Un puñado de centeno (15 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: Un puñado de centeno
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—Sí, señor.

—Y averigüe todo lo que pueda acerca de los mirlos —le gritó por encima del hombro.

—¿Mirlos, señor? —repitió el sargento Hay completamente despistado.

—Eso es lo que dije... no mermelada... sino mirlos.

—Muy bien, señor —dijo el sargento Hay completamente desconcertado.

Capítulo XVII
1

El inspector Neele encontró en el señor Ansell el tipo de hombre que se deja intimidar fácilmente. Era abogado de una firma poco importante, y se mostró deseoso de ayudar a la Policía en cuanto le fuera posible.

Sí, confesó haber preparado el testamento de la finada señora Fortescue. Esta había ido a verle a su despacho unas cinco semanas atrás. A él le pareció aquello algo extraño, pero, desde luego, nada dijo. En el despacho de un abogado ocurren las cosas más sorprendentes, y desde luego el inspector comprendería que la discreción... etc... etc... El inspector asintió con un gesto. Ya había descubierto que el señor Ansell no se ocupó de ningún asunto legal por encargo de la señora Fortescue, ni de ningún miembro de la familia.

—Naturalmente —dijo el señor Ansell—, no quiso acudir a los abogados de su esposo.

Los hechos eran bien sencillos. Adela Fortescue había hecho testamento dejando todo cuanto poseía a Vivian Dubois.

—Pero me figuro —dijo el señor Ansell mirando a Neele interrogadoramente— que entonces no tenía gran cosa que dejar.

El inspector Neele asintió. Eso era bien cierto. Pero desde que Rex Fortescue había muerto dejándola heredera de cien mil libras... esas cien mil libras, descontando los derechos del Estado, pertenecían a Vivian Edward Dubois.

2

En el Golf Hotel, el inspector Neele encontró a Vivian Dubois muy nervioso aguardando su llegada. Dubois estaba a punto de marcharse cuando recibió por teléfono la orden de que no se moviese de allí. El inspector Neele le pidió disculpas por ello, pero tras sus palabras convencionales, su requerimiento había sido una orden. Vivian Dubois puso algunas dificultades, pero concluyó accediendo.

—Espero comprenda usted, inspector Neele, que me resulta muy molesto tener que quedarme. Tengo asuntos muy urgentes.

—Ignoraba que tuviera negocios aquí, señor Dubois —replicó el inspector Neele con su sagacidad habitual.

—Hoy en día nadie puede permanecer tan ocioso como quisiera.

—La muerte de la señora Fortescue debe haber sido un gran golpe para usted, señor Dubois. Eran ustedes grandes amigos, ¿no es cierto?

—Sí —repuso Dubois—. Era una mujer encantadora. Jugábamos al
golf
muy a menudo.

—Supongo que le achara mucho de menos.

—Sí, desde luego. —Dubois suspiró—. Ha sido terrible... terrible.

—Creo que le telefoneó usted la tarde de su muerte.

—¿Sí? No lo recuerdo, la verdad.

—Tengo entendido que a eso de las cuatro.

—Sí, creo que sí.

—¿No recuerda de qué hablaron, señor Dubois?

—De cosas sin importancia. Le preguntó cómo se encontraba y si se había averiguado algo sobre el fallecimiento de su esposo... más o menos, una llamada de cortesía.


Ya
—replicó el inspector—. ¿Y luego salió usted a dar un paseo?

—Er... sí... sí, creo que sí. No fui precisamente a pasear, sino a jugar un rato al
golf
.

—Me parece que no, señor Dubois —dijo el inspector con toda amabilidad—. Ese día precisamente no.. El portero del hotel le vio andando por la carretera en dirección a Villa del Tejo.

Los ojos de Dubois se encontraron con los suyos, y volvió a apartarlos muy nervioso.

—Siento no recordarlo, inspector.

—¿Tal vez fue a visitar a la señora Fortescue?

—No. No... no fui a verla —replicó Dubois, tajante—. Ni siquiera me acerqué a la casa.

—¿Dónde fue entonces?

—Oh... fui... por la carretera hasta las Tres Palomas y luego di un rodeo y volví por el
golf
.

—¿Está seguro de no haber ido a Villa del Tejo?

—Completamente seguro, inspector.

—Vamos, señor Dubois, es mucho mejor que sea franco con nosotros. Podía tener alguna razón inocente para ir allí.

—Le digo que aquel día no fui a ver a la señora Fortescue.

El inspector se puso en pie.

—Lo siento, señor Dubois —dijo con calma—. Creo que tendremos que llamarle a declarar, y hará usted bien en aconsejarse de un abogado; está en su pleno derecho.

El sano color desapareció del rostro del señor Dubois.

—Me está amenazando —le dijo—. Me está usted amenazando.

—No, no, nada de eso. —El inspector empleó un tono de sorpresa— No podemos hacer una cosa así. Muy al contrario. Le estoy indicando que tiene usted ciertos derechos.

—Yo no tengo nada que ver en esto. ¡Se lo aseguro!

—Vamos, señor Dubois. Usted estuvo en Villa del Tejo aquel día, a eso de las cuatro y media. Alguien que miraba por una ventana le vio.

—Sólo estuve en el jardín. No entré en la casa.

—¿No? —replicó el inspector—. ¿Está usted seguro? ¿No entrarla por la puerta lateral, subiendo la escalera para llegar a la salita de la señora Fortescue en el primer piso? Estuvo buscando algo, ¿verdad?, en el escritorio que hay allí...

—Supongo que las tiene
usted
—dijo Dubois de pronto—. Esa tonta de Adela las guardó... me juró que las quemaría. Pero no significa lo que usted supone.

—No negará usted, señor Dubois, que era un amigo muy
íntimo
de la señora Fortescue.

—No, claro que no. ¿Cómo voy a negarlo si usted tiene las cartas? Lo que digo es que no hay necesidad de buscarles un significado siniestro. No supondría ni por un momento que nosotros... que ella... hubiera pensado en librarse de Rex Fortescue. ¡Dios mío, yo no soy de
esa
clase de hombres!

—Pero tal vez ella fuese de esa clase de mujeres.

—¡Tonterías! —exclamó Vivian Dubois—. ¿Acaso no la asesinaron también?

—¡Oh, sí, sí!

—Pues es lógico imaginar que la misma persona que asesinó a su esposo la mató a ella.

—Puede ser. Desde luego. Pero existen otras soluciones Por ejemplo... y esto es una simple hipótesis, señor Dubois, es posible que la señora Fortescue se deshiciera de su esposo, y que después se convirtiera en un peligro para otra persona. Alguien que tal vez no la hubiera ayudado en su crimen, pero por lo menos la alentara y le... digamos proporcionase... el
motivo
. En ese caso podría ser un peligro para esa persona.

Dubois tartamudeó.

—Us... us... usted... no pue... puede inventar eso contra mí. No puede.

—Hizo testamento, ¿sabe? —le informó el inspector—. Le deja a usted todo su dinero... Todo cuanto poseía.

—No quiero ese dinero. Ni un solo penique.

—Claro que no es mucho, la verdad. Hay algunas joyas y pieles, pero me imagino que muy poco dinero en efectivo.

—Pero yo creí que su esposo...

Se detuvo en seco.

—¿De veras, señor Dubois? —dijo el inspector Neele, esta vez en tono duro—. Eso es muy interesante Me pregunto si conocía usted los términos del testamento de Rex Fortescue...

3

La segunda entrevista que tuvo el inspector Neele en el Golf Hotel fue con el señor Gerald Wright... un hombre delgado, inteligente y soberbio. El inspector pudo observar que su constitución no era muy distinta a la de Vivian Dubois...

—¿En qué puedo servirle, inspector Neele? —le preguntó.

—Pensé que tal vez pueda darnos alguna información, señor Wright.

—¿Información? ¿De veras? Es poco probable.

—Se trata de los recientes sucesos de Villa del Tejo. Naturalmente, ya debe usted haber oído algo.

El inspector hizo este último comentario con ironía.

—Oído no es la palabra adecuada —replicó Gerald—. Los periódicos no traen otra cosa. ¡Qué lectores tan sedientos de sangre tiene nuestra prensa! ¡Vaya unos tiempos estos! ¡Por un lado la fabricación de bombas atómicas, y por el otro nuestros periódicos complaciéndose en publicar crímenes brutales! Pero usted ha dicho que tenía que hacerme unas preguntas. La verdad, no imagino lo que pueda ser. No sé nada de este asunto. Me encontraba en la Isla de Man cuando Rex Fortescue fue asesinado.

—Llegó usted aquí poco después, ¿no es cierto, señor Wright? Creo que recibió un telegrama de la señorita Elaine Fortescue.

—Nuestra policía lo sabe todo, ¿verdad? Sí, Elaine me avisó, y naturalmente, vine en seguida.

—Tengo entendido que van ustedes a casarse pronto.

—Es cierto, inspector Neele. Espero que no tendrá usted inconveniente en ello.

—Eso es cosa de la señorita Fortescue exclusivamente. Creo que su compromiso data de algún tiempo atrás. Unos seis o siete meses... ¿verdad?

—Exacto.

—Usted y la señorita Fortescue se prometieron para casarse. El señor Fortescue rehusó dar su consentimiento, comunicándole que si su hija se casaba contra su voluntad no le dejaría ni un céntimo. Por lo cual, según tengo entendido, usted rompió el compromiso y se marchó.

Gerald sonrió.

—Es un modo muy crudo de exponer las cosas, inspector Neele. La verdad es que fui víctima de mis opiniones políticas. Rex Fortescue pertenecía al peor tipo de capitalista. Naturalmente, no iba a sacrificar por dinero mis ideales políticos y convicciones.

—Pero ahora no tiene inconveniente en casarse con una mujer que acaba de heredar cincuenta n»l libras. Gerald amplió su sonrisa.

—En absoluto, inspector Neele. Ese dinero podré emplearlo en beneficio de la comunidad. Pero me figuro que no habrá venido aquí para discutir mi posición económica... o mis ideas políticas.

—No, señor Wright. Quería hablarle de una simple cuestión. Como usted ya sabe, la señora Adela Fortescue murió la tarde del cinco de noviembre de resultas de haber ingerido cianuro potásico, y puesto que aquella tarde usted se encontraba en las cercanías de Villa del Tejo, creí posible que hubiera visto u oído algo que nos ayudara a aclarar este caso.

—Y ¿qué es lo que le hace creer que yo estuve en las cercanías, como usted dice, de Villa del Tejo aquella tarde precisamente?

—Usted salió del hotel a las cuatro y cuarto, señor Wright, y anduvo por la carretera en dirección a Villa del Tejo. Era natural suponer que era allí a donde se dirigía.

—Lo pensé —dijo Gerald Wright—, pero luego me di cuenta de que no tenía motivo para ir allí. Ya había quedado citado con la señorita Fortescue... Elaine... a las seis en el hotel. Fui a dar un paseo por un camino que parte de la carretera principal y regresé al Golf Hotel antes de las seis. Elaine no acudió a la cita. Lo cual es muy natural, dadas las circunstancias.

—¿Vio a alguien durante su paseo, señor Wright?

—Creo que pasaron varios coches por la carretera. No vi a nadie, si es eso lo que le interesa saber. El camino estaba demasiado enlodado y era muy malo para los automóviles.

—De modo que desde las cuatro y cuarto, hora en que usted salió del hotel, hasta las seis, en que regresó, sólo tengo su palabra para saber en dónde estuvo.

Gerald Wright continuó sonriendo con aire de superioridad.

Muy molesto para los dos, inspector, pero así es.

—Entonces, si alguien dijera que se asomó a una ventana y le vio en el jardín de Villa del Tejo a eso de las cuatro treinta y cinco... —Hizo una pausa dejando la frase incompleta.

—Apenas se veía ya —dijo Gerald alzando las cejas—. Creo que sería muy difícil poder asegurarlo.

—¿Conoce usted al señor Vivian Dubois, que también se hospeda en este hotel?

—Dubois... ¿Dubois? No, no creo. ¿Es ese joven moreno que tiene tan buen gusto para los zapatos?

—Sí. También salió a dar un paseo aquella tarde, y también abandonó el hotel pasando ante Villa del Tejo. ¿No se lo encontró por casualidad en la carretera?

—No, no. No puedo decir que le haya visto.

Gerald Wright, por primera vez, pareció algo preocupado.

—La verdad, no era una tarde muy a propósito para paseos —dijo el inspector—, sobre todo después de oscurecer y por un camino convertido en un barrizal. Es curioso lo animados que estaban todos.

4

Cuando el inspector Neele regresó a la rasa fue recibido por el sargento Hay con aire de satisfacción.

—He averiguado lo de los mirlos, señor —le dijo.

—¿Ah, sí? ¿De veras?

—Sí, señor. Estaban en un pastel. Un pastel frío que dejaron para la cena del domingo. Alguien fue a buscarlo a la despensa o donde estuviera, le quitaron la corteza y luego sacaron el relleno, carne picada y jamón, ¿y qué dirá usted que pusieron en cambio? Unos mirlos hediondos que cogieron del cobertizo del jardinero. Una broma bastante desagradable, ¿no cree?


¿No era un plato delicioso para el rey desayunar?
—recitó el inspector Neele.

Y dejó al sargento Hay de una pieza.

Capítulo XVIII
1

—Aguarda un momento —dijo la señorita Ramsbatton—. Este solitario me va a salir.

Trasladó un rey seguido de su acompañamiento a un espacio libre; puso un siete rojo sobre un ocho negro, agregó el cuatro, cinco y seis de trébol en la columna correspondiente; hizo algunas otras rápidas modificaciones, y al fin se echó hacia atrás con un suspiro de satisfacción.

—Es el Doble Jota —dijo—. No suele salir a menudo.

Y tras contemplarlo con orgullo alzó los ojos hasta la joven que se hallaba de pie junto a la chimenea.

—¿De modo que tú eres la esposa de Lance? —le dijo.

Pat, que había recibido aviso de acudir a las habitaciones de la señorita Ramsbatton, asintió con un movimiento de cabeza:

—Sí.

—Eres alta —dijo la anciana—, y pareces sana.

—Tengo muy buena salud.

—La mujer de Percival está muy fofa —replicó la señorita Ramsbatton—. Come demasiados dulces y no hace suficiente ejercicio. Bueno, siéntate, pequeña; siéntate. ¿Dónde conociste a mi sobrino?

—Le conocí en Kenya cuando estuve allí pasando una temporada con unos amigos.

—Tengo entendido que ya estuviste casada.

—Sí, dos veces.

La señorita Ramsbatton hizo un gesto de asombro.

—Divorcio, supongo.

—No —repuso Pat con voz un tanto insegura—. Murieron... los dos. Mi primer marido era piloto de guerra. Le mataron durante la conflagración.

—¿Y el segundo? Deja que piense... alguien me lo explicó... Sé pegó un tiro, ¿no es cierto?

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