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Authors: Aldous Huxley

Tags: #distopía

Un mundo feliz (17 page)

BOOK: Un mundo feliz
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Capítulo X

Las manecillas de los cuatro mil relojes eléctricos de las cuatro mil salas del Centro de Blomsbury señalaban las dos y veintisiete minutos. La «industriosa colmena», como el director se complacía en llamarlo, se hallaba en plena fiebre de trabajo. Todo el mundo estaba atareado, todo se movía ordenadamente. Bajo los microscopios, agitando furiosamente sus largas colas, los espermatozoos penetraban de cabeza dentro de los óvulos, y fertilizados, los óvulos crecían, se dividían, o bien, bokanovskificados, echaban brotes y constituían poblaciones enteras de embriones. Desde la Sala de Predestinación Social las cintas sin fin bajaban al sótano, y allí, en la penumbra escarlata, calientes, cociéndose sobre su almohada de peritoneo y ahítos de sucedáneo de la sangre y de hormonas, los fetos crecían, o bien, envenenados, languidecían hasta convertirse en futuros Epsilones. Con un débil zumbido los estantes móviles reptaban imperceptiblemente, semana tras semana, hacia donde, en la Sala de Decantación, los niños recién desenfrascados exhalaban su primer gemido de horror y sorpresa.

Las dínamos jadeaban en el subsótano, y los ascensores subían y bajaban. En los once pisos de las Guarderías era la hora de comer. Mil ochocientos niños, cuidadosamente etiquetados, extraían, simultáneamente, de mil ochocientos biberones, su medio litro de secreción externa pasteurizada.

Más arriba, en las diez plantas sucesivas destinadas a dormitorios, los niños y niñas que todavía eran lo bastante pequeños para necesitar una siesta, se hallaban tan atareados como todo el mundo, aunque ellos no lo sabían, escuchando inconscientemente las lecciones hipnopédicas de higiene y sociabilidad, de conciencia de clases y de vida erótica. Y más arriba aún, había las salas de juego, donde, por ser un día lluvioso, novecientos niños un poco mayores se divertían jugando con ladrillos, modelando con ladrillos, modelando con arcilla, o dedicándose a jugar al escondite o a los corrientes juegos eróticos.

¡Zummm…! La colmena zumbaba, atareada, alegremente. ¡Alegres eran las canciones que tarareaban las muchachas inclinadas sobre los tubos de ensayo! Los predestinadores silboteaban mientras trabajaban, y en la Sala de Decantación se contaban chistes estupendos por encima de los frascos vacíos. Pero el rostro del director, cuando entró en la Sala de Fecundación con Henry Foster, aparecía grave, severo, petrificado.

—Un escarmiento público —decía—. Y en esta sala, porque en ella hay más trabajadores de casta alta que en ninguna otra de las del Centro. Le he dicho que viniera a verme aquí a las dos y media.

—Cumple su tarea admirablemente —dijo Henry, con hipócrita generosidad.

—Lo sé. Razón de más para mostrarme severo con él. Su eminencia intelectual entraña las correspondientes responsabilidades morales. Cuanto mayores son los talentos de un hombre más grande es su poder de corromper a los demás. Y es mejor que sufra uno solo a que se corrompan muchos. Considere el caso desapasionadamente, Mr. Foster, y verá que no existe ofensa tan odiosa como la heterodoxia en el comportamiento. El asesino sólo mata al individuo, y, al fin y al cabo, ¿qué es un individuo? —Con un amplio ademán señaló las hileras de microscopios, los tubos de ensayo, las incubadoras—. Podemos fabricar otro nuevo con la mayor facilidad; tantos como queramos. La heterodoxia amenaza algo mucho más importante que la vida de un individuo; amenaza a la propia Sociedad. Sí, a la propia Sociedad —repitió—. Pero, aquí viene.

Bernard había entrado en la sala y se acercaba a ellos pasando por entre las hileras de fecundadores. Su expresión jactanciosa, de confianza en sí mismo, apenas lograba disimular su nerviosismo. La voz con que dijo: «Buenos días, director» sonó demasiado fuerte, absurdamente alta; y cuando, para corregir su error, dijo: «Me pidió usted que acudiera aquí para hablarme», lo hizo con voz ridículamente débil.

—Sí, Mr. Marx —dijo el director enfáticamente—. Le pedí que acudiera a verme aquí. Tengo entendido que regresó usted de sus vacaciones anoche.

—Sí —contestó Bernard.

—Ssssí —repitió el director, acentuando la s, en un silbido como de serpiente. Luego, levantando súbitamente la voz, trompeteó—: Señoras y caballeros, señoras y caballeros.

El tarareo de las muchachas sobre sus tubos de ensayo y el silboteo abstraído de los microscopistas cesaron súbitamente. Se hizo un silencio profundo; todos volvieron las miradas hacia el grupo central.

—Señoras y caballeros —repitió el director—, discúlpenme si interrumpo sus tareas. Un doloroso deber me obliga a ello. La seguridad y la estabilidad de la Sociedad se hallan en peligro. Sí, en peligro, señoras y caballeros. Este hombre —y señaló acusadoramente a Bernard—, este hombre que se encuentra ante ustedes, este Alfa-Más a quien tanto le fue dado, y de quien, en consecuencia, tanto cabía esperar, este colega de ustedes, o mejor, acaso este que fue colega de ustedes, ha traicionado burdamente la confianza que pusimos en él. Con sus opiniones heréticas sobre el deporte y el soma, con la escandalosa heterodoxia de su vida sexual, con su negativa a obedecer las enseñanzas de Nuestro Ford y a comportarse fuera de las horas de trabajo «como un bebé en su frasco» —y al llegar a este punto el director hizo la señal de la T— se ha revelado como un enemigo de la Sociedad, un elemento subversivo, señoras y caballeros. Contra el Orden y la Estabilidad, un conspirador contra la misma Civilización. Por esta razón me propongo despedirle, despedirle con ignominia del cargo que hasta ahora ha venido ejerciendo en este Centro; y me propongo asimismo solicitar su transferencia a un Subcentro del orden más bajo, y, para que su castigo sirva a los mejores intereses de la sociedad, tan alejado como sea posible de cualquier Centro importante de población. En Islandia tendrá pocas oportunidades de corromper a otros con su ejemplo antifordiano —el director hizo una pausa; después, cruzando los brazos, se volvió solemnemente hacia Bernard—. Marx —dijo—, ¿puede usted alegar alguna razón por la cual yo no deba ejecutar el castigo que le he impuesto?

—Sí, puedo —contestó Bernard, en voz alta.

—Diga cuál es, entonces —dijo el director, un tanto asombrado, pero sin perder la dignidad majestuosa de su actitud.

—No sólo la diré, sino que la exhibiré. Pero está en el pasillo. Un momento. —Bernard se acercó rápidamente a la puerta y la abrió bruscamente—. Entre —ordenó.

Y la «razón» alegada entró y se hizo visible.

Se produjo un sobresalto, una suspensión del aliento de todos los presentes y, después, un murmullo de asombro y de horror; una chica joven chilló; estaba de pie encima de una silla para ver mejor, y, al vacilar, derramó dos tubos de ensayo llenos de espermatozoos. Abotagado, hinchado, entre aquellos cuerpos juveniles y firmes y aquellos rostros correctos, un monstruo de mediana edad, extraño y terrorífico, Linda, entró en la sala, sonriendo picaronamente con su sonrisa rota y descolorida, y moviendo sus enormes caderas en lo que pretendía ser una ondulación voluptuosa. Bernard caminaba a su lado.

—Aquí está —dijo Bernard, señalando al director.

—¿Cree que no lo habría reconocido? —preguntó Linda, irritada; después, volviéndose hacia el director, agregó—: Claro que te reconocí, Tomakin; te hubiese reconocido en cualquier sitio, entre un millar de personas. Pero tal vez tú me habrás olvidado. ¿No te acuerdas? ¿No, Tomakin? Soy tu Linda. —Linda lo miraba con la cabeza ladeada, sonriendo todavía, pero con una sonrisa que progresivamente, ante la expresión de disgusto petrificado del director, fue perdiendo confianza hasta desaparecer del todo—. ¿No te acuerdas de mí, Tomakin? —repitió Linda, con voz temblorosa. Sus ojos aparecían ansiosos, agónicos. El rostro abotagado se deformó en una mueca de intenso dolor—. ¡Tomakin!

Linda le tendió los brazos. Algunos empezaron a reír por lo bajo.

—¿Qué significa —empezó el director— esta monstruosa…?

—¡Tomakin!

Linda corrió hacia delante, arrastrando tras de sí su manta, arrojó los brazos al cuello del director y ocultó el rostro en su pecho.

Se levantó una incontenible oleada de carcajadas.

—¿…esta monstruosa broma de mal gusto? —gritó el director.

Con el rostro encendido, intentó desasirse del abrazo de la mujer, que se aferraba a él desesperadamente.

—¡Pero si soy Linda, soy Linda! —las risas ahogaron su voz—. ¡Me hiciste un crío! —chilló Linda, por encima del rugir de las carcajadas.

Hubo un siseo súbito, de asombro; los ojos vagaban incómodamente, sin saber adónde mirar. El director palideció súbitamente, dejó de luchar, y, todavía con las manos en las muñecas de Linda, se quedó mirándola a la cara, horrorizado.

—Sí, un crío… y yo fui su madre.

Linda lanzó aquella obscenidad como un reto en el silencio ultrajado; después, separándose bruscamente de él, abochornada, se cubrió la cara con las manos, sollozando.

—No fue mía la culpa, Tomakin. Porque yo siempre hice mis ejercicios, ¿no es verdad? ¿No es verdad? Siempre… No comprendo cómo… ¡Si tú supieras cuán horrible fue, Tomakin…! A pesar de todo, el niño fue un consuelo para mí. —Y, volviéndose hacia la puerta, llamó—: ¡John!

John entró inmediatamente, hizo una breve pausa en el umbral, miró a su alrededor, y después, corriendo silenciosamente sobre sus mocasines de piel de ciervo, cayó de rodillas a los pies del director y dijo en voz muy clara:

—¡Padre!

Esta palabra (porque la voz «padre», que no implicaba relación directa con el desvío moral que extrañaba el hecho de alumbrar un hijo, no era tan obscena como grosera; era una incorrección más escatológica que pornográfica), la cómica suciedad de esta palabra alivió la tensión, que había llegado a hacerse insoportable. Las carcajadas estallaron, estruendosas, casi histéricas, encadenadas, como si no debieran cesar nunca. ¡Padre! ¡Y era el director! ¡Padre! ¡Oh, Ford! Era algo estupendo. Las risas se sucedían, los rostros parecían a punto de desintegrarse, y hasta los ojos se cubrían de lágrimas. Otros seis tubos de ensayo llenos de espermatozoos fueron derribados. ¡Padre!

Pálido, con los ojos fuera de sus órbitas, el director miraba a su alrededor en una agonía de humillación enloquecedora.

¡Padre! Las carcajadas, que habían dado muestras de desfallecer, estallaron más fuertes que nunca. El director se tapó los oídos con ambas manos y abandonó corriendo la sala.

Capítulo XI

Después de la escena que había tenido lugar en la Sala de Fecundación, todos los londinenses de castas superiores se morían por aquella deliciosa criatura que había caído de rodillas ante el director de Incubación y Condicionamiento —o, mejor dicho, ante el ex director, porque el pobre hombre había dimitido inmediatamente y no había vuelto a poner los pies en el Centro— y le había llamado (¡el chiste era casi demasiado bueno para ser cierto!) «padre».

Linda, por el contrario, no tenía el menor éxito; nadie tenía el menor deseo de ver a Linda. Decir que una era madre era algo peor que un chiste: era una obscenidad. Además, Linda no era una salvaje auténtica; había sido incubada en un frasco y condicionada como todo el mundo, de modo que no podía tener ideas completamente extravagantes. Finalmente —y ésta era la razón más poderosa por la cual la gente no deseaba ver a la pobre Linda—, había la cuestión de su aspecto. Era gorda; había perdido su juventud; tenía los dientes estropeados y el rostro abotagado. ¡Y aquel rostro! ¡Oh, Ford! No se la podía mirar sin sentir mareos, auténticos mareos. Por eso las personas distinguidas estaban completamente decididas a no ver a Linda. Y Linda, por su parte, no tenía el menor deseo de verlas. El retorno a la civilización fue, para ella, el retorno al soma, la posibilidad de yacer en cama y tomarse vacaciones tras vacaciones, sin tener que volver de ellas con jaqueca o vómitos, sin tener que sentirse como se sentía siempre después de tomar peyotl, como si hubiese hecho algo tan vergonzosamente antisocial que nunca más había de poder llevar ya la cabeza alta. El soma no gastaba tales jugarretas. Las vacaciones que proporcionaba eran perfectas, y si la mañana siguiente resultaba desagradable, sólo era por comparación con el gozo de la víspera. La solución era fácil: perpetuar aquellas vacaciones. Glotonamente, Linda exigía cada vez dosis más elevadas y más frecuentes. Al principio, el doctor Shaw ponía objeciones; después le concedió todo el soma que quisiera. Linda llegaba a tomar hasta veinte gramos diarios.

—Lo cual acabará con ella en un mes o dos —confió el doctor a Bernard—. El día menos pensado el centro respiratorio se paralizará. Dejará de respirar. Morirá. Y no me parece mal. Si pudiéramos rejuvenecerla, la cosa sería distinta. Pero no podemos.

Cosa sorprendente, en opinión de todos (porque cuando estaba bajo la influencia del soma, Linda dejaba de ser un estorbo), John puso objeciones.

—Pero ¿no le acorta usted la vida dándole tanto soma?

—En cierto sentido, sí —reconoció el doctor Shaw—. Pero, según como lo mire, se la alargamos.

El joven lo miró sin comprenderle.

—El soma puede hacernos perder algunos años de vida temporal —explicó el doctor—. Pero piense en la duración inmensa, enorme, de la vida que nos concede fuera del tiempo. Cada una de nuestras vacaciones de soma es un poco lo que nuestros antepasados llamaban «eternidad».

John empezaba a comprender.

—«La eternidad estaba en nuestros labios y nuestros ojos» —murmuró.

—¿Cómo?

—Nada.

—Desde luego —prosiguió el doctor Shaw—, no podemos permitir que la gente se nos marche a la eternidad a cada momento si tiene algún trabajo serio que hacer. Pero como Linda no tiene ningún trabajo serio…

—Sin embargo —insistió John—, no me parece justo.

El doctor se encogió de hombros.

—Bueno, si usted prefiere que esté chillando como una loca todo el tiempo…

Al fin, John se vio obligado a ceder. Linda consiguió el soma que deseaba. A partir de entonces permaneció en su cuartito de la planta treinta y siete de la casa de apartamentos de Bernard, en cama, con la radio y la televisión constantemente en marcha, el grifo de pachulí goteando, y las tabletas de soma al alcance de la mano; allí permaneció, y, sin embargo, no estaba allá, en absoluto; estaba siempre fuera, infinitamente lejos, de vacaciones; de vacaciones en algún otro mundo, donde la música de la radio era un laberinto de colores sonoros, un laberinto deslizante, palpitante, que conducía (a través de unos recodos inevitables, hermosos) a un centro brillante de convicción absoluta; un mundo en el cual las imágenes danzantes de la televisión eran los actores de un sensorama cantado, indescriptiblemente delicioso; donde el pachulí que goteaba era algo más que un perfume: era el sol, era un millón de saxofones, era Popé haciendo el amor, y mucho más aún, incomparablemente más, y sin fin…

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