Un puñado de centeno (17 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: Un puñado de centeno
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—No tienes la menor idea de lo revuelto que anda todo.

—No, es verdad. Tendrás que ponerme al corriente del negocio.

—Primero tendrás que comprender que durante los últimos seis meses papá no era el mismo de antes. Estuvo cometiendo las tonterías más grandes... Vendiendo buenos géneros, y adquiriendo materiales sin valor. Algunas veces arrojó el dinero a manos llenas. Se diría que sólo por el placer de gastarlo.

—En resumen —dijo Lance—, que para la familia ha sido un bien que encontrara taxina en su té.

—Esa es una fea manera de exponer las cosas, pero hay que reconocer que ello nos ha salvado de la bancarrota. Ahora tendremos que ser extremadamente prudentes algún tiempo.

Lance movió la cabeza:

—No estoy de acuerdo contigo. Las precauciones nunca conducen a nada. Hay que correr algunos riesgos. Ir en busca de algo grande.

—No estoy de acuerdo —replicó Percy—, Prudencia y economía. Esa es nuestra consigna.

—Pero no la mía —dijo Lance.

—Recuerda que tú eres el socio más joven —repuso Percival.

—Está bien. Está bien, pero tengo derecho a opinar.

Percival paseó de un lado a otro de la habitación muy agitado.

—No servirá de nada. Yo te aprecio mucho...

—¿De veras? —le atajó Lance, pero Percival pareció no haberle oído.

—... pero la verdad, no creo que nos llevemos bien estando juntos. Nuestros puntos de vista son totalmente opuestos.

—Eso puede ser una ventaja —hizo observar Lance.

—Lo único sensato —dijo Percival—, es disolver la sociedad.

—Quieres comprarme mi parte para que me marche... ¿es esa tu idea?

—Querido hermano, es lo único sensato que cabe hacer, puesto que nuestros pareceres son tan distintos.

—Si encuentras dificultad en pagar a Elaine su herencia, ¿cómo te las vas a arreglar para darme mi parte?

—Bueno, no me refería a liquidarla en efectivo —dijo Percival—. Podríamos... er... repartirnos los géneros.

—Quedándote tú lo mejor y dándome a mí lo peor y más difícil de vender, supongo.

—Eso parece ser lo que tú prefieres —dijo Percival.

Lance sonrió de pronto.

—En cierto modo tienes razón, Percy. Pero no puedo hacer enteramente mi gusto. Tengo a Pat.

Los dos hombres dirigieron sus ojos hacia ella. Pat abrió la boca volviéndola a cerrar sin decir nada. Fuera cual fuese el juego que Lance se traía entre manos, era mejor no intervenir. Estaba segura de que su esposo perseguía un fin especial, aunque ignoraba cuál era.

—Ves enumerándolas, Percy —dijo Lance, riendo—. Las minas de diamantes rubíes inaccesibles, concesiones de explotación de petróleo donde no lo hay. ¿Crees que soy tan tonto como parezco?

—Claro que algunas de estas pertenencias son altamente especulativas, pero recuerda que
pueden
llegar a tener un valor inmenso.

—Ya has cambiado de táctica, ¿verdad? —dijo Lance, riendo—. Vas a ofrecerme las últimas adquisiciones absurdas de papá, como la vieja mina del Mirlo y otras cosas por el estilo. A propósito, ¿te ha preguntado el inspector por esa mina del Mirlo?

Percival frunció el ceño.

—Sí. No puedo imaginar qué es lo que quería saber. No pude decirle mucho. Tú y yo éramos unos niños entonces Sólo recuerdo vagamente que papá fue allí y volvió diciendo que río valía nada.

—¿Qué era... una mina de oro?

—Creo que sí. Papá volvió bastante seguro de que allí no había oro. Y permíteme que te diga que no era un hombre capaz de equivocarse en eso.

—¿Quién le metió en aquel asunto? Un hombre llamado Mackenzie, ¿verdad?

—Sí. Ese Mackenzie murió allí.

—Mackenzie murió allí —repitió Lance, pensativo—. ¿No hubo una escena terrible? Creo recordar... La señora Mackenzie, ¿no era ella?, vino aquí. Gritando contra papá. Le llenó de maldiciones. Y le acusó, si no recuerdo mal, de haber asesinado a su esposo.

—No me acuerdo de nada —dijo Percival en tono de reproche.

—Pues yo sí —replicó Lance—. A pesar de que era bastante más pequeño que tú. Tal vez por eso me chocó más. Me pareció una escena muy dramática. ¿Dónde estaba esa mina del Mirlo? En el África occidental, ¿no es eso?

—Sí, creo que sí.

—Debo repasar esos papeles cualquier rato —dijo Lance—, cuando vaya al despacho.

—Puedes estar bien seguro de que papá no se equivocó. Si él volvió diciendo que no había oro, es que no lo había.

—Es probable que en eso tengas razón —le contestó Lance—. ¡Pobre señora Mackenzie! Me pregunto qué habrá sido de ella y de esos dos pequeños que trajo consigo. Es curioso... ahora ya deben ser mayores.

Capítulo XX

El inspector Neele se hallaba en la sala de visitas del sanatorio particular «Los Pinos», sentado ante una anciana de cabellos grises. Helen Mackenzie tenía sesenta y tres años, a pesar de que no los representaba. Sus ojos eran azules y de mirar ausente, y su barbilla desdibujada y débil. De vez en cuando fruncía el labio superior. Sobre su regazo había un gran libro que no dejaba de mirar mientras el inspector Neele la interrogaba. Neele conservaba en su mente los términos de su entrevista con el doctor Crosbie, director del establecimiento.

—Es una paciente voluntaria —le había dicho el médico—. Sin certificado.

—Entonces, ¿no es peligrosa?

—¡Oh, no! La mayor parte del tiempo se halla tan cuerda como usted o como yo. Y ahora está pasando una buena temporada, así que podrá usted sostener una conversación normal con ella.

Y con este recuerdo, el inspector Neele comenzó su interrogatorio.

—Ha sido muy amable al recibirme, señora —le dijo —Mi nombre es Neele. He venido a verla a causa del señor Fortescue, que ha fallecido recientemente. Rex Fortescue. Espero que recuerde ese nombre.

Los ojos de la señora Mackenzie seguían fijos en el libro, y contestó:

—No sé de quién me está hablando.

—Del señor Fortescue, señora. Rex Fortescue.

—No —replicó ella—. No. Desde luego que no.

El inspector Neele se quedó algo desconcertado. Se preguntaba si era aquello lo que el doctor Crosbie consideraba un estado normal.

—Creo, señora Mackenzie, que usted le conoció hace muchos años.

—No, la verdad —replicó la anciana—. Fue ayer.

—Ya —dijo el inspector, sin saber qué —pensar—. Creo que fue usted a visitarle hace muchos años, a su residencia de Villa del Tejo.

—Una casa muy ostentosa —comentó la señora Mackenzie.

—Sí, sí, tiene razón. Tengo entendido que tuvo negocios con su esposo de usted acerca de cierta mina de África. La mina del Mirlo, creo que se llamaba.

—Tengo que leer mi libro —dijo la señora Mackenzie—. No hay mucho tiempo y tengo que leer mi libro.

—Sí, señora, sí; lo comprendo perfectamente. —Hizo una pausa antes de continuar—. El señor Mackenzie y el señor Fortescue fueron juntos a África para inspeccionar la mina.

—Esa mina era de mi esposo —dijo la anciana—. Él la encontró y pidió la concesión. Quería dinero para poder explotarla. Y fue a ver a Rex Fortescue. Si yo hubiera sido más inteligente, si hubiera sabido más, no le hubiera dejado hacerlo.

—No, ya comprendo. Y entonces fue cuando marcharon juntos a África, y allí murió su esposo, víctima de la fiebre.

—Tengo que leer mi libro —repitió la señora Mackenzie.

—¿Usted cree que el señor Fortescue estafó a su esposo, Señora Mackenzie?

Sin alzar los ojos del libro, la anciana dijo:

—¡Qué estúpido es usted!

—Sí, sí... pero comprenda; ha pasado tanto tiempo que resulta bastante difícil hacer averiguaciones acerca de una cosa que terminó tantos años atrás.

—¿Quién dijo que ha terminado?

—Yo. ¿Usted no cree que haya terminado?


Ningún asunto está terminado hasta que termina bien
. Kipling lo dijo. Nadie lee a Kipling hoy en día, pero fue un gran hombre.

—¿Y usted cree que este asunto terminará bien uno de estos días?

—Rex Fortescue ha muerto, ¿no es cierto? Usted lo ha dicho.

—Fue envenenado —repuso Neele.

La señora Mackenzie echóse a reír.

—¡Qué tontería! —dijo—. Murió de la fiebre.

—Estoy hablando de Rex Fortescue.

—Y yo también. —Alzó de pronto la vista y sus ojos azules se encontraron con los del inspector—. Vamos —continuó—, murió en su cama, ¿no es cierto? ¿Murió en su cama?

—Murió en el Hospital de San Judas.

—Nadie sabe dónde murió mi esposo —dijo la señora Mackenzie—. Nadie sabe dónde murió ni dónde le enterraron... Lo único que se sabe es lo que
dijo
Rex Fortescue. ¡Y Rex Fortescue —era un mentiroso!

—¿Cree usted que pudo haber algún fraude?

—Fraude, fraude... Las gallinas ponen huevos, ¿no?

—¿Usted cree que Rex Fortescue fue responsable de la muerte de su esposo?

—Esta mañana tomé un huevo para desayunar —dijo la anciana—. Y también muy fresco. Es sorprendente, ¿no le parece? ¡Cuando uno piensa que han pasado cerca de treinta años!

Neele aspiró el aire con fuerza. A aquel paso no iba a llegar a ninguna parte, pero perseveró.

—Alguien puso unos mirlos muertos sobre el escritorio de Rex Fortescue un mes o dos antes de su muerte.

—Eso es interesante... muy, muy interesante.

—¿Tiene alguna idea de quién pudo hacerlo, señora?

—Las ideas no ayudan a nadie. Hay que actuar. Yo les eduqué para eso, ¿sabe?, para actuar.

—¿Se refiere a sus hijos?

—Sí. Donald y Rudy. Tenían nueve y siete años cuando se quedaron huérfanos. Yo se lo dije. Se lo he estado diciendo cada día. Se lo hice jurar cada noche.

El inspector Neele inclinóse hacia delante.

—¿Qué es lo que les hizo jurar?

—Que le matarían, naturalmente.

—Ya.

Y acto seguido el inspector preguntó, como si fuera lo más lógico del mundo:

—¿Y lo hicieron?

—Donald fue a Dunkerque. No regresó. Me enviaron un telegrama diciendo que había muerto. «Sentimos comunicarle que fue muerto en plena acción.» Acción, ya ve usted, en una acción equivocada.

—Lo siento, señora. ¿Y qué fue de su hija?

—No tengo ninguna hija —repuso la señora Mackenzie.

—Acaba de hablarme de ella ahora mismo —dijo Neele—. Su hija, Rudy.

—Rudy. Sí, Rudy —inclinóse hacia delante—. ¿Usted sabe lo que le he hecho a Rudy?

—No, señora. ¿Qué le ha hecho?

—Mire aquí en el libro —musitó de pronto.

Entonces vio que lo que tenía en su regazo era una Biblia. Era muy antigua y al abrirla por la primera página, Neele vio varios nombres escritos en ella. Era a todas luces una Biblia familiar, en la que se había seguido la antigua costumbre de inscribir a. cada recién nacido. La señora Mackenzie señaló con el índice los dos últimos nombres: «Donald Mackenzie» con la fecha de su nacimiento, y «Rudy Mackenzie» con la del suyo. Mas sobre este nombre habían trazado una gruesa línea.

—¿Lo ve? —dijo la anciana—. La borré del libro. ¡La borre para siempre! El Ángel del Registro no podrá encontrar aquí su nombre.

—¿Borró su nombre del libro? ¿Por qué, señora?

La señora Mackenzie le miró de hito en hito.

—Usted sabe por qué.

—¡Pero si no lo sé! De veras que no lo sé.

—No tenía fe. Usted sabe que perdió la fe.

—¿Dónde está su hija ahora, señora?

—Ya se lo he dicho. No tengo hija. Ya no existe Rudy Mackenzie.

—¿Quiere decir que ha muerto?

—¿Muerto? —La mujer echóse a reír—. Sería mucho mejor para ella haber muerto. Mucho mejor. Mucho, muchísimo mejor. —Suspiró removiéndose inquieta en su silla. Luego, recobrando sus modales corteses, agregó—: Lo siento mucho, pero me temo no poder seguir hablando con usted. Se está acortando el tiempo y
debo
leer mi libro.

La señora Mackenzie ya no contestó a las preguntas de Neele. Limitóse a hacer un ligero gesto de desagrado y continuó leyendo su Biblia resiguiendo cada línea con el dedo índice.

El inspector Neele dejó a la señora Mackenzie y volvió a entrevistarse con el director.

—¿Vienen a verla algunos parientes? —quiso saber—. ¿Una hija, por ejemplo?

—Creo que en tiempos de mi antecesor vino a verla una hija suya, pero su visita la agitó tanto que le aconsejamos que no volviera. Desde entonces siempre hemos tratado con sus abogados.

—¿Y no tiene idea de dónde puede encontrarse ahora Rudy Mackenzie?

—No. —El director movió la cabeza.

—¿No sabe si se ha casado, tal vez?

—No sé nada, todo lo que puedo hacer es darle la dirección de los abogados que se entienden con nosotros.

El inspector Neele ya había tratado con ellos. Y no fueron capaces, o por lo menos eso dijeron, de informarle. Les había sido confiada una cantidad por la señora Mackenzie, que ellos administraban. Estos arreglos fueron hechos años atrás y desde entonces no volvieron a ver a la señora Mackenzie.

El inspector procuró obtener la descripción de Rudy Mackenzie, pero los resultados no fueron muy alentadores, Iba tal número de personas a visitar a los pacientes que al cabo les era imposible recordar a una sin confundirla con otra. La matrona, que llevaba varios años en el sanatorio, creía recordar que la señorita Mackenzie era menuda y morena. La única enfermera que estuvo allí por aquel tiempo decía en cambio que era rubia y muy corpulenta.

—De modo que ahí tiene —decía Neele al informar al subcomisario—. Esto es una locura y todo concuerda.
Debe
significar algo.

El subcomisario asintió, pensativo.

—Los mirlos del pastel ligan con la mina del Mirlo; centeno en el bolsillo del muerto, pan y miel con el té de Adela Fortescue. Claro que eso no es concluyente. Al fin y al cabo, cualquiera puede tomar pan y miel con el té. El tercer crimen, esa chica estrangulada y con una pinza prendida en la nariz. Sí, una locura, pero desde luego no hay que pasarla por alto.

—Aguarde un minuto, señor —dijo el inspector Neele.

—¿Qué ocurre?

Neele tenía el entrecejo fruncido.

—¿Sabe? Lo que acaba de decir no suena bien. Hay un error. —Movió la cabeza, suspirando—. No. No doy con ello.

Capítulo XXI
1

Lance y Pat paseaban por los bien cuidados jardines que rodeaban Villa del Tejo.

—Espero que no te molestarás, Lance —musitó Pat—, si te digo que este es el jardín más horrible que he visto.

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