—Los Testigos de Jehová forman parte de esta sociedad corrompida de la que nosotros nos mantenemos al margen.
No podía dejar de pensar en qué tendría que decir el ayuntamiento de aquellos santurrones, si realmente serían capaces de vivir del aire o aceptarían las limosnas de esa sociedad.
—«Riquezas, honra y vida son premio de la humildad y del temor del Señor» —contestó Hanishka en respuesta a la pregunta que él no había llegado a formular—. Pero, dime, ¿en qué puedo ayudarte Daniel?
—Hemos encontrado el símbolo de la Orden Dorada en la agenda de una joven que ha sido asesinada y nos gustaría saber si tienen alguna relación con ella.
—Como ya te he comentado, no formamos parte de esta sociedad y por eso no existe relación alguna entre nosotros y las criaturas que aún participan de ella. Como dice el Apocalipsis, solamente…
—Mientras estén domiciliados en esta sociedad, su obligación es colaborar con la policía facilitándole información —le interrumpió el comisario, que no tenía ni tiempo ni ganas de embarcarse en prolijas explicaciones.
—Pero si no lo estamos. El límite está en la puerta –señaló Hanishka en tono paciente—. Una vez dentro, estás fuera de la sociedad. Y…
—¿Quiere hacer el favor de contestar a mis preguntas? Voy con un poco de prisa.
—Porque tu nombre es Daniel, daré respuesta a lo que quiera que oprima tu pecho. No conocemos a ninguna mujer llamada Anna Kiehl.
—¿Cómo sabe cómo se llamaba? Yo no lo he mencionado.
Hanishka le observó con mirada astuta.
—Nosotros también tropezamos con algún que otro periódico. En el puerto los usan para envolvernos el pescado.
—Aja —replicó Trokic con las cejas enarcadas.
Fue a echar mano del tabaco, pero dejó el paquete en el bolsillo al percibir la severa mirada del hombre que ocupaba el otro lado de la mesa. No le impresionaba su aparente bondad. No eran pocos los crímenes cometidos con la Biblia en una mano, y pocos años atrás una mujer que pertenecía a una secta había muerto en el transcurso de una purificación masoquista. Ninguno de aquellos grupos veía con buenos ojos a los apóstatas. Y aquel lugar era frío e impersonal.
—¿Qué me dice de sus discípulos?
—Los miembros de la Orden Dorada no tenemos secretos entre nosotros y siempre estamos aquí.
—¿Podría preguntarles, de todos modos, la próxima vez que celebren sus oficios, reunión, oración o como quiera que lo llamen, por favor, si alguien la conocía o ha oído algo de ella?
—Naturalmente. Pero la respuesta será la misma.
Trokic se despidió de Hanishka y bajó por el senderillo plagado de malas hierbas que lo alejaba de la casa. Al detenerse a encender un pitillo, sintió un hormigueo en la nuca y la piel helada y se volvió de un brinco. Desde una de las ventanas del primer piso de aquella casa destartalada le observaban los dos ojos de una cabeza tonsurada. Tenía la cara gris y la mirada, vacía. Sus miradas se encontraron apenas unos segundos. Chupó el cigarrillo con fuerza. Ya no podía regresar, pero ahí dentro había un auténtico ejército de calvos que no habría sido capaz de distinguir unos de otros. De pronto, aquel personaje desapareció de la ventana.
Irene abrió la puerta casi antes de que llevara el dedo hasta el timbre. Se preguntó si le habría visto aparcar o le habría oído subir la escalera.
—¿El señor comisario?
—Tengo un par de preguntas que hacerle, será un momento.
—Dígame.
La compañera de clase de Anne Kiehl se apoyó en el marco de la puerta sin invitarle a pasar, con la cara muy afligida y el cabello enmarañado, como si acabara de levantarse de la cama.
Trokic se llevó la mano a la cabeza, en un gesto mecánico y recordó que debería ir a que le dieran un corte de pelo cualquier día. A medida que crecía, el remolino se iba tornando más y más ingobernable.
—Anoche me quedé trabajando hasta tarde —añadió en un tono que casi era una disculpa tras seguir la dirección de su mirada—. La tesina.
Procuró poner una cara que no delatase lo poco que le agradaba la joven que tenía delante. Empíricamente hablando, sabía que no era el mejor punto de partida a la hora de sacar información a los implicados. Se refirió brevemente a la Orden Dorada.
—Me gustaría saber si los conoce.
—Jamás había oído hablar de esa secta. No es el tipo de cosas de las que nos ocupábamos Anna y yo.
—¿Existe la posibilidad de que estuviese realizando investigaciones paralelas por cuenta propia?
—No creo, la verdad; me lo habría comentado. Por lo general, cuando algo le interesaba no paraba de darle a la lengua. Puede que conociera a alguien vinculado a ellos o que dibujara por casualidad un símbolo parecido al suyo, ¿no?
—Puede.
Lo rumió.
—¿Sabe de alguna relación entre un tal Christoffer Holm y Anna Kiehl?
—No.
—¿Tampoco si le digo que eran novios?
—No sabía que saliera con nadie.
—¿No? No lo entiendo. Eran muy amigas, ¿no? ¿O va a ser verdad eso de que ya no se llevaban tan bien?
Irene se encogió de hombros.
—¿Ha oído hablar de él?
—En mi vida.
—Es el autor del libro que dejó en casa de Anna el sábado por la noche.
—Ah, ¿sí?
Su rostro no revelaba el más mínimo interés.
—Hmm —dijo decepcionado por su falta de reacción—. En fin, disculpe las molestias.
—No importa.
Se quedó junto a la puerta hasta que ella la cerró, lamentando no haber sido capaz de formularle más preguntas, de penetrar más allá de la superficie. Necesitaba a alguien más que hubiese conocido a Anna Kiehl.
Llamó a la puerta de la mujer que había encontrado en el bosque cerca del lugar de los hechos. Isa Nielsen, se llamaba. Le abrió, se quedó contemplándole con cierto aire de asombro y finalmente sonrió.
—Trokic, ¿verdad? Pase.
El chándal del bosque había sido sustituido por unos vaqueros oscuros y una chaqueta beige de punto, y llevaba el cabello suelto y un poco de maquillaje. Se le veía parte de un hombro y una preciosa clavícula, pero el comisario y procuró no recrearse con el espectáculo más de la cuenta.
—Gracias. Siento presentarme aquí de esta manera. No son más que unas preguntas de rutina.
Ella le franqueó el paso.
—No se preocupe, no importa.
Echó un vistazo a su alrededor. La vivienda ocupaba la primera planta de un viejo edificio situado en la zona sur de la ciudad, recién reformado, pintado en tono azul antiguo y decorado con muebles también antiguos, estanterías repletas de libros desde el suelo hasta el techo y alfombras auténticas; un poco recargado para los gustos del comisario. Había un olor dulzón, una mezcla de perfume y algo más que no era capaz de situar, pero que no le convencía. Desde su esquina del salón, Europa levantó la cabeza y se puso a menear el rabo.
—No tengo clase hasta pasadas las doce, así que puede tomarse todo el tiempo del mundo.
Isa Nielsen le indicó el sofá con un gesto.
—Siéntese.
Sobre la mesa había dispuesto café y unas tazas. Mientras le servía, le habló por encima de su trabajo en el Departamento de Ciencias Políticas, donde fundamentalmente se dedicaba a enseñar sociología y a trabajar en distintos proyectos de investigación interdisciplinares.
—¿También de antropología?
—En ocasiones. A veces los departamentos tienen algunos intereses en común. Pero, sobre todo, trabajo con modelos sociológicos teóricos relacionados con cuestiones de politología.
Imaginó, a los estudiantes arrimándosele en las clases. Aunque no se podía decir que fuera guapa, tenía una mirada y una sonrisa muy vivaces y unos movimientos femeninos y sosegados.
—Entonces es posible que no sólo conociera a Anna Kiehl del grupo de entrenamiento, sino también de la universidad.
—Bueno, ahora es un sitio enorme con miles de estudiantes, investigadores y profesores dentro de cada materia, así que profesionalmente no la conocía.
—¿Y a título personal?
Isa Nielsen se mecía con las manos en el regazo.
—Sólo de forma muy superficial. Éramos ocho en el grupo y sólo nos veíamos una vez a la semana —se disculpó.
Le miraba a los ojos con una mirada que se dejaba sentir en lo más hondo del cuerpo.
—¿Le dice algo el nombre de Christoffer Holm?
La socióloga pareció reflexionar.
—Me resulta familiar. ¿Debería conocerle?
—Quizá. Es el autor de un libro llamado La zona química.
—Ah, sí —sonrió—. ¿Alto, rubio y guapo? ¿Trabaja en la universidad?
—Holm investigaba en el hospital psiquiátrico, pero por lo visto ha desaparecido.
—Salía con la otra estudiante de antropología del grupo, Irene, no recuerdo su apellido. Una chica pelirroja. Lo sé porque la trajo en coche a nuestro punto de encuentro del bosque un par de veces, aunque él no venía a correr.
Trokic enarcó las cejas y se incorporó un poco en el sofá.
—¿Está segura?
—Eso creo. Era amiga de Anna, ¿verdad? Al menos eso parecía. Pero hace ya tanto tiempo…
—Sí. Hábleme de ella. ¿Qué puede decirme?
—Nada más que lo que acabo de contarle. Parecía algo… no, en realidad es muy simpática. Lo cierto es que hablaba muy poco con ellas.
A Trokic no se le pasaron por alto aquellas palabras. La amiga había mentido, sí, mentido, sobre su relación con Christoffer Holm. Llamaba la atención. ¿Por qué? Algo había detrás de la desaparición del investigador, estaba convencido, y ahora tenía un nuevo ángulo desde el que aproximarse.
—¿Me disculpa un momento? Tengo que hacer una llamada.
Pasó a la sala contigua, en la que había una pequeña biblioteca.
Europa le siguió, bonachona, con sus pasitos cortos y se echó a sus pies. Llamó a Jasper.
—Ve a buscar a Irene —le ordenó sin más preámbulos—. Hace una hora me ha estado soltando toda una sarta de mentiras. Aquí hay algo que no termina de encajar. Iré para allá en cuanto pueda.
De modo que Christoffer Holm también estaba relacionado con Irene. La estantería que tenía delante estaba llena de libros desde el suelo hasta el techo. Se preguntó si Isa Nielsen podría aportar alguna observación desde un punto de vista profesional. Siendo socióloga, tenía que conocer a las personas. O quizá supiera cosas del bosque. No le importaría nada volver a hacerle una visita.
Colgó el teléfono y se lo volvió a guardar en el bolsillo de la cazadora, anotó unas palabras en su libreta y rascó a la perra con aire ausente. Al volverse descubrió que la socióloga había estado observándole desde la puerta que separaba las dos habitaciones.
Tenía los brazos cruzados.
—Es una buena perra —comentó.
Ella asintió; la expresión de sus ojos cambió de pronto.
—Además es lo único que tengo.
Trokic no sabía qué decir.
—Será mejor que me vaya.
—¿Han elaborado un perfil psicológico del asesino?
—No solemos recurrir a esas cosas muy a menudo.
Ella se encogió de hombros con una sonrisa. Era una verdad a medias. Esa misma mañana, Agersund se había reunido con el psicólogo que solía ayudarles, pero se podía hablar más de un diálogo —quizá incluso una polémica, en su opinión— que de un perfil propiamente dicho. No había oído más que algunas frases sueltas de Jacob al salir. Estaba convencido de que al final se demostraría que era un crimen cometido por alguien con las facultades mentales perturbadas. A su manera, sabía que aquello era una pérdida de tiempo, el suyo y el del psicólogo.
—Tengo que irme. Gracias por todo.
En ese mismo momento el móvil empezó a vibrarle en el bolsillo.
Era Jasper otra vez.
—Ya están los resultados del último análisis de ADN. Ahora al menos sabemos con certeza que Christoffer Holm era el padre del bebé que esperaba Anna.
Trokic deambulaba por su despacho con un lapicero entre los dientes. Sobre la mesa había dos trozos intactos de
smørrebrød
[2]
.
Las piezas del rompecabezas iban adoptando distintas posiciones en su mente mientras procuraba hacerse a los nuevos datos. Christoffer Holm había dejado embarazada a Anna Kiehl; su ADN se encontraba en el pelo que había aparecido junto a la laguna y en el hijo nonato de la víctima, pero el esperma hallado sobre su vientre era de otro. ¿De quién? Jasper se asomó por la puerta y estiró las piernas.
—He mandado a alguien a buscar a la amiga.
—¿Y dónde coño se han metido? —preguntó Trokic.
—No podemos ir más rápido, Daniel.
El comisario descolgó el teléfono y marcó el número de Lisa.
—Tienes el número de la hermana de Christoffer Holm; llámala y averigua si puede atendernos otra vez. Hay que conocer mejor al novio de Anna Kiehl, es posible que se nos haya pasado algo por alto.
Dio un paseo más por la oficina sin dejar de cavilar.
—No, mejor aún: ve a hablar con ella, ¡corre! Los demás nos ocuparemos de la amiga…
—Acabo de prometerle a Poulsen que le echaría un vistazo a un ordenador relacionado con un caso de estafa —contestó Lisa al otro lado. No se tarda demasiado, pero por lo visto les corre una prisa bárbara.
—¿Qué? Deben de haberse vuelto locos, que vaya a pedirle ayuda a otro. Bueno, pues manda a alguien a buscar a Elise Holm, es importante. ¿Alguna noticia de la charca?
—Dicen que todo va muy despacio. Como el fondo está muy suelto, no hay forma de ver en el agua y tienen que moverse por el tacto.
—Me pasaré a echar un vistazo esta tarde —contestó Trokic antes de colgar.
Era como si su cerebro continuase trabajando por su cuenta incluso cuando él pensaba en otras cosas. Hasta en sueños, los fragmentos le rondaban por la cabeza y componían nuevas formaciones, curvas y energías. Esta vez se trataba de detalles del apartamento de Anna Kiehl. Su amiga Irene aguardaba ya muy cerca de su despacho, lista para el interrogatorio. Tenía que ponerse en marcha lo antes posible.
—¿Puedo invitarte a comer?
Al levantar la vista del ordenador, Lisa se encontró con la tranquila mirada de Jacob. Andaban tan atareados que lo cierto es que había decidido saltarse el almuerzo, pero, por otra parte, tampoco era razonable pasar toda la tarde a base de barritas de Mars sólo porque todos encontraran de lo más natural mangonearla. De pronto recordó lo que había dicho Trokic la noche anterior. Jacob era su nuevo compañero.