Un mundo invertido (16 page)

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Authors: Christopher Priest

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Un mundo invertido
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—Sí, padre.

—Ten cuidado, hijo. Hay muchas cosas ahí atrás que te darán que pensar. No es como el futuro… ese es mi sitio.

Clausewitz había seguido a Helward, le esperaba junto a la puerta.

—Helward, debes saber que a tu padre se le ha suministrado una inyección.

Helward se giró

—¿Qué quiere decir? —dijo.

—Regresó a la ciudad anoche, quejándose de dolores en el pecho. Se le ha diagnosticado una angina de pecho y le han dado medicinas para el dolor. Debería estar en cama.

—De acuerdo, no tardaré mucho.

Helward se agachó junto a la silla.

—¿Te sientes bien ahora, padre? —dijo.

—Te lo he dicho… estoy bien. No te preocupes por mí. ¿Cómo está Victoria?

—Lo encara sin dificultad.

—Es una buena chica, Victoria.

—Le diré que te visite —aseguró Helward. Era algo terrible ver a su padre de aquella manera. No tenía ni idea de que se estuviera haciendo tan viejo… no estaba así unos días atrás. ¿Qué le había ocurrido en este tiempo? Hablaron unos minutos, hasta que la atención del anciano comenzó a divagar. Al final, el hombre cerró los ojos y Helward se puso en pie.

—Traeré a un médico —dijo Clausewitz saliendo apresuradamente de la habitación. Al poco regresó acompañado de dos funcionarios médicos. Cogieron con cuidado al anciano y lo llevaron al pasillo, donde esperaba una camilla blanca con ruedas.

—¿Estará bien? —preguntó Helward.

—Cuidamos de él, es todo lo que puedo decir.

—Parece tan viejo… —dijo Helward sin pensar. El propio Clausewitz era un hombre de edad avanzada, aunque su salud era patentemente mejor que la de su padre.

—Un riesgo ocupacional —comentó Clausewitz.

Helward le miró intensamente, sin embargo el hombre no le suministró información adicional. Clausewitz cogió las botas de suela de pinchos y se las tendió.

—Toma, pruébatelas —dijo.

—Mi padre… ¿puede decirle a Victoria que vaya a visitarle?

—No te preocupes por eso. Me encargaré de ello.

4

Helward bajó por el ascensor hasta la segunda planta con todos los bártulos apilados a su lado. Cuando la cabina se detuvo, metió la llave en el lugar correspondiente para abrir la puerta y se encaminó a la sección que Clausewitz le indicó. En ella le esperaban cuatro mujeres y un hombre. Nada más entrar en la habitación, Helward advirtió que solo el hombre y una de las mujeres eran funcionarios de la ciudad.

Le presentaron a las tres mujeres, pero estas se limitaron a mirarle brevemente y apartar enseguida la vista. En sus semblantes se podían percibir expresiones de hostilidad reprimida, amortiguada por una indiferencia similar a la que Helward había sentido hasta hace un momento. Antes de entrar en la sala no se había parado a pensar en quiénes serían aquellas mujeres, ni siquiera en cuál podría ser su apariencia. De hecho no reconoció a ninguna de ellas, a pesar de que, por lo que decía Clausewitz, las asoció con las mujeres que había visto en las aldeas del norte que visitó junto al trocador Collings. Aquellas mujeres de las aldeas eran delgadas, pálidas, con los ojos hundidos sobre los pómulos prominentes, los brazos flacos y el pecho liso. Vestían ropa andrajosa, sucia, las moscas revoloteaban alrededor de sus rostros; las mujeres de las aldeas de fuera de la ciudad eran unas desgraciadas azotadas por la miseria.

Estas tres no poseían ninguna de esas características. Llevaban ropas de la ciudad, limpias y apropiadas, tenían el cabello limpio y cuidado, las formas redondeadas, llenas, y los ojos límpidos. Para su sorpresa eran realmente muy jóvenes, apenas algo mayores que él. La gente de la ciudad hablaba de las mujeres traídas del exterior como si fueran mujeres ya maduras, sin embargo estas no eran más que niñas.

Helward no podía apartar los ojos de las chicas, ellas en cambio no le prestaban la menor atención. Le atacaba la creciente sospecha de que no hacía mucho su aspecto había sido similar al de las miserables que había visto en las aldeas y que al traerlas a la ciudad se les había concedido temporalmente la salud y la belleza de la que hubieran disfrutado si no hubieran nacido entre semejante pobreza.

La funcionaria le proporcionó una breve descripción de las mujeres. Sus nombres eran Rosario, Caterina y Lucía. Hablaban poco inglés. Llevaban en la ciudad más de sesenta kilómetros y cada una de ellas había dado a luz a un bebé; dos chicos y una chica. Lucía era la madre de uno de los chicos. No quería quedárselo, así que el bebé permanecería en la ciudad y sería educado en el orfanato. Rosario decidió quedarse con el suyo, por lo tanto lo llevaría consigo de vuelta a su aldea. En el caso de Caterina no existía elección posible… aunque ella no se esforzaba en disimular su total indiferencia ante el hecho de perder a la pequeña.

La funcionaria le explicó que debía darle a Rosario toda la leche en polvo que pidiera, ya que seguía amamantando al bebé. Las otras dos dispondrían de la misma cantidad de comida que él.

Helward sonrió amigablemente a las tres chicas, gesto que fue ignorado totalmente por todas ellas. Cuando intentó hacerle una carantoña al bebé de Rosario, esta le dio la espalda y se aferró posesivamente a la criatura.

No había más que decir. Las tres cogieron sus escasas pertenencias y caminaron por el pasillo hasta el ascensor. Entraron en él y Helward metió la llave en el lugar correspondiente para descender a la planta baja.

Las chicas continuaron ignorándole, solo hablaban entre ellas en su propia lengua. Cuando la cabina se abrió al final del oscuro túnel bajo la ciudad, Helward sacó trabajosamente los bultos. Ninguna le ayudó, se limitaban a mirarle con expresión divertida. Helward se acomodó los bultos con dificultad y avanzó a trompicones hacia la salida sur.

En el exterior el sol brillaba intensamente. Soltó las provisiones y miró a su alrededor.

La ciudad había sido remolcada desde la vez anterior que estuvo fuera, los equipos de trabajo de las vías estaban quitando los raíles. Las chicas se protegieron de los rayos del sol con las manos. Probablemente era la primera vez que pisaban el exterior desde que las trajeron a la ciudad.

El bebé en los brazos de Rosario comenzó a llorar.

—¿Podéis ayudarme con esto? —les pidió Helward, refiriéndose a las provisiones de comida y el resto de bultos. Las chicas le miraron sin comprender—. Debemos compartir la carga.

No respondieron, así que se agachó para abrir el bulto que contenía la comida. Decidió que no sería correcto esperar que Rosario cargara nada, así que dividió la comida en tres paquetes, les dio uno a cada una de las otras dos chicas y retornó el resto a su lugar. Reticentes, Lucía y Caterina buscaron un hueco en sus zurrones. El trozo de cuerda era lo menos manejable de todo. Helward lo enrolló mejor para que ocupara menos espacio y lo metió como pudo en la mochila. Se las arregló para introducir las sujeciones y los picos en el paquete que contenía la tienda y los sacos de dormir. La carga era ahora más manejable, pero no menos pesada y, a pesar del consejo de Clausewitz, se vio tentado a abandonarla.

El bebé no paraba de llorar, Rosario en cambio no parecía preocupada.

—Vamos —conminó Helward, irritado por la actitud de las mujeres. Lideró la marcha camino del sur pegado a las vías y pasado un momento le siguieron. Permanecieron juntas, manteniéndose a unos metros de distancia de él.

Helward trataba de avanzar a un buen ritmo, no obstante pronto descubrió que sus cálculos habían sido realmente muy optimistas. Las tres chicas se movían con lentitud, quejándose constantemente del calor y de la irregularidad del terreno, si bien era cierto que el calzado que les suministraron no era apropiado para ese suelo repleto de baches. Respecto al calor, él lo sufría también. Con el uniforme puesto y todo ese peso encima la temperatura no era precisamente agradable.

La ciudad estaba aún a la vista, el sol castigaba con la fuerza propia del mediodía y el bebé ya no lloraba. El único buen momento de la mañana se produjo cuando se encontró con Malchuskin e intercambió unas palabras con él. El constructor de vías se mostró encantado de verle, se quejó como siempre de su mano de obra y le deseó suerte en su expedición.

Fieles a su estilo, las chicas no le esperaron, así que Helward tuvo que apresurarse tras ellas y apenas pudo hablar uno o dos minutos con Malchuskin.

Decidió que era el momento de parar a descansar.

—¿No puedes hacer que deje de llorar? —le pidió a Rosario.

La chica le dedicó una mirada aviesa y se sentó en el suelo.

—De acuerdo —dijo—. Le alimento.

Volvió a mirarle desafiante, mientras las otras dos chicas esperaban a su lado. Comprendiendo, Helward se alejó a cierta distancia, dándoles la espalda discretamente para que Rosario le diera el pecho al bebé con tranquilidad.

Al rato, abrió una de las garrafas de agua y la fue pasando. El calor era infernal y el humor de Helward no era mejor que el de las chicas. Se quitó la chaqueta del uniforme y la dobló sobre uno de los paquetes. Al llevar menos ropa las tiras de la mochila le hacían daño, sin embargo caminar algo más fresco compensaba el dolor.

Se sentía impaciente por avanzar. El bebé se había dormido. Dos de las chicas improvisaron una cuna con uno de los sacos de dormir y lo llevaron colgando. Helward tuvo que ocuparse de transportar sus zurrones; iba muy cargado, pero soportaba gustoso la incomodidad a cambio de un poco de silencio.

Caminaron otra media hora antes de volver a parar a descansar. Estaba empapado en sudor. No era un consuelo comprobar que las chicas sufrían igualmente aquel sofocante calor.

Levantó la vista hacia el sol, que estaba justo encima de sus cabezas. Se sentó a la sombra de un saliente cercano. Las chicas se unieron a él, quejándose en su lengua. Helward lamentaba no haberse molestado un poco más en aprender español. Apenas comprendió una o dos frases, pero era suficiente para descubrir que él era el objeto de casi todos sus lamentos.

Abrió un paquete de comida deshidratada y lo humedeció con agua de la garrafa. La grisácea sopa resultante tenía el aspecto y el sabor de unas gachas amargas. De manera algo perversa, las nuevas quejas de las chicas le produjeron cierto placer… en esta ocasión eran justificadas y estaba de acuerdo con ellas, pero no iba a darles la satisfacción de demostrárselo.

El bebé seguía dormido, aunque inquieto por el calor. Helward supuso que si volvían a moverse se despertaría, así que cuando las mujeres se tendieron en el suelo para echar una siesta no hizo ningún esfuerzo por disuadirlas.

Mientras se relajaba, Helward echó la vista atrás; la ciudad era todavía visible a un par de kilómetros de distancia. Cayó en la cuenta de que no había tomado nota de cuántos puntos de parada de la cuidad habían pasado, aunque puede que solo hubiera sido uno. Entendió ahora a qué se refirió Clausewitz cuando le dijo que las cicatrices que quedaban en el suelo eran inconfundibles. Recordó haber cruzado junto a uno pocos minutos antes de detenerse. Las marcas dejadas por las traviesas eran suaves depresiones de casi dos metros de largo y apenas unos centímetros de ancho, sin embargo quedaban allí restos de las grandes zanjas, rodeadas de tierra removida, donde en su día estuvieron situados los postes para los cables.

Tachó mentalmente el primero. Quedaban treinta y siete.

A pesar del lento progreso, seguía sin ver ningún motivo para que no pudiera estar en la ciudad a tiempo para el nacimiento de su bebé. Tras dejar a las mujeres en su aldea podría regresar rápidamente, por muy malas que fueran las condiciones.

Decidió concederles a las chicas una hora para descansar. Una vez creyó transcurrido ese tiempo, se colocó junto a ellas.

Caterina abrió los ojos y le miró.

—Vamos —le dijo él—. Quiero avanzar.

—Mucho calor.

—Sí, es una pena —respondió Helward—. Vamos.

Se puso en pie estirando los músculos exageradamente y les dijo algo a las otras dos. Con una reticencia similar, las dos se levantaron y Rosario fue a ver al bebé. Para desgracia de Helward, el niño se despertó cuando lo cogió en brazos. Por suerte no empezó a llorar. Sin demorarse, Helward les devolvió los zurrones a Caterina y Lucía y recogió sus dos bultos.

Al alejarse de la sombra, los rayos del sol les daban de lleno y los efectos beneficiosos del descanso a la sombra desaparecieron en pocos segundos. Recorridos unos metros Rosario le pasó el bebé a Lucía.

Se dirigió a las rocas y desapareció tras ellas. Helward abrió la boca para preguntar adónde iba, pero se lo pensó mejor. Cuando Rosario regresó fueron Lucia y Caterina. Helward sintió como le regresaba la rabia. Estaban demorándose a propósito. Sintió una presión en su propia vejiga, agravada al pensar en ello. Movido por la rabia y el orgullo decidió no aliviarse, decidió esperar un poco.

Prosiguieron la marcha. Las chicas se habían quitado las chaquetas que eran el atuendo habitual de la ciudad y llevaban solo los pantalones y las camisas. La delgada tela, húmeda por el sudor, se adhería a sus cuerpos y Helward reparó en ello con interés. Pensó que en otro momento vería bastantes posibilidades en esa circunstancia. Tal como estaban las cosas, se limitó a reparar en que las chicas poseían un cuerpo más relleno que el de Victoria. Rosario en particular tenía unos grandes pechos campanudos de marcados pezones. Pasado un tiempo, alguna de las chicas debió notar sus ocasionales miradas, pues pronto las tres caminaron con las chaquetas delante del pecho. A Helward no le importó, lo único que quería era deshacerse de ellas.

—¿Tenemos agua? —le preguntó Lucía acercándose a él.

Helward trasteó en la mochila y le entregó la garrafa. Ella bebió un poco y se mojó las palmas de las manos para echarse agua en el rostro y el cuello. Rosario y Caterina la imitaron. La visión y el sonido del agua fueron demasiado para Helward y su vejiga volvió a protestar con vehemencia. Miró a su alrededor. No había dónde guarecerse, así que se apartó unos metros de las chicas y orinó en el suelo. Las oyó reírse por detrás.

A su regreso, Caterina le tendió la garrafa. La cogió y se la llevó a los labios. De repente, Caterina la levantó desde abajo y el agua se le derramó por la nariz y los ojos. Las chicas rieron de buena gana al verlo toser y escupir el líquido. El bebé comenzó a llorar de nuevo.

5

Pasaron por otros dos puntos de parada de la ciudad antes del anochecer. Helward decidió entonces buscar un buen lugar para acampar durante la noche. Eligió una zona cercana a un bosquecillo, a doscientos o trescientos metros de las cicatrices dejadas en la tierra por las vías. Un pequeño riachuelo pasaba cerca. Comprobó la salubridad del agua (su paladar era el único baremo del que disponía) y consideró que era apta para el consumo. Podrían así conservar el agua de las garrafas.

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