Se estrelló con la risita del sabio. «Imposible, pensó al ver que el viejito continuaba muerto de risa. Ya se habría ahogado.» Ignoraba que lo había escuchado acercarse corriendo a su ventana y que había vuelto a asomarse. Además se estaba riendo de otra cosa, ahora. «Muy mala, muy mala», le decía, y dale con su je-je-je, ya no tardaban en volverle los espasmos en que desembocaba siempre su alegría. «Muy mala Frau Proserpina.» Julius le dijo que era la nieta de Beethoven y al sabio se le llenaron los ojitos de alegría, otra vez a matarse de risa. Y por reírse no lograba decir lo que quería, la risa lo dominaba, y Julius no podía entenderle... Je je je, sí sí, je je je, hijito, je je je, la nieta je je je de su abuelito je je je de Beethoven je je je... Por fin algo que Julius logró entender claramente: «¿Quién te lo ha dicho?»
Mi tío Juan Lucas... Está casado con mi mamá. ¡ Ah! Tu papá, sí, sí...
Julius pensó que era un buen momento para seguir con el diálogo. El viejito sabio había parado de reírse y lo miraba ahora muy serio.
—La chica...
Metió la pata. No bien nombró a la chica el viejito empezó a matarse de risa otra vez. Julius tuvo que esperar pacientemente que terminara.
—¿Y en esa ventana? ¿Ese hombre que arregla las máquinas?
—Todos trabajamos en la vida. Hay que trabajar. ¿Tú también trabajas?
—Yo estoy en el colegio.
—Estudias para después trabajar.
Julius pensó en el hombre de las máquinas y en Juan Lucas. El viejito no era tan sabio como parecía. Sus respuestas lo dejaban en las mismas.
—¿Pero esas máquinas quién las quiere? Están reviejas.
—Las quieren sus dueños. No tienen para comprarse nuevas.
—¿Y cómo gana plata ese hombre? —Trabaja mucho y gana poco. —¿Y usted, señor? —Filatelia.
Julius pensó que en los Estados Unidos quedaba Filadelfia y lo miró con cara de cojudo.
—Yo colecciono estampillas. Eso es la filatelia. Yo soy un filatelista. Mira mis álbumes sobre la mesa.
—¿Y la mujer en esa ventana allá abajo?
Qué habría dicho de malo para que el viejito empezara a hacerle no no no no con la mano, y a ponerle cara de asco. Julius se quedó completamente desconcertado. Justo cuando el interrogatorio comenzaba a marchar...
—Yo nunca bajo. Estoy muy viejo. No interesa, no interesa...
—Es la señora viuda del montepío...
—¿Y a ti quién te cuenta todo eso?
—Tío Juan Lucas.... No. Mi mamá.
—Hazme un favor, hijito. Un gran favor. Yo ya no puedo bajar; me cuesta mucho trabajo bajar. Cómprame el periódico. Otro día hablaremos de esa mujer.
El viejecito le dio la espalda para dirigirse a su escritorio y empezó a buscar por los ceniceros hasta que encontró una moneda. Vino nuevamente a la ventana para entregársela, y Julius le dijo que ahorita volvía. Salió disparado y no paró hasta toparse con Carlos. Había mirado a todos lados mientras corría. Cada uno en su ventana ella pintándose las uñas, mirándolo sonriente, pero él ni sonrisa ni nada, derechito hasta el portón. «¿Adonde vas con botellas vacías?», lo emparó Carlos. Julius le explicó como pudo lo del viejito, y Carlos le dijo que al sabio le hacía agua la canoa. «¿Qué?» «Maricón, hombre», le explicó, pero él no podía quedarse con la plata del viejito tan pobre y además por qué, Carlos, no es maricón, déjame ir, déjame ir. Carlos aceptó pero con la condición de que el asunto no durara más de muy poco y de que él pudiera vigilarlo desde la sombra. Julius atravesó la calle, compró el Comercio de la noche, y volvió corriendo hacia el zaguán. Te duele saber de mí, amor, amor qué malo eres... pero él no quiso enterarse de tan corrompidas palabras y siguió su camino hacia los altos. Carlos, más bien, se detuvo y volteó a mirar esa flor en botón, ya le estaba calculando la edad, pensando un par de añitos más y se me pone como pepa de mango, pero la flor se cerró ocultando la cara al verlo, girando para mirar hacia el interior de la habitación y enmudeciendo. Carlos se cagó en la niña y alzó la cabeza. Desde ahí abajo podía cuidar a Julius.
—Mil gracias, mil gracias. A mi edad, hijito, a mi edad hay esfuerzos que ya no se pueden hacer... La nieta de Beethoven, ¿no?
—No me gusta —se le escapó a Julius, a quien el pasado le volvía de pronto, llenecito de golpes simbólicomorales.
—No nos gusta, hijito. Toma.
A Julius le tembló la mano al recibirla. Primero decidió no verla y continuó mirando al viejito, pero luego los ojos se le llenaron de lágrimas y bajó la mirada hacia la redondelita fría, brillante y sin peso que le abarcaba incómoda íntegra la mano. Ya los tenía los cinco centavos, gracias, no los quería, gracias no los quer... Pero el viejito había abierto los brazos como el papa bendiciendo, el periódico lo agitaba en el aire mientras hablaba, «nuevecita, nuevecita, repetía, brilla como el oro y vale un caramelo». Julius decidió que el viejito era sabio y que Carlos era un malo que se burlaba de todo el mundo, no, Carlos no era malo, se equivocaba solamente, dónde estará para que vea que no le hace agua el maricón, un sabio.
—Tengo que irme. Carlos me está esperando.
—¿Quién es Carlos?
Julius volteó hacia el zaguán donde Carlos lo aguardaba mirando. «Me espera Carlos», repitió, y ya se iba, pero una última pregunta lo detuvo, ¿quién era la chica? No se atrevía, el viejito iba a empezar a reírse.
—¿Quién es la chica que se va por el mal camino?
—¿Eso también te lo ha dicho tu papá? —Esta vez el viejito se puso muy triste—. ¿Quién es tu papá?
—Es mi tío Juan Lucas. Está casado con mami.
—¿Quién es tu papá? —repitió el viejito sabio del coco calvo. Pero más que preguntar, pensaba, mirando allá abajo, donde la chica sentada al pie de su ventana se pintaba las uñas sonriente. Tarareaba otra vez.
—¿Quién es? ¿Por qué?...
—Todo aquí se va por el mal camino —lo interrumpió el viejito.
—¡Vamos oye! —gritó Carlos casi al mismo tiempo, desde abajo—. ¡Ya está bien de conversa!
Se dirigió hacia el portón al ver que Julius bajaba. Te duele saber de mí, amor, amor qué malo eres. Las flores que en el cielo se creyeron, cayeron batidas en la humillación.
Trató de darle alguna explicación, empezó a contarle lo de las estampillas, pero Carlos lo interrumpió.
—¿Filatélico o locatélico? —preguntó, poniendo el motor en marcha.
Julius enmudeció. Con Carlos no puede nadie. Le miró el bigote y descubrió que había bigotes cortados para tomar la vida en broma. Se puso la mano encima de la boca, ahí donde él no tenía bigote, no lo tendría aún por muchos años, miró por la ventana del Mercedes y, en la oscuridad de la noche, en esa parte tan vieja, tan fea de Lima, el viejito volvió a decirle aquí todo se va por el mal camino.
«Todo, pensaba también el viejito, pero el niño qué simpático, orejón como nos pintan a nosotros los judíos...» Se había quedado en la ventana, escuchando vagamente el tararear de la colegiala, ni cuenta se daba de que le estaba gustando, pero sus manos empezaron a enfriársele prendidas a las barras de un campo de concentración, y tuvo que retirarlas de la reja. Se fue entonces a pegar tres estampillas que le quedaban para toda la noche, más el periódico hace años sin noticias para él. Sólo el niño, la nieta de Boeethoven, la niñez... Esta casado con mami... Oyó claramente una canción y estuvo un momento mirando una radio como las máquinas de escribir de esa ventana, pero la canción venía de abajo... ¿Quién es la chica que se vapor el mal camino?... Avanzó para cerrar la ventana. La cerró pero ahora le fallaba la cancioncilla, fíjate tú, años años. Abrió la ventana, primera vez que la música en este país... Mucho le tembló la mano de marfil manchada de tinta verde y azul cuando trató de pegar una de las tres estampillas para la noche, lo interrumpió además la niña cantando cada vez más fuerte. Dejó la estampilla a un lado, fíjate tú, hasta le provocaba sentarse un rato, pensar sin recuerdos, sí, sí, una niña que canta y un niño que viene...
Ahí viene. Lo escuchaba subir lentamente y, por primera vez en años, se alegraba de no tener estampillas guardadas para la noche. Iba a estar bastante cansado por la noche, muy agitado después de probarle al niño que Frau Proserpina era mala y loca, sumamente nervioso después de contarle toda la verdad. Sí, esos eran los pasos del niño en el corredor, y ahora que no lo escuchaba, el niño se había detenido para mirar a la colegiala. El viejito se asomó a la ventana. Ahí estaba Julius. Aún no había terminado de acomodarse en su trinchera, y el enemigo-amigo ya lo había descubierto. Igualito que el otro día. Tuvo que salir disparado, un salto hacia atrás y hacia un lado, unos pasos y ahora sólo le quedaba voltear y saludarlo. No tengo clase.
¿Cómo? ¿Y entonces para qué has venido?
La explicación era muy larga y además Julius, llenecito de planes impostergables, ignoraba por completo que el viejito sabio del coco calvo andaba también lleno de ideas que corrían casi paralelas a las suyas. No había olvidado lo del recital. Era sólo para los mejores y él debería estar en su casa dándole duro a sus ejercicios, pero los reglazos simbólico-morales continuaban ardiéndole, y ahí estaba dispuesto a asistir como fuera al recital.
Yo no tengo que venir explicó—. Hoy hay recital para los alumnos grandes.
El viejito empezó a caer en la cuenta. «Ah», dijo alejándose de la ventana y dirigiéndose hacia la pared del fondo donde colgaba un almanaque.
Claro, claro... Ya recuerdo. Hoy es primer viernes del mes. Todos los primeros viernes del mes hay recitales. Aja... Conque recital, ¿no? Y tú no tienes permiso para venir al recital, je-je-je, claro que no... ¡La gran academia de Frau Proserpina! ¡La gran academia de la nieta de Beethoven! ¿Quién le dijo a tu papá que Frau Proserpina era nieta de Beethoven?
No sé; tío Juan Lucas lo sabía.
¿Tío Juan Lucas?
Está casado con mi mami.
Verdad. ¿Tú le has dicho que es nieta de Beethoven?, ¿a Frau Proserpina se lo has dicho?
¡No! Tío Juan Lucas me lo ha prohibido.
Está casado con mami... No; tal vez esa felonía no era de esta malvada, pero malvada era de todas maneras. Definitivamente el viejito sabio tenía sus ideas sobre Frau Proserpina.
La gente de aquí seguro que va a venir al recital.
—No lo sé, hijito, no lo sé... Pero tú y yo vamos a asistir al recital famoso.
Le pidió que lo esperara, y Julius vio cuando se ponía la bufanda y desaparecía por la puerta de la habitación. Creyó que tendría tiempo para acercarse nuevamente a la baranda y echar otra miradita al zaguán, pero la vocecita del sabio lo sorprendió llamándolo desde un extremo del corredor.
—Ven —le decía.
Julius logró ver que la chica de los boleros no estaba en su ventana, seguro se estaba arreglando para venir al recital. Se apuró hasta alcanzar al viejito en la esquina del corredor. Juntos torcieron a la derecha y avanzaron hasta el fondo de ese otro corredor, ahí estaba la academia. Julius empezó a temblar no bien vio la puerta.
El recital había comenzado. No cabía la menor duda de que uno de los mejores alumnos estaba tocando porque el piano sonaba como los discos de tío Juan Lucas. Por primera vez en su vida Julius captó la diferencia entre su My Bony lies over the ocean y lo que tocaban los alumnos que habían emprendido muchas lecciones con la nieta de Beethoven. Al llegar a la puerta quiso dar marcha atrás, pero el viejito parecía decidido a todo. Hasta le cogió la mano para darle coraje o para que no se le escapara. «Mira», le dijo, empujando ligeramente la puerta. Julius pudo ver las cuatro bancas de siempre pegadas al fondo, todo oscuro, sólo los pianos muy iluminados y la que tocaba mucho mejor que él en su época de oro era nada menos que Frau Proserpina.
—¡Tú eres su único alumno!
La voz del viejito lo terminó de convencer, pero ahora quería irse y no podía. Cada vez le apretaba más fuerte la mano, jadeaba el viejito, temblaba como si le fuera a dar un ataque de rabia.
—No tiene alumnos porque es vieja y mala. ¡Vieja y mala! ¡Vieja y mala!
Perdió el equilibrio pero logró apoyarse en la hoja de la puerta que permanecía cerrada. «Felizmente —suspiró
Julius—. Si se apoya en la otra se va de narices adentro.» Cada vez jadeaba más el viejito, ya ni siquiera se cuidaba de no hacer ruido. Y no bien recuperó del todo el equilibrio, empujó nuevamente la hoja entreabierta como si quisiera que Julius se convenciera aún más de lo que estaba viendo. Julius volvió a asomarse y fue horrible porque en ese instante Frau Proserpina empezó a equivocarse y de golpe paró de tocar.
Es el intermedio le dijo el viejito—. Ahora ella va a anunciar una breve pausa, para que el público pueda pasar a tomar un refresco al bar antes de la segunda parte del concierto.
Frau Proserpina se acercó al borde del estrado e hizo un gesto colérico dirigiéndose al público. Julius sacó inmediatamente la cabeza, pero el viejito le dijo mira, y él no tuvo más remedio que mirar: cogía una madeja de lana, se sentaba, se puso a tejer durante el entreacto.
A él le bastaba ya, pero el viejito no podía contener su rabia, insistía en que tenía que verlo todo hasta el fin. Porque ahora Frau Proserpina iba a volver hasta el borde del escenario y les iba a anunciar la segunda mitad del programa.
Hace años que hace lo mismo.
Julius le dijo, le rogó que quería irse, pero al viejito lo dominaba la rabia.
¡Sí! ¡Sí! Pero antes quiero que sepas bien por qué. ¡Esa mujer no te va a enseñar nada! ¡Es mala! ¡Loca y mala! Tú eres el único alumno que tiene y se las quiere vengar contigo. ¿Quién te mandó aquí? Me imagino que fue el que está casado con tu mami. ¡Pues aquí ya se acabó todo! ¡Aquí todo se va por el mal camino! ¡Frau Proserpina no es nadie! ¡Fue una gran profesora pero no es nadie ya! ¡Y tú no tienes por qué ser la víctima! ¡Víctima como yo! A mí me subarrienda ese cuartucho miserable en que vivo y me quiere botar porque no puedo pagarle más... A costa tuya y mía quiere mantener... quiere mantener... Sí tú debes ser un niño rico... Por eso te trata así... Quiere creer que eres un alumno más y eres el único alumno que tiene en el mundo... Y yo con mi renta también tengo que mantener... mantener... Yo tengo que mantener...
Pero sus gritos habían ido disminuyendo paulatinamente y Julius sentía que ya no le apretaba la mano, temblaba ahora el viejito, y él notó que la rabia lo iba abandonando, sollozaba, hasta trató de irse, muy tarde: ya la tenían encima.