Un secreto bien guardado (21 page)

Read Un secreto bien guardado Online

Authors: Maureen Lee

Tags: #Relato, #Saga

BOOK: Un secreto bien guardado
12.45Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Vamos, chicos. —Los empujó hacia fuera y cerró la puerta. Unos minutos más tarde, el tren llegó a la estación. Cuando se detuvo, oyó el sonido del teléfono en la taquilla, pero no había tiempo para contestar. Podía ser alguien que preguntara en qué estaba metido Peter, o el señor Cookson que quería saber a qué hora era el próximo tren a Londres, o podía ser Barney Si era Barney, la volvería a llamar a casa por la noche. En ese momento no le importaban los demás.

Harry Patterson no se sentía inclinado a mezclarse con sus compañeros. No es que fuera un esnob, pero tenían poco en común con él y no sabía de qué hablar aparte del mal tiempo que hacía. Dejaron de invitarlo a tomar copas con ellos, porque siempre decía que no, convencido de que su constitución no lo aguantaría; parecían capaces de beber hasta quedar inconscientes y despertar a la mañana siguiente en plena forma.

Pero había hecho un amigo, un buen amigo. Jack Wilkinson tenía veinticinco años, dos más que él. Tenían poco en común; de hecho, Jack lo hacía sentir como un completo ignorante. Había abandonado la escuela a los trece años y era autodidacta, había luchado en el bando republicano en la Guerra Civil española y había leído
El origen de las especies
de Darwin,
Das Kapital
de Marx,
Mein Kampf
de Hitler y muchos otros libros importantes.

Harry decía haber empezado algunos libros, pero nunca encontraba tiempo para acabarlos. Sus autores favoritos eran Raymond Chandler y Dashiell Hammett, ambos escritores de novelas policíacas.

Jack era un saco de huesos. Su rostro alargado, delgado y con arrugas lo hacía parecer mucho mayor de lo que era, y costaba creer que hubiera tomado una buena comida en toda su vida. Estaba cada vez más delgado. Aun así, las mujeres lo encontraban sumamente atractivo, mientras que Harry, que tenía una envidiable cabellera castaña y era discretamente guapo, rara vez recibía una segunda mirada de la mayoría de las mujeres.

El día de Navidad los dos amigos comieron juntos en la cantina y hablaron de la evolución de la guerra hasta ese momento. Harry pensaba que Hitler abandonaría cuando se diera cuenta de lo que los británicos le tenían preparado, pero Jack se limitó a sonreír y dijo que eso no era probable.

—Todavía no hemos visto de lo que es capaz el Ejército alemán. Se necesita algo más que lo que este país tiene que ofrecer para disuadir a un tipo como Hitler —afirmó lúgubremente—. ¿Te apetecería ir a tomar una copa esta noche, amigo?

—Bueno... la verdad, Jack —repuso Harry, un tanto incómodo—, apunté mi nombre en la lista para ir a ese baile en Keighley. Una amiga de mi cuñada está destinada allí, en el ATS. Pensé que sería agradable verla.

—Es una idea excelente —exclamó Jack con entusiasmo—. Soy el terror del tango. ¿Te importa que vaya contigo?

—En absoluto. —Harry pensaba que a Jack sólo le interesaban los temas intelectuales. En su vida lo habría imaginado bailando tango.

El baile se celebraba en la cantina. No era una sala muy grande y ya estaba llena cuando llegaron los soldados de Leeds. De las paredes colgaban guirnaldas de papel rojas y verdes, y había un árbol de Navidad en un rincón. Harry ya estaba cansado después de ir de pie en un camión expuesto a las corrientes de aire y vapuleado durante lo que le parecieron horas. Jack le pidió a una mujer vestida de civil que bailara con él y la condujo hasta la pista de baile con un aparatoso floreo. La banda estaba tocando
T
ú
, la noche y la m
ú
sica.

Harry recorrió la sala dos veces en busca de Cathy, pero no había señales de ella. Salió de la cantina y se preguntó adonde ir. Nunca se acostumbraría al apagón; había algo francamente espeluznante en esas muchedumbres invisibles que caminaban sin ser vistas, aunque se podían oír sus voces y fragmentos de sus conversaciones.

Quizá Cathy estuviera aún trabajando en la oficina de finanzas. Parecía poco probable, pero era el único sitio donde buscar. Le preguntó a la siguiente persona sin rostro que se acercó cómo podía llegar a esa oficina.

—Segunda a la derecha, primera a la izquierda —le dijeron.

Sonaba fácil, «segunda a la derecha, primera a la izquierda», pero aunque el corto viaje era fácil, porque habían limpiado los senderos y la nieve estaba amontonada sobre lo que supuso que eran bordes de hierba, pasaron sus buenos quince minutos antes de que Harry encontrara el edificio de madera habilitado como oficina de finanzas. Como cualquier otro edificio del campamento, estaba completamente a oscuras, pero pudo oír voces, risas y música en el interior. Después de una breve búsqueda, encontró la puerta y llamó con fuerza.

La puerta se abrió unos centímetros y una voz masculina dijo:

—Lo siento, amigo, pero esto es una fiesta privada.

La puerta se cerró y Harry la aporreó.

—¡Estoy buscando a Cathy Burns! —gritó.

Se escuchó un ruido de arrastre dentro y de nuevo la puerta se entreabrió.

—¡Harry! —silbó otra voz, femenina esta vez—. ¡Harry Patterson!

Una mano lo agarró y lo arrastró dentro de una habitación tenuemente iluminada, donde se habían arrimado los escritorios a la pared y tres parejas bailaban al son de
Hierba susurrante.
La música salía de una radio portátil que había encima de uno de los escritorios. Unos brazos le rodearon el cuello y alguien lo besó en la mejilla.

—¡Cómo me alegro de verte, Harry! —exclamó Cathy Burns.

Su aspecto era muy diferente del que tenía en el muelle de Southport. ¿Podían haber pasado sólo ocho meses? Era más adulta, mucho más adulta. ¿Era posible que hubiera crecido? Le había gustado, pero parecía una cosita insignificante, oculta totalmente por la sombra de su hermosa amiga, igual que Harry había vivido a la sombra de su encantador hermano. Ahora los dos eran soldados del Ejército, y Amy y Barney no estaban a la vista.

—Hay refrescos en la otra habitación, aunque no queda mucho —dijo Cathy. Llevaba una bonita blusa color crema y una falda de
tweed.
Harry deseó no llevar el uniforme—. Lo suficiente para llenar un hueco. —Lo cogió de la mano y entraron en otro despacho, donde ella le dio un plato de papel. Harry se sirvió un rollito de salchicha, un sándwich de sardina y una tartaleta de mermelada.

—¿Quieres vino? —preguntó Cathy—. Sólo pudimos conseguir tinto.

—Estupendo —farfulló Harry, con el sándwich de sardina en la boca. Todo aquello era muy civilizado, muy distinto a cómo había sido su vida desde que se había incorporado al Ejército. Tenía el presentimiento de que lo iba a pasar bien.

Cathy le presentó a los asistentes; había unas veinte personas.

—¡Este es Harry! —gritó—. Nos conocimos en Liverpool. No me molestaré en decirle vuestros nombres. No los recordaría nunca.

Las mujeres eran muy desenvueltas, sacaban a bailar a los hombres, charlaban con ellos sin asomo de coqueteo. Hablaban de la guerra, de su trabajo, de política. Nadie habló del espantoso tiempo que hacía. Llevaba allí cerca de una hora, cuando apagaron la radio y un joven cuya voz sonaba parecida a la de Bing Crosby, cantó
Two Sleepy People, We'll Meet Again
y
There's a Boy Corning Home on Leave.

Harry nunca olvidaría a ese chico. No aparentaba más de dieciséis años, pero había algo en su cara lozana y en su maravillosa voz que parecía expresar todo el horror y la emoción de la guerra: la sensación de pérdida, la indefensión cuando todo iba mal, y la alegría cuando las cosas salían bien.

A las once y media, la hora de marcharse, Harry se sentía muy cercano a todos, en especial a Cathy. Habían bailado juntos varias veces. Ella le había rodeado el cuello con los brazos y había apoyado su cabeza en su hombro mientras sus manos se extendían protectoras sobre la espalda de ella.

—No quiero irme —susurró.

—Me gustaría que pudieras quedarte —susurró ella a su vez—. Quizá puedas venir a vernos otro día.

—Lo haré si puedo. —No sabía si había un transporte regular hasta el campamento. Si no, buscaría el modo de que alguien lo acercara—. Nos van a mandar a Francia en cualquier momento.

—Te echaré de menos —soltó una risa ronca—. Es broma; sólo nos habíamos visto una vez antes.

—Debería haberme puesto en contacto contigo hace mucho tiempo.

—Siempre deseé que lo hicieras.

Harry recogió su capote.

—Me tengo que ir.

Cathy lo acompañó hasta donde estaba aparcado el camión, frente a la cantina.

—Feliz Navidad —dijo, besándolo.

—Y feliz Año Nuevo. —Él le devolvió el beso. Ambos fueron casi empujados por un grupo de soldados bastante borrachos que se dirigían al camión.

—Adiós, Harry. —Le apretó la mano unos segundos antes de soltarla.

—Adiós, Cathy. —Harry hubiera deseado que fuera de día para poder verla bien. Deseaba no estar destinado tan lejos. Deseaba que no hubiera guerra.

Pero querer no es poder, pensó tristemente.

Se enteró de que el camión iba a llevar a los hombres a Keighley a otro baile el día de Nochevieja, así que apuntó su nombre y le escribió a Cathy para que lo esperara. Jack se había divertido mucho y también se apuntó. Pero el miércoles, cuatro días antes de Nochevieja, se les ordenó a los hombres que reunieran sus petates y estuvieran listos para partir a Francia al día siguiente.

En Nochevieja, Harry y Jack estaban sentados en un café francés en medio de ninguna parte con una jarra de vino entre los dos. El local estaba lleno de soldados británicos, y no había una sola mujer. O los franceses habían puesto a sus mujeres a salvo del Ejército, o les estaba prohibido entrar en los bares.

En cualquier caso, estaba bien, pensó Harry remilgadamente. No le hubiera gustado que una pariente suya se mezclara con aquella multitud vocinglera. Eran como animales, ahítos de vino barato. Se lo comentó a Jack.

—Oh, están bien —dijo Jack tranquilamente—. Sólo hace falta que alguien grite: «¡Bebamos por el rey y por el país!», y se pondrán todos de pie al instante, completamente sobrios. Ahora mismo sólo están desahogándose. —Miró a Harry intencionadamente—. No te vendría mal desahogarte un poco, amigo. Estás tan tenso como el prepucio de un gurka.

—Debe de ser la forma en que me educaron —rio Harry, tomándoselo a broma, aunque Jack seguramente tenía razón. Los hombres empezaron a cantar
La Marsellesa.
Detrás de la barra, los camareros estaban firmes, sin duda molestos por una interpretación tan basta de su himno nacional.

Harry se sentía profundamente deprimido. Nunca sería capaz de dejarse llevar como sus compañeros. Pensó con tristeza que no servía para nada. Lo que sentía por Cathy no tenía nada que ver con lo que su hermano sentía por Amy. Sería un amante muy soso. Por el bien de Cathy, no continuaría con la correspondencia que había iniciado en Inglaterra. Le había escrito una especie de carta de amor, sólo una. Era muy poco ardiente, nada espontánea. Había tenido que repetirla cuatro veces antes de que le saliera bien; bueno, más o menos bien.

Más tarde, cuando estaba tumbado en el suelo de la iglesia que el Ejército había ocupado para alojamiento de los hombres de graduaciones más bajas, escuchando a los soldados revolverse, roncar y gruñir y todos los demás ruidos que hacían los hombres al dormir, Harry tuvo el presentimiento de que las pocas horas que había pasado en Keighley con Cathy Burns podían muy bien ser el momento más excitante de su vida; que nunca volvería a pasarlo tan bien.

La nieve se derritió, como se sabía que ocurriría. La hierba que había debajo resultó ser muy verde y vivida, y el suelo de un rico color marrón chocolate. Las calles parecían fregadas con espuma de jabón.

Aparecieron los
galanthus
y más tarde las campánulas a orillas de la estación de Pond Wood. William Maxwell había traído bulbos de tulipanes y narcisos y los había plantado en los maceteros de madera que Amy descubrió sorprendida atados a las ventanas de las salas de espera, sepultados bajo la nieve durante todo ese tiempo. Era como si un mago hubiera agitado su varita y hubiera transformado la estación —todo el país— en un lugar sorprendentemente vibrante donde habría sido maravilloso vivir si no fuera por la guerra.

La visión de todo lo que cobraba vida a su alrededor le recordó a Amy el bebé que había perdido. Si no hubiera tenido el aborto, su hijo estaría a punto de nacer. Para entonces ya habría comprado la cuna y todo lo que necesita un niño pequeño, y mamá le habría tejido montones de ropa. Se habría mudado y viviría en un lugar más adecuado para una madre con su hijo, y nunca habría oído hablar de Pond Wood y de su estación.

Fregó y sacó brillo a las salas de espera, puso jarrones de flores sobre las repisas de las chimeneas y no le dijo a nadie lo desgraciada que se sentía. Se sintió diez veces peor cuando Barney llamó una noche, muy tarde, mucho después de haberse ido a la cama, para decirle que lo iban a mandar a Francia.

—Nunca se sabe, puede que me encuentre con Harry —suspiró.

—Pero no nos hemos visto desde hace años —protestó Amy. Estaba sentada en camisón en el asiento acolchado del teléfono y haciendo todo lo posible para contener las lágrimas. La última vez que lo había visto había sido a través de la ventana; una figura oscura caminando por la calle iluminada por la luz de la luna hasta desvanecerse en las sombras. ¿Y si no lo volvía a ver? ¿Y si se habían besado por última vez?

—Lo sé, cariño —dijo él enfadado.

—Cuídate, Barney. —Casi deseaba que no hubiera teléfonos. Oír su voz sabiendo que estaba a kilómetros de distancia y que no podía verlo ni tocarlo tenía algo de cruel. Lo único que podía hacer era recordar el modo en que sus ojos castaños la habían mirado y sentir sus labios contra los suyos.

No pudieron ni despedirse porque la línea se cortó de pronto. Él le había advertido de que no tenía mucho cambio, pero aun así fue un
shock
para ella. Gritó: «¡Barney, Barney!» varias veces, pero no le sirvió de nada.

En abril, Hitler invadió Noruega y Dinamarca. Un mes más tarde, sus ejércitos marcharon sobre Holanda y Bélgica de camino hacia Francia. Al mismo tiempo, Neville Chamberlain, el primer ministro inglés, perdió el voto de confianza de su Gobierno y fue sustituido por Winston Churchill.

Hasta que Barney no se hubo ido, Amy no se molestaba en leer los periódicos, pero ahora compraba el
Daily Express
en la estación de Exchange todos los días y lo leía en el tren a Pond Wood. Por la noche, cuando se disponía a acostarse, ponía la radio para oír las noticias de las nueve. Hasta entonces, sólo la ponía para oír música.

Other books

La sonrisa etrusca by José Luis Sampedro
True Sisters by Sandra Dallas
John MacNab by John Buchan
The Fire by Robert White
The Business by Martina Cole
The Accidental Exorcist by Joshua Graham
Cycle of Nemesis by Kenneth Bulmer
Kill Shot by Vince Flynn
The Wrong Stuff by Sharon Fiffer