—Todo está arreglado, mujer —intervino Juan Lucas, antes de que el otro empezara con cualquier amena y maricona charla y tuviera mal aliento, además.
—Eso es —confirmó Abraham, encantado de estar de acuerdo en todo con donjuán Lucas.
—Estupendo, nada más, entonces. Vaya usted por sus cosas y a ver si mañana nos sorprende con un almuerzo digno de su fama.
Abraham se pegó una ondulada general, flambeó como si un cosquilleo eléctrico lo hubiera recorrido de pies a cabeza. Feliz con el piropo de don Juan, se quedó así de a medio lado, tomándose un helado, a ver si le soltaba otro el señor buen mozo. Juan Lucas casi le suelta un oñoñoy nervioso o qué lindo el peinadito, pero eso era descender hasta la suspirante Sodoma de Abraham, hasta la paupérrima Gomorra de los zambos feos, cocineros, maricones y vendidos a mí por ansia de imitación.
—Nada más, entonces —cortó, con tono definitivo, porque acababa de interpretar demasiado bien un aspecto de la realidad que lo comprometía—. ¡Nada más! —ordenó, disgustado, porque se sintió comprometido. Y antes del almuerzo, y en pleno gin and tonic—. ¡Nada más, oiga!
Abraham volvió a ondularse pero se enderezó inmediatamente. Se quedó tieso y obedientísimo a las órdenes del señor, bajando la mirada como si esas palabras tan duras lo hubieran castigado en el colegio. Tres segundos debió permanecer en esa postura, luego su cuerpo sólito empezó a prepararse para otra ondulada, sin que él pudiera hacer nada por evitarlo. Se le notaba en algo que hacía con el brazo, el brazo derecho como que se le iba encogiendo a golpecitos... Susan decidió intervenir, adoraba a Juan Lucas y ahora con el cocinero nuevo podría ordenarle diariamente los platos que le encantaban.
—¿Por qué no le prepara al señor un gallo al vino, mañana en el almuerzo? Tendremos al arquitecto y a su señora a almorzar. Cuente usted unas diez personas en la mesa, por si acaso... Al señor le encanta el gallo al vino.
Pero Abraham, no lo olvidemos, era ciudadano de Sodoma y de Gomorra y sabía del mal que podía hacer, venenito el maricón y Juan Lucas lo había tratado con dureza, la mujer no bien llego ya me ordena. Le salió la cobra a Abraham.
—¡Uy señora! ¡A mí me va a decir lo que le gusta al señor! Le conozco todas, toditas sus exigencias al señor. Mañana, si quiere, le preparo su plato favorito, su cabrito al horno... El señor lo dijo una vez en casa de la señorita Aránzazu... ¡Ufff! más de una vez lo dijo... Siempre que le preparaba su cabrito en casa de la señorita Aránzazu Marticorena el señor decía que nadie lo preparaba tan bien como yo... ¡Cuántas noches no le habré preparado yo su cabrito al horno en casa de esa señorita!
Juan Lucas se sirvió más gin y Susan volteó para reírse mirando a las botellas del bar, no fuera que Abraham se armara de valor al verla y le soltara más sobre las amantes de Juan Lucas antes de ella.
—Bueno, oiga, aquí el mayordomo lo va a acompañar a la cocina para que vea usted las cosas y se vaya acostumbrando.
—¿Nada más, donjuán?
—Nada. Vaya no más. Acompáñelo, Celso.
Abraham giró nerviosamente en el preciso instante en que Julius y Bobby llegaban del colegio para almorzar. Los dos pudieron ver ese culo rarísimo de hombre que un pantalón, que hubiera querido ser como los de Juan Lucas, apretaba asquerosamente. Abraham desapareció. Parecía un frustrado y paupérrimo tenista que practicaba solo, con pelotas malogradas y raquetas mal templadas, contra paredes de corralones.
—¿De dónde sacaron a la loca esa? —preguntó Bobby.
—Pregúntale a Juan Lucas —intervino Susan, burlona, ahora que el asco había desaparecido.
—Mañana es sábado, ¿no es cierto? Pues quédese usted jovencito a almorzar con nosotros y ya verá usted de dónde ha salido la loca esa. Tenemos en casa al mejor cocinero de Lima.
—Cocinera —se le escapó a Julius, tal vez descubriendo la homosexualidad, tal vez pensando simplemente en Nilda.
—¡Darling! —exclamó Susan, mirando aterrada a Juan Lucas.
—Este tipo no va a vivir aquí, mujer. Sólo va a venir a cocinar... Anyhow, do yon think he would daré?
Y Julius, ahí parado, que era primero de su clase en inglés.
Al día siguiente, a la hora de almuerzo, Carlos comía encantado porque ya tenía a quien batir durante una temporada, si se amarga la loca lo sueno, y Abraham cocinaba encantado porque el chofer, negrote y con el bigotito así, era vivir con la tentación en casa. Arminda no se daba cuenta de esos detalles. Se iba completando el servicio pero ella no captaba los matices que enriquecían la historia. La presencia de Julius, varias veces durante el día, y la presencia de su hija, varias veces durante la noche, era casi lo único que captaba últimamente. También, a menudo, los dos se le acercaban juntos. Ocurría sobre todo cuando pasaba muchas horas seguidas allá arriba, en el cuarto de planchar. Con el calor y el sudor como que se adormecía y los dos se le presentaban pero ella sabía que estaba sola. Algo más extraño que le ocurría la inquietaba aunque en seguida se olvidaba de su inquietud. Era algo muy extraño pero ella no seguía preguntándose por qué sus deseos se cumplían antes de que los hubiera podido expresar. Julius atravesaba la cocina o la repostería, ponte tu chompita, con una chompita puesta o es que acababa de pasar desabrigado. Sólo su hija no regresaba nunca con el heladero, pero eso era porque ella no se comunicaba con nadie por lo hondo, porque nunca había expresado su deseo que vuelva mi hija, ahí en la repostería. Sólo sola en su dormitorio. Por eso se presentaba de noche. En cambio Julius pasaba a cada rato junto a ella, ponte tu chompita niño, con una chompita puesta o es que había pasado antes desabrigado. Pero las mechas azabache se le derrumbaban cubriéndola, interrumpiendo su inquietud cuando se iba a preguntar por qué...
La Decidida también bajó a almorzar ese sábado y se encontró de golpe con Abraham. Lo saludó decididamente pero sólo porque el hombre, ¿eso es un hombre?, era empleado y gozaba por consiguiente de los mismos derechos y tenía por consiguiente las mismas obligaciones. Carlos vivía feliz con la Decidida. Ella lo trataba de don Carlos y comía controlando que su comida fuera igual a la de los señores. El del bigotito la miraba risueño, con doble sentido, entreteniéndose con el infaltable escarbadientes del almuerzo que, luego, guardaría tras de la oreja para la noche. Daniel preparaba el frutero y los aguamaniles y Celso iba llevándole a los señores las primorosas fuentes que Abraham servía. Los dos se burlaban con serrana alegría del marica criollo y el marica criollo los despreciaba con sus chompas de tenista y su pelo oxigenado.
En el comedor el arquitecto de moda y su esposa, la Susan disminuida, saboreaban encantados el cabrito al horno que Juan Lucas calificaba de insuperable. «No es por nada, decía, pero el marica está en gran forma.»
—Señor —interrumpió Celso—; el cocinero manda preguntar si el cabrito está tan sabroso como en casa de la señorita Martínez.
—Marticorena —corrigió Susan, volteando sonriente a mirar al arquitecto de moda, a ver si sufría por ella como antes. Pero el arquitecto de moda acababa de cobrarle una suma fabulosa a Juan Lucas, y su mujer era disminuida pero estaba aumentando y el otro día él se había acostado con la sueca que continuaba en Lima llena de libertad sexual, hasta los ministros la conocían. Susan miró nuevamente a Celso y le dijo que al señor Juan Lucas le parecía muy bueno el cabrito.
—Dígale que está como siempre. ¡Muy bueno! —exclamó Juan Lucas, en el momento en que Celso regresaba a la cocina—. De mamey —completó mirando al arquitecto y obligándolo a adquirir una nueva dimensión en su joven elegancia: la buena mesa.
—En efecto, Juan; nunca lo había comido mejor.
—Está delicioso, Susan —la Susan disminuida que aumentaba.
—Muy rico, mami. Quisiera más pero tengo que salir disparado. ¿Nadie necesita la Mercury? —Bobby salió disparado arrojando la servilleta.
—No la vuelvas a estrellar porque te quedas sin movilidad.
—Me gustaba más el encebollado que hacía Nilda —soltó Julius, completamente distraído por la cantidad de ventanales que había en el comedor.
Juan Lucas quiso enfurecer pero no valía la pena enfurecer por el crío este, y el nuevo bocado estaba francamente delicioso y ahora el vino y el puño de villela al alzar mi copa y Susan encantadora cagándose en el arquitecto y en su mujer, irán disminuyendo sus visitas y tendremos sólo a los buenos amigos. ¡Ah!, cómo va a gozar el gordo Luis Martín Romero con los platos del marica... Celso apareció diciendo que Anatolio había mandado al nuevo jardinero y que necesitaba una manguera para regar.
—¿Quién es Anatolio? —preguntó Juan Lucas.
—El jardinero de la casa vieja —aclaró Julius.
—Celso —intervino Susan—, dígale a Carlos que en cuanto acabe de almorzar lleve al jardinero a comprar una manguera y todo lo que necesite.
—¿Pero cómo sabemos que se va a quedar? ¿Tú lo has contratado, mujer?
—No darling; pero Anatolio había prometido que nos iba a mandar a su primo. Dice que es muy buen jardinero y que necesita trabajo. Ya después veremos. Por ahora de todas maneras se tiene que quedar.
—Se llama Universo —dijo Julius, enteradísimo.
—¿Se llama qué? —exclamó Juan Lucas—. ¿Universo?
—Sí.
—¡ Ah! ¡Eso hay que verlo! ¿Qué les parece a ustedes el nombrecito?
El arquitecto de moda y su esposa celebraron la sorpresa y la curiosidad de Juan Lucas. Se reían ambos.
—A ver, Celso, haga pasar a Universo.
—Darling...
Pero mientras Celso regresaba a la cocina por el jardinero, Juan Lucas se había vuelto a llevar la copa de vino a los labios, y por el ventanal más grande del comedor, elevado sobre el jardín, miraba enorme y verde el campo de polo. El jardín del palacio se prolongaba en el campo de polo y su vista entre los árboles alcanzaba centenares de metros hasta el fondo. De ahí volvió para sentir nuevamente la elegancia de su comedor, qué bien han quedado estos cuadros cuzqueños caracho. Lo encerró el lujo de la habitación, casi lo atrapan sus límites. Dejó entonces la copa sobre el mármol de la mesa, y estirando los brazos de tweed paralelos a los cubiertos de plata, apoyó las palmas de sus manos para sentir también el frescor del hermoso día de otoño y el frescor no fue frío ni lo frío fue húmedo porque ahí empezaban sus puños de villela y un segundo más allá Celso había adornado la mesa con un frutero lleno de color donde sus ojos fueron a posarse un instante, las naranjas, los mangos, los higos, para rebotar inmediatamente como buscando los árboles de esas frutas y tomar vuelo hacia el jardín y elevarse más allá hacia el campo de polo que ahora unos hombres minúsculos atravesaban acompañando a hermosos caballos sobre el césped... El mechón rubio y maravilloso de Susan se vino abajo cerrando lo verde con oro, pero algo feo entraba también por el rabillo de su ojo. —Universo —anunció Celso.
Juan Lucas volteó a mirar. Había un serranito, unos diecinueve años pero uno nunca sabe con los serranitos. Entró descubriéndose la cabeza humilde y ahora se había encogido un poco y con el sombrero de paja se estaba cubriendo un pedazo de pierna donde Juan Lucas había visto un parche azul sobre el comando kaki que llevan siempre estos cholitos. Universo había dicho buenos días, pero él ya no recordaba haber mandado traer a un tipo llamado Universo para ver quién podía llamarse Universo. Miraba hacia el polo y nuevamente esos caballos allá al fondo atraían su atención, pero algo en el suelo, en el rincón de su comedor también lo llamaba. Julius se lo temía pero por una vez fue menos de lo que se temía: Juan Lucas se limitó a golpearle los pies de un miradón al pobre Universo, cuyo sombrero de paja no alcanzaba a cubrirle los viejos zapatones de fútbol. «Ya ya, dijo: que le den de almorzar.» Celso se lo llevó inmediatamente y no hubo broma porque cuando Juan Lucas se acordó de que el jardinero se llamaba Universo y de que era para reírse, Universo ya había vaciado ese rincón y él se estaba llevando otra vez la copa de vino a los labios, «No se pierdan los caballos allá al fondo —les decía—, deben ser para el match de esta tarde».
Una tarde llovió demasiado fuerte para lo que suele llover en Lima y Morales dijo algo de temblores, siempre hay temblores cuando llueve tanto, y la Madre Superiora dijo que mejor suspendían el recreo y se quedaban tranquilitos en sus clases porque las clases y el colegio entero eran asísmicos. Se veía triste y oscuro el patio a través del enorme ventanal de tercero. La Zanahoria se quedó cuidándolos. Podían bromear y conversar porque era recreo, pero sin moverse mucho ni ponerse de pie porque no estaban en el jardín. Les iba a decir que Morales no tardaba con los chocolates y las golosinas de las misiones, para que pudieran comprar como siempre a la hora del recreo, cuando Cano, triste y distraído, extrajo del bolsillo de su saco, medio chancados y melosos, tres de los miniches del Pirata. La Zanahoria empezó a enfurecer, ¡cuántas veces se lo había dicho!, y a volverse loca, ¡hay gente que no entenderá nunca!, por último enloqueció del todo y cruzó media clase a la carrera, echando aire con el hábito, para venir hasta donde Cano y meterle tremendo coscorrón. No fue un golpe malintencionado, era un típico coscorrón de monja a niño malo, con la mano abierta y todo, pero Cano hubiera preferido que le dieran un palazo en la cabeza, nunca ese golpe falso y suave con la mano de la Zanahoria resbalando por su cabeza y ahí mismito después ella arrugando la nariz al descubrir grasa en su mano, grasa de Cano, de sus pelos grasosos, juntos vieron también cómo un montón de caspa se había desparramado sobre la carpeta. Cano quiso cubrirla con las manos y vio en cambio sus puños sucios y deshilacliados, felizmente que ya se iba, se fue la Zanahoria, pero detrás de ella apareció la clase entera volteada mirando la escena, una vez lo habían hundido así en el mar, él quería ver las casetas al fondo de la playa, él quería ver la ventana de la clase y el patio, tenía que sacar la cabeza y respirar, lo logró Cano, lo logró haciendo por primera vez aquel gesto extraño y triste. Quitó los ojos para un lado y luego, bajando la cara hasta apoyar la barbilla sobre el pecho, junto a un hombro, la refregó a lo ancho de su camisa, llevándose en el camino la corbata hasta su otro hombro.
Seguro que el día de las misiones también hizo Cano el gesto ese tan extraño y triste y a su edad. Seguro que lo hizo varias veces pero Julius sólo lo vio repetirlo cuando lo invitó a su casa, pocos días después del asunto de las misiones. Duro fue el asunto de las misiones para Cano, pero también, pensaba Julius, bien bruto, por qué no se hizo el enfermo si no tenía plata, debió hacerse el enfermo en vez de pasarse varios días sin comprar miniches. Cano, efectivamente, se había pasado varios días sin comprar miniches, guardándose el dinero para la colecta. Bien bruto, tanto tiempo en Inmaculado Corazón sin darse cuenta de que esa plata es para las misiones y para las vocaciones sacerdotales y de que para eso se necesitan billetes, no moneditas, Cano, cómo no se te ocurrió. Hubiera sido mejor que se enfermara, que no viniera ese día. Pero vino. Y todavía vino creyendo que a Fernandito Ranchal se lo iba a comprar diciéndole he traído todita mi plata de la semana, vamos a ganar, nuestra fila es la que más va a dar, vamos a ganar y nos van a dar el día libre. Día libre para la fila que dé más dinero, la Madre Superiora lo prometía. Y claro, Fernandito también quería ganar y tener su día libre, tan malo no era, pero ni Cano ni nadie se lo iba a comprar diciéndole tengo mi dinero de toda la semana, todito lo voy a dar, ganaremos Fernandito, ganaremos.