demás le tratan brutalmente. ¿Sabes que a mí me han mantenido alejado de todo? Cuando los otros muchachos fueron enviados a pasar la noche en las montañas, donde deben soñar cuál es su respectivo animal sagrado, a mí no me dejaron ir con los otros; ni me revelaron ninguno de sus secretos. Pero yo lo hice todo por mí mismo —agregó—. Pasé cinco días sin comer absolutamente nada y una noche me marché solo a aquellas montañas.

Bernard sonrió con condescendencia.

—¿Y soñaste algo? —preguntó.

El otro asintió con la cabeza.

—Pero no debo decirte lo que soñé. —Guardó silencio un momento, y después, en voz baja, prosiguió—: Una vez hice algo que ninguno de los demás ha hecho: un mediodía de verano, permanecí apoyado en una roca, con los brazos abiertos, como Jesús en la cruz.

—Pero ¿por qué lo hiciste?

—Quería saber qué sensación producía ser crucificado. Colgar allí, al sol…

—Pero ¿por qué?

—¿Por qué? Pues… —vaciló—. Porque sentía que debía hacerlo. Si Jesús pudo soportarlo… Además, si uno ha hecho algo malo… Por otra parte, yo no era feliz; y ésta era otra razón.

—A primera vista, parece una forma muy curiosa de poner remedio a la infelicidad —dijo Bernard.

Pero, pensándolo mejor, llegó a la conclusión de que, a fin de cuentas, algo había en ello. Quizá fuese mejor que tomar soma…

—Al cabo de un rato me desmayé —dijo el joven—. Caí boca abajo. ¿No ves la señal del corte que me hice?

Se levantó el mechón de pelo rubio que le cubría la frente, dejando al descubierto una cicatriz pálida que aparecía en su sien derecha.

Bernard miró y se apresuró a cambiar de tema.

—¿Te gustaría ir a Londres con nosotros? —preguntó, iniciando así el primer paso de una campaña cuya estrategia había empezado a elaborar en secreto desde el momento en que, en el interior de la casucha, había comprendido quién debía ser el padre de aquel joven salvaje. ¿Te gustaría?

El rostro del muchacho se iluminó.

—¿Lo dices en serio?

—Claro; es decir, suponiendo que consiguiera el permiso.

—¿Y Linda también?

—Bueno…

Bernard vaciló. ¡Aquella odiosa criatura! No, era imposible. A menos que… De pronto, se le ocurrió a Bernard que la misma repulsión que Linda inspiraba podía constituir un buen triunfo.

—Pues, ¡claro que sí! —exclamó, esforzándose por compensar su vacilación con un exceso de cordialidad.

—¡Pensar que pudiera realizarse el sueño de toda mi vida! ¿Recuerdas lo que dice Miranda?

—¿Quién es Miranda?

Pero, evidentemente, el joven no había oído la pregunta.

—¡Oh, maravilla! —decía.

Sus ojos brillaban y su rostro ardía.

—¡Cuántas y cuán divinas criaturas hay aquí! ¡Cuán bella humanidad!

Su sonrojo se intensificó súbitamente; John pensaba en Lenina, en aquel ángel vestido de viscosa color verde botella, reluciente de juventud y de crema cutánea, llenita y sonriente. Su voz vaciló:

—¡Oh, maravilloso nuevo mundo! —empezó; pero de pronto se interrumpió; la sangre había abandonado sus mejillas; estaba blanco como el papel—. ¿Estás casado con ella? —preguntó.

—¿Si estoy qué?

—Casado. ¿Comprendes? Para siempre. Los indios, en su lengua lo dicen así: Para siempre. Un lazo que no puede romperse.

—¡Oh, no, por Ford!

Bernard no pudo por menos de reír.

John rió también, pero por otra razón. Rió de pura alegría.

—¡Oh, maravilloso nuevo mundo! —repitió—. ¡Oh, maravilloso nuevo mundo que alberga tales criaturas! ¡Vayamos allá!

—A veces hablas de una manera muy rara —dijo Bernard, mirando al joven con asombro y perplejidad—. Por otra parte, ¿no sería más prudente que esperaras a ver ese nuevo mundo?

Capítulo IX

Tras aquel día de absurdo y horror, Lenina consideró que se había ganado el derecho a unas vacaciones completas y absolutas. En cuanto volvieron a la hospedería, se administró seis tabletas de medio gramo de soma, se echó en la cama, y al cabo de diez minutos se había embarcado hacia la eternidad lunar. Por lo menos tardaría dieciocho horas en volver a la realidad.

Entretanto, Bernard yacía meditabundo y con los ojos abiertos en la oscuridad. No se durmió hasta mucho después de la medianoche. Pero su insomnio no había sido estéril. Tenía un plan.

Puntualmente, a la mañana siguiente, a las diez, el enano del uniforme verde se apeó del helicóptero. Bernard le esperaba entre las pitas.

—Miss Crowne está de vacaciones de soma —explicó—. No estará de vuelta antes de las cinco. Por tanto, tenemos siete horas para nosotros.

Podían volar a Santa Fe, realizar su proyecto y estar de vuelta en Malpaís mucho antes de que Lenina despertara.

—¿Estará segura aquí? —preguntó.

—Segura como un helicóptero —le tranquilizó el enano.

Subieron al aparato y despegaron inmediatamente. A las diez y treinta y cuatro aterrizaron en la azotea de la Oficina de Correos de Santa Fe; a las diez y treinta y siete Bernard había logrado comunicación con el Despacho del Interventor Mundial, en Whitehall; a las diez y treinta y nueve hablaba con el cuarto secretario particular; a las diez y cuarenta y cuatro repetía su historia al primer secretario, y a las diez y cuarenta y siete y medio, la voz grave, resonante, del propio Mustafá Mond sonó en sus oídos.

—He osado pensar —tartamudeó Bernard— que su Fordería podía juzgar el asunto de suficiente interés científico…

—En efecto, juzgo el asunto de suficiente interés científico —dijo la voz profunda—. Tráigase a esos dos individuos a Londres con usted.

—Su Fordería no ignora que necesitaré un permiso especial…

—En este momento —dijo Mustafá Mond— se están dando las órdenes necesarias al Guardián de la Reserva. Vaya usted inmediatamente al Despacho del Guardián. Buenos días, Mr. Marx.

Siguió un silencio. Bernard colgó el receptor y subió corriendo a la azotea.

El joven se hallaba ante la hospedería.

—¡Bernard! —llamó—. ¡Bernard!

No hubo respuesta.

Caminando silenciosamente sobre sus mocasines de piel de ciervo, subió corriendo la escalera e intentó abrir la puerta. Pero estaba cerrada.

¡Se había marchado! Aquello era lo más terrible que le había ocurrido en su vida. La muchacha le había invitado a ir a verles, y ahora se habían marchado. John se sentó en un peldaño y lloró.

Media hora después se le ocurrió echar una ojeada por la ventana. Lo primero que vio fue una maleta verde con las iniciales L. C. pintadas en la tapa. El júbilo se levantó en su interior como una hoguera. Cogió una piedra. El cristal roto cayó estrepitosamente al suelo. Un momento después, John se hallaba dentro del cuarto. Abrió la maleta verde; e inmediatamente se encontró respirando el perfume de Lenina, llenándose los pulmones con su ser esencial. El corazón le latía desbocadamente; por un momento, estuvo a punto de desmayarse. Después, agachándose sobre la preciosa caja, la tocó, la levantó a la luz, la examinó. Las cremalleras del otro par de pantalones cortos de Lenina, de pana de viscosa, de momento le plantearon un problema que, una vez resuelto, le resultó una delicia. ¡Zis!, y después ¡zas!, ¡zis!, y después ¡zas! Estaba entusiasmado. Sus zapatillas verdes eran lo más hermoso que había visto en toda su vida. Desplegó un par de pantaloncillos interiores, se ruborizó y volvió a guardarlos inmediatamente; pero besó un pañuelo de acetato perfumado y se puso una bufanda al cuello. Abriendo una caja, levantó una nube de polvos perfumados. Las manos le quedaron enharinadas. Se las limpió en el pecho, en los hombros, en los brazos desnudos. ¡Delicioso perfume! Cerró los ojos y restregó la mejilla contra su brazo empolvado. Tacto de fina piel contra su rostro, perfume en su nariz de polvos delicados… su presencia real.

—¡Lenina! —susurró—. ¡Lenina!

Un ruido lo sobresaltó; se volvió con expresión culpable. Guardó apresuradamente en la maleta todo lo que había sacado de ella, y cerró la tapa; volvió a escuchar, mirando con los ojos muy abiertos. Ni una sola señal de vida; ni un sonido. Y, sin embargo, estaba seguro de haber oído algo, algo así como un suspiro, o como el crujir de una madera. Se acercó de puntillas a la puerta, y, abriéndola con cautela, se encontró ante un vasto descansillo. Al otro lado de la meseta había otra puerta, entornada. Se acercó a ella, la empujó, y asomó la cabeza.

Allí, en una cama baja, con el cobertor bajado, vestida con un breve pijama de una sola pieza, yacía Lenina, profundamente dormida y tan hermosa entre sus rizos, tan conmovedoramente infantil con sus rosados dedos de los pies y su grave cara sumida en el sueño, tan confiada en la indefensión de sus manos suaves y sus miembros relajados, que las lágrimas acudieron a los ojos de John.

Con una infinidad de precauciones completamente innecesarias —por cuanto sólo un disparo de pistola hubiera podido obligar a Lenina a volver de sus vacaciones de soma antes de la hora fijada—, John entró en el cuarto, se arrodilló en el suelo, al lado de la cama, miró, juntó las manos, y sus labios se movieron.

—Sus ojos —murmuró.

Sus ojos, sus cabellos, su mejilla, su andar, su voz;

los manejas en tu discurso; ¡oh, esa mano

a cuyo lado son los blancos tinta

cuyos propios reproches escribe; ante cuyo suave tacto

parece áspero el plumón de los cisnes…!

Una mosca revoloteaba cerca de ella; John la ahuyentó.

—Moscas —recordó.

En el milagro blanco de la mano de mi querida Julieta

pueden detenerse y robar gracia inmortal de sus labios,

que, en su pura modestia de vestal,

se sonrojan creyendo pecaminosos sus propios besos.

Muy lentamente, con el gesto vacilante de quien se dispone a acariciar un ave asustadiza y posiblemente peligrosa, John avanzó una mano. Ésta permaneció suspendida, temblorosa, a dos centímetros de aquellos dedos inmóviles, al mismo borde del contacto. ¿Se atrevería? ¿Se atrevería a profanar con su indignísima mano aquella…? No, no se atrevió. El ave era demasiado peligrosa. La mano retrocedió, y cayó, lacia. ¡Cuán hermosa era Lenina! ¡Cuán bella!

Luego, de pronto, John se encontró pensando que le bastaría coger el tirador de la cremallera, a la altura del cuello, y tirar de él hacia abajo, de un solo golpe… Cerró los ojos y movió con fuerza la cabeza, como un perro que se sacude las orejas al salir del agua. ¡Detestable pensamiento! John se sintió avergonzado de sí mismo. «Pura modestia de vestal…»

Se oyó un zumbido en el aire. ¿Otra mosca que pretendía robar gracias inmortales? ¿Una avispa, acaso? John miró a su alrededor, y no vio nada. El zumbido fue en aumento, y pronto resultó evidente que se oía en el exterior. ¡El helicóptero! Presa de pánico, John saltó sobre sus pies y corrió al otro cuarto, saltó por la ventana abierta y corriendo por el sendero que discurría entre las altas pitas llegó a tiempo de recibir a Bernard Marx en el momento en que éste bajaba del helicóptero.

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