Estaba tirada en el suelo, junto a la vasija de agua, y la tabla de planchar caída encima de una pierna. La plancha estaba a su lado, en el suelo, semienvuelta en una camisa agujereada y chamuscada. Pensaron que era un vértigo, pero inmediatamente se dieron cuenta de que estaba muerta. Carlos se quitó la gorra, Celso empezó a llorar de miedo y la Decidida buscó palabras apropiadas, pero no era el momento y los tres pensaron de golpe en el teléfono. Después se preguntaban a quién llamar en estos casos y Julius, casi pidiéndoles permiso, sugirió buscar en la lista especial que mami tiene junto al teléfono de su cama. Carlos les dijo que corrieran, yo me quedo con Celso, ¡corran ustedes dos!, vamos a ponerla sobre la mesa. Julius y la Decidida salieron al corredor y se apresuraron al dormitorio de Susan. Había que llamar al Golf, primero; no, había que llamar al médico de la familia, primero; ahí estaban todos los teléfonos; ¿a quién llamaban primero?, ¡a cualquiera! Llamaron al médico de la familia y estaba en el Golf. Llamaron al Golf y no estaban ni el médico de la familia, ni Juan Lucas, ni Susan, ni nadie. Podían llamar a la tía Susana, pero estaba en Ancón; no, siempre venía a Lima. Julius marcó el número de la tía Susana y sí estaba en Lima pero a esa hora iba siempre a confesarse, hablaba el guardián no, no había nadie más en casa. Julius colgó y la Decidida lo acusó de no haber dejado un mensaje. Cogió el fono para llamar de nuevo pero en ese instante sonó la bocina del Jaguar, afuera, y con ella la de la camioneta, una y otra vez: Bobby exigiendo que le abrieran en el acto. «¡Ese niño no sabe lo que hace!», maldijo la Decidida, corriendo hacia la escalera.
Entraban los automóviles cuando la Decidida apareció corriendo y gritando, interrumpiendo la asustada versión de Celso, creando más confusión, y por fin haciéndoles saber que habían encontrado a Arminda muerta en el cuarto de planchar. «El médico debe estar en camino a su casa», dijo Juan Lucas, bajando del Jaguar, mientras Susan, inmóvil en su asiento, había apoyado los codos sobre las rodillas, ocultando luego la cara entre la palma de sus manos. Se movió al recordar a Arminda planchando las camisas de Santiago, poco después de su matrimonio...
Hubo que hacer algunas diligencias, todo lo hizo Juan Lucas muy bien, un poco fatigado eso sí. Reinaba el silencio, caminaban en punta de pies, hablaban sólo lo indispensable y bajito. Juan Lucas propuso llevarla a su dormitorio, pero la Decidida dijo que ahí había trabajado siempre y que ahí debían dejarla descansar. Susan asintió con la cabeza, y la Decidida rompió el miedo con un llanto sonoro y contagioso. Celso, también lloraba y Carlos se jalaba el bigotito para que no se le escaparan las lágrimas. «Hay que avisarle a Universo y a Daniel», dijo Susan, y Carlos se le acercó, voy señora, se puso y se quitó la gorra, se le escaparon las primeras lágrimas mientras corría al automóvil. Juan Lucas regresó, después de haber acompañado al médico hasta la puerta. Caminando por ese corredor, recordó cuando el arquitecto se lo había mostrado, desde entonces no había asomado por ahí. «Bobby y Julius —llamó—: ¿por qué no suben un rato a sus dormitorios?» Pero ni Bobby ni Julius salieron del cuarto en que descansaba Arminda, y él ya no insistió porque estaba pensando que no sería mala idea trasladar al primer cuarto el de costura, dejamos este cuarto de planchar vacío, es un lugar ideal para instalar el ascensor... Entró a respetar un poco, pero salió disgustado al ver que Abraham aparecía emitiendo gemiditos y caía arrodillado frente a la mesa, ¡tan buena como era!, ¡tan buena como era!, usted perdone, donjuán, pero Juan Lucas ya no estaba.
«Poor thing», pensó Susan, pero maldijo saber inglés y sintió una pena horrible. Comían silenciosos y, más de una vez, Juan Lucas se había llevado la servilleta a la boca con un gesto nervioso. Bobby insultaba en silencio a Arminda, por culpa de ella no podía salir a emborracharse, pero ahí mismo cambiaba y sentía pena y luego rabia porque la pena se le iba y él quería llorar y que fuera de pena, Peggy tenía la culpa. Julius empezó a sollozar, y Juan Lucas a llevarse la servilleta nerviosamente a los labios, entonces Julius soltó el llanto mirándolo y él bajó la servilleta, la dejó sobre sus piernas, y estoy seguro que hubo un momento ahí, en que todos sintieron pena y recordaron a Arminda y sintieron su última presencia, descansando allá arriba, muerta.
Bobby no salió esa noche. Tampoco la noche siguiente. Se portó bien y cumplió con su promesa de pasar por lo menos cinco horas en la capilla ardiente. Es verdad que cada vez fue espaciando más sus permanencias, pero logró completar cinco horas y tuvo momentos de pena, y si le costaron tanto trabajo fue por culpa de Peggy, no de Arminda, aunque lo desgarraba el deseo de salir y emborracharse y sentir que amistaba y luego, cuando le empezaban las náuseas, correr a un burdel, encamarse hasta llorar, correr sobre todo a ese burdel donde creía haber visto una cara conocida. Esta noche podría hacerlo, pero no debería pensar en esas cosas durante el entierro.
Juan Lucas había dirigido todo al comienzo, luego dio órdenes precisas que Carlos, Celso y Daniel iban transmitiendo, en su debido momento, a los negritos elegantes de la funeraria. «Entierro de primera clase, pensó, satisfecha, la Decidida. Los señores son señores bien. El señor se ha portado; a una lavandera de primera, un entierro de primera», pero esta fórmula le sonó un poco falsa y prefirió no seguir pensando y más bien ayudar en todo lo que fuera necesario. Pero las instrucciones de Juan Lucas, transmitidas por Carlos, principalmente, bastaban. Lo mejor era que ella se fuera junto a Julius que estaba muy nervioso, a pesar de los calmantes que la señora no debe darle tantos. Julius seguía atento el traslado del ataúd, lloraba por momentos, pero ahora, por encima de su pena, había alguna idea. Bobby ya se había dado cuenta: todo el tiempo había estado preguntando por dónde iban a sacar el ataúd. En cambio anoche había estado muy poco preguntón para lo que suele ser...
Y es que anoche Julius no tenía aún nada que preguntar. Arrodillado en la capilla ardiente, pasó largo rato pensando en el entierro de su padre y en Cinthia preguntándole a mami por qué a Bertha se la habían llevado por la puerta de servicio, la puerta falsa la llamaban. ¿Cinthia cómo pensó en el entierro de Bertha, la caja, el peine, la escobilla?... Cinthia también había muerto... Lloró entonces, y vinieron a llevárselo, pero en cualquier lugar, en el baño con Susan dándole pastillas, en su dormitorio, acostado, seguía pensando en Cinthia: ella habría tenido alguna idea para Arminda...
Esa mañana preguntó muchas veces por dónde iban a sacar el ataúd. Se quedó tranquilo cuando Celso le repitió las instrucciones dadas por Juan Lucas. Tan tranquilo que se olvidaron de él hasta que la Decidida vino a pararse a su lado, porque lo empezaba a notar muy nervioso. Los negritos elegantes de la funeraria acababan de cargar el ataúd y se disponían a trasladarlo hacia la escalera de servicio. Julius aprovechó que todos habían bajado la cabeza para anticipárseles, bajó corriendo y cerró por detrás la puerta del pasadizo que llevaba hacia la puerta falsa. Salió por esa puerta al jardín y corrió para entrar nuevamente al palacio por la terraza del bar de verano. Juan Lucas lo vio pasar y se puso de pie, pensando que el traslado debía haber empezado. Avanzó lentamente hacia el interior del palacio porque Susan aún no había bajado y prefería esperarla. Mientras tanto, Julius había regresado al pasadizo y esperaba parado delante de la puerta. El ataúd estaba ya en los bajos y se acercaba. Entonces él trató de abrir la puerta, no pudo, y señaló el corredor, por el otro lado. «Por aquí también se puede», dijo, y los negritos elegantes de la funeraria obedecieron porque era lógico, a todos les pareció lógico que la puerta alguien la hubiera cerrado por distracción. Continuaron avanzando y Julius abriéndoles puertas y más puertas, hasta que aparecieron en el inmenso hall donde Juan Lucas esperaba que Susan terminara de bajar la escalera. Julius señaló la gran puerta, al fondo, más allá de todos los inmensos salones, era sólo cuestión de seguir de frente. Juan Lucas se hizo a un lado, muy tarde para protestar, para preguntar quién había alterado sus disposiciones: ya todos pasaban delante de él, de Susan, y Susan se unía al grupo. Julius se había quedado atrás, desde ahí alcanzaba a ver dos carrozas, una era un gran automóvil negro, desde ahí atrás alcanzaba a ver cómo el entierro de Arminda salía por la puerta principal del palacio.
Victoria Santa Paciencia trató de contarles lo mucho que le había costado ubicar la casa, no tenía costumbre de venir por esas nuevas urbanizaciones, tan bonitas, tan modernas. Trató también de decirles lo maravillosa que encontraba la casa, el buen gusto que reinaba, pero cada vez que abría la boca, Bobby la interrumpía diciéndole apúrese, de muy mala gana. En cambio Julius quería verla hablar más, le encantaba verla abrir y cerrar mil veces la boca sin que se le cayera ni uno de los alfileres que se iba metiendo entre los labios mientras descosía o señalaba. La tiza también se la ponía en una oreja y, por más que se agachaba hasta el suelo, nada de caérsele, una artista era Victoria. Además, hacía honor a su apodo, Santa Paciencia, porque Bobby la estaba tratando muy mal y ella no se inmutaba, seguía sonriente y con la boca llenecita de alfileres. Y no se le caían; ni siquiera ahora que estaba agachada, mirando al suelo casi, y preguntándole a Julius si le agradaba cambiar de colegio, ¿te gusta tu uniforme nuevo? «¡Apúrese, mierda!», gritó Bobby, y el suelo se regó de alfileres. Victoria se incorporó para dibujar la solapa en la tela del saco, tenía lágrimas en los ojos y estaba muy pálida. Bobby quiso pedirle perdón, pero Peggy tenía la culpa y repitió ¡apúrese mierda! Trató de arreglarla inmediatamente: lo esperaban, llevaba ya mucho atraso, era una cita importante. Victoria le dijo ahorita termino contigo, Bobby, falta sólo marcar los ojales, pero los nervios le impedían apurarse, además se confundía de oreja al buscar la tiza y al llevarse la mano a la boca porque necesitaba un alfiler, los alfileres habían desaparecido. «Listo, Bobby», se le escapó, contra sus principios porque no le gustaba hacer las cosas al cálculo, pero ya después vería cómo hacer para los ojales.
Bobby salió disparado y no regresó hasta muy tarde en la noche. Llegó con una rabia alegre y forzada, contento y furioso. Había satisfecho su orgullo, sin embargo la misma pena continuaba en el fondo. Y lo que hizo esa noche, frente a sus padres, lo repitió varias veces en casa, la semana siguiente: sin querer dejaba caer la billetera y con ella aparecía en el suelo la foto de una chica. «¿Nueva novia?», le preguntó Juan Lucas. También sus compañeros de clase le hicieron la misma pregunta: ¿nueva hembrita? Carlos, por su parte, explicó sonriente, en la repostería: un clavo saca otro clavo. Pero todos notaron que se trataba de clavos muy diferentes; Maruja nada tenía que ver con la naricita respingada y las desinteresadas curvas con que Peggy había desfilado un día en el té-bingo-desfile de modas, que las señoras miembros del Comité probarriadas-aún-no-clasificadas, organizaron en los amplios salones del Hotel Crillón. Peggy presentó tres modelos de la Boutique Musée du Louvre (es de madame Mireille Monaco y de Papotita Castro y Castro). La peinó Pier Paolo Cajahuaringa. La despeinó también, porque terminado el desfile, ella le pidió que le soltara el pelo que se lo escarmenara un poco y que se lo dejara así no más, suelto y lacio como a ella le gustaba, porque mañana iba a jugar tenis o a montar a caballo, aún no lo sabía. Maruja también había desfilado pero eso fue hace ya un año, cuando quedó con las justas segunda en el concurso «Todas las playas de mi Perú», al cual llegó representando a la muchachada de Huaral. Se picó cuando coronaron a la otra, y hasta declaró que había perdido porque «Miss Todas las playas de mi Perú» usó bikini dorado. Felizmente se controló y cuando vino lo de las fotos y las declaraciones para el periódico, dijo que la ganadora había ganado porque merecía ganar. Después se la llevaron a la Herradura y posó sentada en una roca, mirando al mar, y declarando que entre los músicos su preferido era Beethoven, y que aspiraba a ser modelo de la tele. Sí, también el cine nacional le interesaba pero para eso le faltaba mucho estudio de arte dramático. Mintió que aún no conocía el amor, pero aseguró que era de temperamento romántico y más bien apasionado. Pasaron las emociones del concurso, y Maruja se fue a vivir con su madrina, no muy lejos de un canal de televisión. Pasaron también los meses y Maruja empezó a perder las esperanzas porque el canal estaba llenecito de chicas tan guapas como ella. Así hasta que un día su madrina empezó a acusarla de floja, de no trabajar, ¡tanto tiempo frecuentando esos lugares y hasta el momento ni un solo muchacho que valga la pena! La verdad es que sólo había habido un argentino buenmozón pero que también trataba de ser modelo. Felizmente que no lloró Maruja; felizmente porque si Bobby la hubiera visto con los ojos hinchados, a lo mejor no hubiera pegado el frenazo que pegó ni hubiera dado siete vueltas a la manzana, desembocando siete veces en trompo en la misma esquina. Pero él le vio todo menos los ojos, ya se la estaba imaginando en alguna playa solitaria del sur, y cada vez que la veía desnuda apretaba el acelerador a fondo y picaba nuevamente rumbo a la esquina, y a otra vuelta a la manzana para aparecer en trompo y pasar nuevamente frente a ella, mirándola, no atreviéndose a mirarla, hasta que Maruja le hizo su adiosito, casi bajo la cartera, y le soltó su sonrisita, entonces pegó la frenada definitiva.
Le compró un bikini dorado y un reloj de oro y la escuchó mientras ella le hablaba tendida a su lado en una playa solitaria del sur. Trató de quererla porque era mayor que él y un lomazo y si la quería ya no iba a querer a Peggy y a lo mejor su herido orgullo se curaba para siempre. Hizo todo lo posible por quererla; la escuchaba, ponía atención cuando ella le contaba de su vida, escuela para señoritas número 27 del distrito de Huaura. Un día hasta se imaginó entrando a la casa de su madrina y tomando té los tres y él emocionado, eso podría ser el amor, porque es pobre pero honrada, pero después pensó en Juan Lucas pidiendo la mano de Maruja y de pronto se descubrió prestando verdadera atención a sus palabras, las que usaba cuando le hablaba al oído, Santiago ya se la hubiera tirado, ¡huachafa de mierda!, tíratela si no la puedes querer pero ¿y Peggy?, ¡cojudo!, ¿no te das cuenta de el lomazo que te estás perdiendo?... Entonces se lanzó a romper el bikini dorado, aprovechando que ella le decía soy de temperamento más bien romántico y apasionado, cayó tapándole la boca con la suya, y cuando se apartó un poco para acomodarse mejor y respirar, el insulto se le vino con tal fuerza que no tuvo más remedio que insistir, lanzándose nuevamente para incrustarle la palabra maroca entre los labios.