¡Judío mordaz! chilló Frau Proserpina, terminando de abrir la hoja de la puerta por donde ellos habían estado aguaitando.
Pero el viejito lloraba ahora, y ella no lograba explicarse muy bien qué ocurría, hasta que notó que alguien más pequeño estaba escondido detrás de la hoja cerrada. Frau Proserpina se asomó y descubrió a Julius.
¡Judío mordaz!
¡No! ¡No! ¡No! clamaba el viejito, llorando, abandonado ya del todo por la rabia, alzando el brazo como si quisiera detener toda la escena, como si nunca hubiera querido empezar con todo eso.
¡Vas a pagar, judío mordaz! ¡Terrífico!
¡No! ¡No! No me había dado cuenta...
¡Tu renta vas a pagar! ¡Lo que yo te pida!
¡No importa! ¡No importa! ¡No me había dado cuenta!... El niño se va...
¡En la calle vas a dormir esta noche judío mordaz!
Pero el viejito ya no la escuchaba; le había dado la espalda y miraba sollozando a Julius que se alejaba por última vez para los dos. No se había dado cuenta, fue el entusiasmo del otro día, la felicidad, la cólera después, la miseria... Todo trató de decirlo el viejito, yo también... Pero Julius había torcido a la derecha, ya no estaba en el corredor, ya ni él ni ella lo volverían a ver... Frau Proserpina se había adelantado hasta ponerse junto a él, y miraba desconcertada hacia la oscuridad vacía del corredor.
¡La academia ha terminado para usted! gritó, para que Julius supiera que su falta de talento la obligaba a pedirle que se marchara.
Una mujer encendió la luz de su habitación y se asomó a la ventana que daba al corredor, por el lado de la academia. Iba a tender una sábana, cuando se dio con lo dos ahí parados. La luz de su propia ventana le permitió verlos claramente: qué vieja Frau Proserpina pero siempre tan tiesa, soldado alemán parece, y el viejito judío tembleque, ¿qué harán juntos sin pelearse? Por una vez que no se están peleando. Seguro son ellos los que han estado gritando endenantes... La mujer se ocultó al ver que el viejito avanzaba acercándose. Iba haciendo no con la cabeza. No tenía estampillas preparadas para la noche...
En invierno no se echa a nadie a la calle le dijo Frau Proserpina—. Ya hablaremos cuando pasen las nieves.
Y después dio media vuelta y entró al auditorium, cerrando la puerta detrás de ella, para evitar que se enfriara la gran academia. Se dirigía firmemente hacia la silla de los chales, cuando de pronto escuchó los aplausos.
Anochecía cuando Carlos empezó a bocinear frente al portón exterior del palacio, pensando en todo el dinero que se había invertido en tremenda finca y sin embargo no habían sido capaces de agregar un poquito más para una puerta automática. Trató de decírselo a Julius pero Julius andaba muy de capa caída, mejor dejarlo que cante su tango sólito. Insistió con la bocina y nada. «Cómo se ve que no es la del carro del señor pensaba—, ahí sí que salían los chontriles a la carrera, claro, donjuán no gasta en puertas automáticas porque tiene dos chinos para abrirle la puerta automáticamente, las manya el del Jaguar, toditas se las sabe.» Por fin abrió Celso y, al entrar el Mercedes, Julius como que despertó atraído por un automóvil increíble. Carlos estacionó y se quedó contemplando la pieza de museo que habían traído al palacio. Era un negro y antiquísimo La Salle, pero estaba nuevecito, chillandé, y los tres lo miraban como algo que no debería existir más que en el cine. Julius corrió a verlo por dentro. Sí, como en las películas de gangsters, su luna al medio separando al chofer de los de atrás, así no se enteraba de lo que andaban tramando los señores o quien fuera el dueño de la increíble limousine. Celso iba a decir que era de un amigo del señor y que acababa de llegar, pero Carlos lo interrumpió.
—¿Ya mataron a la familia? —preguntó.
—Sí, pues, su carro de un bandido parece —dijo Universo, el jardinero, apareciendo en la escena.
—¿Cómo bandido? ¿Cuál es tu bandido? \Gáster, hombre! ¡Aprende!
La puerta del La Salle se abrió y apareció un negro inmenso muchísimo más uniformado que Carlos. Casi regresa por su gorra Carlos, pero el negro inmenso ya se estaba descubriendo y ahí había conversa para rato, en cuanto se fueran el niño y los del Ande; así sí que daba gusto, entre devotos del mismo santo y que viva lo moreno, amplias sonrisas lucían los choferes.
Elegantísimo, Daniel abrió la puerta del palacio y Julius lo saludó preguntándole al mismo tiempo quién era. No lo sabía aún, era un señor muy raro pero su nombre no lo sabía, sólo que don Juan Lucas le había dicho que iba a recibir a un amigo por la tarde. Julius le preguntó por la Decidida, en el preciso momento en que sus gritos empezaban a invadir esa zona del palacio, ya se había enterado de su llegada y venía a gritarlo por tener el uniforme sucio como todos los días y porque era hora de que se pusiera a hacer sus temas. Empezó a dirigirse a Julius desde el fondo de esa zona del palacio pero de repente él la vio perder viada, cada vez andaba más despacio la Decidida y no era sólo efecto de los techos mata-ruidos, había algo más, ya casi no se le escuchaba, ella que siempre reía y que presumía de que partía los corazones... Julius avanzó hacia donde la pobre Decidida se había quedado quietecita luego de murmurar un lánguido buenas tardes, justito antes de enterrar la mirada en el suelo.
—Buenas tardes, o mejor dicho buenas noches, porque aquí ya está todo iluminado.
El pobre Julius, que aún seguía buscando a la chica que no se iba por el mal camino para decirle adiós me voy para siempre, casi se cae del susto.
—Buenas noches —repitió la voz mala del hombre de negro con sombrero negro, sentado en un taburete en el bar de invierno.
—Perdón, señor; estaba distraído —le sonrió Julius, acercándose a darle la mano al gángster amigo de tío Juan Lucas. —Buenas noches, señor —repitió sonriente.
Pero la sonrisa en los niños los confundía con mujercitas, éste todavía tenía voz de maricón, qué hijos los que se ha acoplado Juan Lucas, lo cierto es que Al Capone se limitó a pegarle un apretón de manos y la sonrisa de Julius se topó con los mismos ojos que hacía un instante acababan de terminar con la Decidida. No sabía qué hacer Julius, y Al Capone continuaba sentado sobre el taburete, sin mostrarle interés alguno por los libros que traía. Cualquiera le hubiera preguntado ¿y en qué colegio estás?, y ¿esos libros qué son?, entonces él podría haberle explicado que venía de su última clase de piano y, a lo mejor, si era buena gente, hasta haberle contado lo que le había ocurrido y que la chica no se iba por el mal camino, que ésas eran cosas de tío Juan Lucas, ya podrían ser íntimos, pero nada con Capone. Ni siquiera se había quitado el sombrero y esa manera de sacar pecho como si estuviera incesantemente recibiendo una condecoración. Y la mirada terrible bajo el ala del sombrero, ya nadie usaba sombrero en Lima, ni esos ternos tan cuadrados de hombros, ni tantas cadenas de oro en el chaleco.
—Tus padres están por llegar —le dijo, mirándolo otra vez de esa forma tan mala, tan rara que Julius ya había visto antes pero dónde.
Le iba a decir que si quería pasar a esperar en la sala, pero Al Capone le clavó más los ojos, él había visto esa mirada antes.
—Lo esperan, joven.
Sacó más pecho y cambió de víctima, ahora era nuevamente la Decidida que ya estaba recuperando cierta redondez y que volvió a disminuirse ante tanto poderío.
—Apúrate Julius. Tengo que limpiarte el uniforme y ya es hora de que te pongas a hacer tus tareas.
A la Decidida hasta le salió su gallito, pero en cuanto terminó su frase hizo un esfuerzo supremo, dio media vuelta, ya no tenía la mirada encima, y se marchó ganando en redondez al avanzar recuperando su esplendor mientras abandonaba esa zona del palacio. Era nuevamente la Decidida la que llegaba a la repostería, llenecita de derechos y sus consiguientes deberes, grandota otra vez y con el pecho enorme y aventurado anunciándole su llegaba a Arminda, ahí sentada, y a Carlos, calentando un tecito para beberlo con el otro chofer. «No está mala la pechichona, carajo», exclamó bajito el del La Salle, poniéndose y quitándose la gorra, pero la Decidida le había dado ya la espalda y él captó lo del carajo frente a Arminda, con perdón, señora, respetando, y Arminda, cuando oyó algo de perdón, levantó la cara porque a lo mejor era su hija que llegaba.
El que sí llegaba era Juan Lucas, y Susan a su lado, pero no en coche de caballos o en diligencia como dijo el bruto de Universo que había abierto el portón y que no sabía nada del pasado. Llegaban en la carroza y apurados porque ya debía estarlos esperando Fernando, se habían demorado en entregarles la carroza. Julius se estaba cambiando el uniforme cuando escuchó pasos de caballo en el patio exterior del palacio, ¿qué diablos era? Corrió a la ventana: la carroza nuevecita, nunca la había visto con caballos, salió disparado. Susan y Juan Lucas descendían en ese momento. «¡No cierre el portón! —le gritaba el golfista al pobre Universo que se había quedado cojudo al ver llegar a los reyes—. ¡No cierre el portón porque vienen por los caballos y me traen mi auto!» Celso salía a recibirlos y a anunciarles que un señor los esperaba adentro. No bien abrió la puerta, apareció Julius corriendo y no paró hasta no estar bien instalado en la carroza y disparándole a todos los indios como cuando tenía cuatro años, si Cinthia la viera, y Nilda, Vilma, Anatolio. Dejó de disparar cuando tras la nube de emoción apareció nuevamente su edad actual, cuando el juego sin tantos jugadores empezó a entristecer. «Mami», dijo, y Susan que entraba en ese momento al palacio, captó algo al ver tan triste la carita del príncipe en la ventana. Linda vino a decirle bájate darling, el tiempo de los indios pasó. Es sólo un adorno, antojo de daddy, algo ridículo el asunto, darling. El cochero ni siquiera sabía conducirla bien. Pero ya sabes como es daddy, dale con ir a traer la carroza y después furioso porque en el camino le silbaron tres veces esa cosa de hojita de té... Y ahí no termina la aventura, darling: daddy insiste en que fue el eje el que sonó, pero bien clarito que se oyó la pedrada que nos tiraron en Lince. Vamos, darling. Tenemos un amigo de daddy en casa. ¡Dios mío!, espero que no sea tan raro como su auto. ¿Por qué no tomas una foto del patio con todos esos vehículos locos? Vamos.
«Bien hecho», pensó Julius, al ver a Capone enano y de luto entre los brazos de tweed a cuadritos vivos de Juan Lucas. Estaban en pleno abrazóte. Años que no se veían.
—¡Casado e instalado! —gritó Capone, elevando un brazo corto y fuertísimo, haciéndolo girar como torero que agradece al ruedo y marcando su admiración por esa zona del palacio—. ¡Viva el lujo y quien lo trujo!
—Sabía que habías regresado de Buenos Aires, pero te hacía en Trujillo.
—¡Llegué esta mañana! Una temporada en la hacienda, poner todo en orden por allá, y después a Lima. ¡A ver a los amigos!
—¡Hombre ya lo creo! ¿Y cómo va eso, en Trujillo?
—Pues ya te imaginas... Seis años de embajador. Seis años sin pisar mis tierras... Pero tengo buena gente ahí. Ya te contaré... Unas cuantas semanas de trabajo fueron suficientes.
—Bueno, bueno, vamos a ver qué tomamos.
«Bien hecho», seguía pensando Julius, al comprobar que el gigante del taburete se había encogido al ponerse de pie. Claro, tenía muy cortas las piernas, pero y esa mirada... Susan, por su parle, observaba la emoción de los amigotes medio burlándose de Capone, pero dispuesta a agregarle amor a su sonrisa en cuanto dejaran de darle la espalda.
—Darling, aquí estamos...
—¡Enhorabuena! —exclamó Capone, enorme de torso y chiquito de piernas.
Susan consultó el diccionario: claro, enhorabuena porque Fernando ya era embajador cuando me casé con Juan.
—Gracias —dijo, acercándose. —Bueno, pues ahora ya la conoces. —Señora, encantado y a sus órdenes. —Susan.
—¡Encantado, Susan! Me permito ahora felicitarte personalmente. En aquel entonces recuerdo haberlo hecho en forma escrita.
Por fin se quitó el sombrero Capone. Tenía sus manías el tipo, y con razón porque era calvísimo y no le iba bien con tanta matonería y elegancia a lo antiguo. Susan no miró pero sí captó el desmedro que la calvicie producía en tanta figura, se notó que lo estaba captando, Capone lo notó más que nadie y sabe Dios por qué, seguro porque los niños son los que se burlan en esos casos, o porque nunca son calvos, por qué sería que le clavó la mirada terrible a Julius. Lo desarmó, cuidadito con reírte y todo, no le faltaba razón porque Julius seguía ahí parado, esperando para entrar en escena y pensando bien hecho.
—Bueno, pues... vamos a ver esa copa —dijo Juan Lucas.
—¡Un brindis al cabo de seis años! —Fernando fue mi compañero y amigo desde el colegio.
—¡Y antes si se puede! —exclamó Capone, y le sonó una cadenita en el chaleco.
—Todas mis vacaciones las pasaba en su hacienda en Trujillo.
—¡En Trujillo nació Dios!
—A ver, a ver, acerquémonos al bar.
—Pues Susan, quiero que sepas que lo dejé soltero y jurando soltería.
Julius continuaba fuera de escena y hubiera podido irse, pero esas miradas que pegaba Capone lo tenían más que preocupado, las había visto antes. Capone se había acercado al bar con Susan y Juan Lucas y ahora aprovechaba un descuido de ella para pegar un saltito y caer inmenso sobre un taburete. Recuperó su esplendor Capone, y al sentirse otra vez grandazo, le soltó tremendo piropo a la antigua usanza a la pobre Susan, clavándole luego los ojos en el instante en que ella lo iba a adorar, Susan se cortó un poco y era que Capone había metido intención en sus palabras y en su mirada: piropo sí, pero también un pasado exitoso con las mujeres, muchas miradas destructoras en mi vida, logros en el amor, capacidad de enredar a cualquier mujer, aun de un amigo, aun de Juan Lucas, jamás de un amigo, jamás de Juan Lucas, soy un caballero y puedo todo lo que quiero menos lo que no quiero... Susan se dejó caer íntegro el mechón para ocultar la sonrisa que le produjo saber que tenía programa y muy entretenido con Fernando, realmente cada amigo de Juan Lucas era un darling a su manera y éste, éste se debatía entre lo sublime y lo ridículo.
—Oye, Fernando, por ahí me parece que tienes algunos virreyes que también fueron antepasados de Susan por vía materna. A ver arréglense ustedes... me parece que tienen algún apellido en común por ahí.
—Mami —intervino Julius.
—Sí, darling... ¿Has saludado al señor?
—Sí, mami —respondió Julius, prometiéndose no darle cara al otro para evitar la miradita.