Un secreto bien guardado (24 page)

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Authors: Maureen Lee

Tags: #Relato, #Saga

BOOK: Un secreto bien guardado
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Comenté que, desde el lunes, Gary vivía rodeado del resplandor provocado por la fantástica exhibición de su padre con el balón.

—Lo han invitado a dos fiestas. ¿Te lo ha dicho?

—Sí. —Parecía preocupado—. ¿Qué se supone que debo hacer? Comprar regalos, obviamente, pero ¿debería llevar también pasteles y esas cosas? —Puso cara de horror—. No esperarán que me quede y ayude con los juegos, ¿verdad?

Le aseguré que un regalo era suficiente y que no era necesario que se quedase. Le pregunté cuándo era el cumpleaños de Gary, y él contestó que el seis de enero.

—Quién sabe dónde estaremos entonces. —Se quedó mirando su plato, como si el futuro estuviera escrito ahí—. No estoy muy seguro de querer volver a la policía. Es un buen trabajo, el sueldo está bien, pero el horario es horrible si eres un padre solo. Sigo pensando en marcharme al extranjero, pero de momento no ha salido nada que me convenga. Tengo puestas mis esperanzas en Canadá.

—Gary dijo que habías ido a ver una casa en Manchester.

Arrugó la nariz.

—No sé en qué estaba pensando. Había visto un anuncio de un trabajo, pero el sueldo era ridículo. Se me hizo la luz cuando iba en el tren, y volví derecho a casa. El problema es que no sé qué quiero hacer con mi vida... y la de Gary.

Estábamos en los postres. Dije que no podía comer más, y Rob se declaró lleno. Pidió café y, en cuanto llegó, me miró expectante. Le conté obediente la historia de mi vida.

Cuando acabé, parecía tan asombrado que pasó un rato antes de que pudiera hablar. Cuando lo hizo, fue para admitir que no sabía qué decir.

—Aparte de que estoy pasmado. Me he quedado como un estafermo, que diría mi madre.

—He traído una foto. —Saqué de mi bolso una fotografía—. Son mis padres el día de su boda. Los periódicos la usaron durante el proceso. —Fueron derechos del Registro al fotógrafo. Estaban de pie, rígidos, cogidos del brazo; la amplia sonrisa contrastaba extrañamente con su postura tan formal.

—¡Caray! —exclamó Rob—. Parecen felices.

—¿Verdad? Mi madre tenía sólo dieciocho años y mi padre veintiuno. Se casaron sin decírselo a nadie.

—Parecen una pareja de Hollywood. Ya veo a quién has salido; eres clavada a tu padre.

—Todo el mundo me dice lo mismo —suspiré. Preferiría parecerme a mi madre—. ¿Tienes una foto de Jenny?

Él sacó una cartera y me enseñó una pequeña fotografía.

—La tomé el día antes de que se ahogara. Estábamos en una playa cerca de Barcelona. Pensaron que fue un calambre.

La foto mostraba a una chica bonita, de pelo castaño, que llevaba una diadema dorada, un top rojo sin mangas atado al cuello y pantalones cortos blancos. A diferencia de mi foto, esta era en color. Estaba arrodillada en la arena con Gary, que tenía dos años, apoyado contra ella. Recordé que él había dicho que su mamá tenía los ojos verdes, pero eso no se apreciaba en la foto. La mujer sonreía a la cámara —supuestamente a Rob, su marido— y parecía no tener ninguna preocupación en ese momento.

—Parece feliz también —observé.

—El mundo sería un lugar terrible si supiéramos lo que nos espera —dijo Rob—. Afortunadamente, Jenny no sabía que veinticuatro horas después de que se hiciera esta foto estaría muerta.

—Y mis padres no sabían que, un día, uno asesinaría al otro.

La noche que salí con Rob no es que fuera divertidísima, pero tampoco fue desagradable. Supongo que la palabra adecuada sería «catártica». Era la primera vez en mi vida que le hablaba a otra persona de la tragedia de mis padres, y después me sentí mejor. No creo que hubiera podido confiarme a una persona más comprensiva, y eso ayudó mucho.

Habíamos ido a Liverpool cada uno en su coche y habíamos acordado dejarlos en el aparcamiento de St John's Market, aunque estaban en diferentes plantas. Rob me acompañó a la plaza donde estaba aparcado mi coche. Cuando llegamos, me estrechó la mano y me dijo que lo había pasado muy bien. No estaba segura de si alegrarme o entristecerme porque no me hubiera besado, pero entonces me atrajo hacia él y me besó en la mejilla. Seguía sin saber cómo me sentía. ¿Lo sabría alguna vez?

Me contó que iba a llevar a Gary a Southport al día siguiente y me preguntó si me apetecía ir con ellos.

—Supongo que no te apetecerá —añadió rápidamente—. Después de todo, te pasas el día aguantando a niños. Los fines de semana no querrás ni verlos.

—Me gusta mucho Gary —repuse—. Me encantaría veros a los dos mañana.

—Bien. —Pareció complacido—. ¿Te recojo hacia la una? Hubiera preferido ir más temprano, pero le prometí a Bess que le echaría una mano en el jardín después de misa.

—Espero que no vayas a cortar árboles, ni nada parecido —afirmé—. Es el jardín más bonito que conozco.

—No, pero hay que arrancar malas hierbas; los vecinos de la casa de al lado se han quejado de que salen a través de la valla.

—Entonces está bien. Te anotaré mi dirección. —Tenía una carta de Trish en el bolso (odiaba Londres y deseaba volver a Liverpool). Le di el sobre a Rob.

—Te veo mañana —dijo, cogiéndolo.

Yo también tenía algo que hacer después de misa. La compra del piso de Hilda Dooley avanzaba a pasos agigantados. Pertenecía a una anciana, la señora Edmunds, que se había ido a vivir con su hija, y como Hilda no tenía que vender ninguna propiedad y ya le habían concedido la hipoteca, no había nada que retrasara el procedimiento.

La señora Edmunds incluso le había entregado una llave, y Hilda me invitó a echar un vistazo al piso.

—Puedo quedarme con los muebles que quiera —me contó Hilda mientras me lo enseñaba—, y ya le he dicho que me los quedaré todos. Van muy bien con el piso, mucho mejor que los muebles modernos. Todo es exactamente como lo quería.

Clifford Thompson y la señora Dooley ya estaban allí. Poseer casi una casa y tener novio eran cosas que le habían hecho muchísimo bien a Hilda. Todos en la escuela comentaban el buen aspecto que tenía. De algún modo, su escaso pelo parecía más abundante e incluso sus dientes de caballo parecían sobresalir menos.

La señora Dooley llevaba un vestido negro ceñido y medias de encaje negro, que la hacían parecer un carnero vestido de cordero.

Me maravillé de lo bien que se llevaban Hilda y Clifford. Estaba bastante segura de que ya se habían acostado juntos: había intimidad entre ellos, se tocaban mucho las manos e intercambiaban miraditas cómplices. Parecía que se conocían de toda la vida.

El piso era precioso, Victoriano tanto por dentro como por fuera. Me encantaron la chimenea alicatada que había en la sala, de extraña forma, no era cuadrada del todo, y el baño de aire vetusto con su ventana de arco. Normalmente no me gustaban los muebles antiguos —solían ser demasiado grandes y pesados—, pero el piso de arriba de la vieja casa tenía techos bajos y escaleras estrechas y sólo podía contener muebles que yo describiría como
bijou.
La cocinita necesitaba una reforma integral, pero Hilda la iba a dejar así hasta que ahorrara lo suficiente.

Era evidente que disfrutaba de su papel de anfitriona y futura propietaria de uno de los pisos mejor situados de Liverpool. Desde la ventana del salón se podía ver el río Mersey, rielando a menos de un kilómetro.

Pronto entendí por qué Hilda había invitado a su madre. Lo hacía para compensar todos aquellos años que su madre la había hecho sentir pequeña. Ahora ella era la que estaba por encima, la que tenía un novio guapo y una casa preciosa. No me sorprendería nada que Hilda y Clifford anunciaran pronto su boda. Perversamente, no podía evitar sentirlo por la señora Dooley. Estaba patética con su ropa
sexy,
y no abrió la boca ni una vez.

Cuando volví a casa, les dije a Charles y a Marion que alguien iba a venir a buscarme y que íbamos a ir a Southport.

—Es el padre de uno de mis alumnos. Vendrá su hijo con nosotros —expliqué.

Charles arqueó una ceja.

—¿Y qué pasa con la mujer del padre del niño?

—Ha muerto.

—¿Cuántos años tiene él? Suena a viejo.

—Tiene veintiocho —dije—. Sólo tres años más que yo.

—¿Te gusta?

—¿Crees que iría a Southport con alguien que no me gustase?

—Supongo que no —admitió Charles—. ¿Puedo estar haciendo algo fuera cuando venga, como cortar el seto, para poder echarle un buen vistazo?

—Si quieres...

Así pues, cuando llegaron Rob y Gary, Charles estaba recortando el seto de aligustre que, a lo largo de los años, había sido podado hasta adquirir una perfecta línea ondulada. A menudo veía a la gente admirando el seto de Charles y me preguntaba si algunos no vendrían de bastante lejos. Quizá el seto se hubiera convertido en una atracción turística.

Rob tenía la ventanilla bajada, y Charles se inclinó y le dio los buenos días. Rob dijo:

—Hola, ¿qué tal?

Abrí la puerta del pasajero. Hacía más ruido aún que la del conductor y vi que sólo tenía una bisagra. No sé por qué, solté una risita. Toda la gente que conocía tenía coches muy respetables.

Resultó ser un precioso día al aire libre. Jugamos al fútbol en la playa, subimos por turnos a algunas de las atracciones de feria menos peligrosas y paseamos por el muelle. Allí se habían conocido mis padres y no pude evitar preguntarme en qué lugar exacto habría sido. ¿Mi madre estaba sentada en un banco o inclinada sobre la barandilla mirando al mar? Me la imaginé caminando con Cathy, con un helado cada una.

Merendamos en Lord Street y después fuimos al cine a ver
Bananas,
de Woody Allen. Gary no entendió una palabra, pero se rio hasta ponerse malo y Rob y yo no anduvimos muy lejos. Como sabía que Rob no tenía un céntimo, insistí en invitarlos a tomar algo cuando salimos.

—No me parece bien —se quejó Rob.

—No seas tonto —me burlé. Cogí a Gary de la mano y entramos en un restaurante de aspecto elegante, lo que no dejó a su padre más alternativa que seguirnos—. Es absurdo y anticuado que lo pagues todo tú sólo porque eres un hombre —dije después de que nos sentáramos—. Yo pago una cantidad por mi manutención, así que puedo disponer de casi todo el sueldo. ¿No has oído hablar del feminismo?

—Claro que sí, pero nunca he conocido a una feminista, a menos que tú seas una de ellas.

De camino a casa, Gary se durmió en el asiento trasero. Ya había anochecido. Me di cuenta de que el brazo desnudo de Rob rozaba el mío cada vez que cambiaba de marcha.

—Ha sido un buen día —comentó—. Quizá pudiéramos repetirlo pronto —asentí y él sugirió el sábado siguiente—. Podemos ir al zoo de Chester. A Gary le encantará.

Dije que de acuerdo, sin que me importase revelar que tener dos sábados libres seguidos indicaba que mi vida social era más bien pobre.

—¿Heriría tus sentimientos que fuésemos en mi coche? —pregunté.

Rob respondió que se sentiría profundamente herido, pero que si me preocupaba que me vieran en su montón de chatarra, entonces iríamos en mi coche.

—Puedes recogerme. ¿Qué coche tienes?

—Un Volkswagen escarabajo, rojo metalizado; sólo tiene dos años. —Lo tenía en alquiler con derecho a compra. Había sido idea de Charles porque era un préstamo sin intereses o algo así.

—¡Vaya! —Rob estaba impresionado.

—Te dije que no andaba escasa de dinero.

—En Uganda, yo tenía un Jeep nuevecito. Lo compré por ciento cincuenta libras sólo para dar una vuelta cuando salía. —Palmeó el volante del Morris.

Se detuvo ante la casa de Aintree y me besó en la mejilla.

—Como he dicho, ha sido un buen día —murmuró.

Al entrar encontré a Marion en la cama y a Charles esperándome para poder quejarse a gusto. Era el día en que supuestamente su matrimonio se había ido al garete, tal vez para siempre. Al parecer, todo era culpa del coche de Rob.

12.- Barney y Amy

1940

Barney nunca olvidó la sensación de desolación y desespero que le embargó cuando vio cómo su hermano y el amigo que iba con él se alejaban en dirección a Dunkerque. Con un suspiro, puso en marcha el motor del camión. Se le ocurrían montones de razones para dar media vuelta y marcharse con los dos hombres; podía decir que había entendido mal las órdenes; que el camión se había estropeado; que había tenido un accidente, se había quedado inconsciente y, cuando se despertó, se encontraba en el barco a Inglaterra, sin tener idea de cómo había llegado a parar allí. Casi había perdido a su conductor, que había recibido un balazo en el hombro cuando bajó del camión para hacer sus necesidades y bombardearon el convoy. Lo había dejado en Dunkerque con los demás heridos, y ahora Barney tenía que volver solo a su unidad.

No le sorprendería enterarse de que lo iban a enviar a otra parte cuando llegara a Saint-Valery-en-Caux, adonde se dirigía cuando le ordenaron llevar a doce hombres malheridos a Dunkerque. St Valery en Caux estaba a unos ciento cincuenta kilómetros, y podían haberse impartido todo tipo de órdenes diferentes en su ausencia. ¿Qué se suponía que tendría que hacer entonces?

No ayudaba mucho que el viaje se le estuviera haciendo eterno. La carretera estaba invadida de refugiados que iban en dirección contraria, tanto jóvenes como viejos, que se alejaban todo lo que podían del avance del Ejército alemán. Sólo podía sortearlos, no quería tocar la bocina y alterar aún más a aquella pobre gente. Hasta hacía poco, la mayoría había llevado una vida normal. Ahora llevaban consigo sus más preciadas posesiones metidas en maletas o sacos, y a niños muy pequeños cogidos de la mano o en brazos. Los caballos se esforzaban tirando de carros cargados de demasiados pasajeros. Los cochecitos de bebés iban repletos de paquetes de ropa de cama y de vestir.

El modo en que el camión de Barney avanzaba, deteniéndose y reanudando la marcha, le recordaba su vuelta de Londres aquella vez con Amy Entonces había maldecido el tráfico, lo había llamado de todo; pero aquello no era nada comparado con esto. Al menos se dirigía a casa, y tenía a Amy a su lado.

Recordó haber llegado al piso sintiéndose mal. Amy lo había ayudado a meterse en la cama, le había secado la frente, le había hecho té, se había acostado a su lado y le había recordado lo mucho que lo quería.

¡Amy! Barney desvió el camión por una estrecha carretera comarcal que estaba desierta. Frenó, le temblaron las piernas. Era como si se hubiera trasladado de un mundo relativamente pacífico a otro mundo cruel y violento que se regía por unos valores diferentes, donde la vida humana no valía nada.

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