Un talento para la guerra (30 page)

Read Un talento para la guerra Online

Authors: Jack McDevitt

BOOK: Un talento para la guerra
11.67Mb size Format: txt, pdf, ePub

Oí su respiración. El sistema de sonido dejaba oír una vieja canción de amor.

—No tengo elección —dijo en tono áspero y monocorde. Volvió a mirar las pantallas—. Han iniciado la partida. Eso quiere decir que saben que la estación está vacía y sospechan que se trata de una broma o una trampa.

—¡Todavía puedes elegir! —le grité.

—¡No! —Hundió las manos en los bolsillos como para no caer en la tentación de tocar el teclado—. No puedo.

De pronto me vi sosteniendo el láser y apuntándolo a los ordenadores.

—No te lo voy a permitir.

—No hay modo de parar esto. —Se apartó de la línea de fuego—. Pero te invito a intentarlo.

Di unos pasos atrás con el arma alzada. Olander me miraba profundamente impresionado. No podría definir su expresión. Me di cuenta de lo que sucedía.

—Si interrumpo el flujo de energía —dije—, arranca el disparador, ¿verdad?

Su cara me dio la respuesta.

—No te acerques ahí. —Le apunté directamente con el arma—. Nos vamos a sentar aquí un rato.

No se movió.

—¡Atrás! —grité.

—Por el amor de Dios, Kindrel. —Extendió las manos—. No hagas esto. No hay nadie aquí, salvo tú y yo.

—Aquí hay un mundo vivo, Matt. Y si eso no fuera suficiente, hay un precedente que sentar. —Dio un paso hacia el disparador—. No, Matt. Te mataré si es necesario.

El instante se hizo interminable.

—Por favor, Kindrel —dijo por fin.

De modo que permanecimos mirándonos, cara a cara. Él se dio cuenta por mis ojos de que yo estaba decidida a todo. Palideció. Sostuve el láser apuntándole directamente al pecho.

El cielo comenzaba a iluminarse en el este.

El cuello se le tensaba por los nervios.

—Debí haberlo dejado en automático —murmuró, midiendo la distancia que lo separaba del teclado.

Me corrían gruesas lágrimas por las mejillas; escuchaba mi voz fuerte y amenazante como si no fuera mía. El mundo entero se reducía a la presión del gatillo en mi dedo índice derecho.

—No tendrías que haberte quedado —le grité—. No sirve para nada ese heroísmo. Has estado mucho tiempo en guerra. Has aprendido a odiar demasiado bien.

Dio un segundo paso, en una acción tentativa, transfiriendo poco a poco el peso de su cuerpo de un pie al otro, observándome con gesto amenazante.

—Estabas disfrutando hasta que llegué.

—No —respondió—. No es así.

Sus músculos estaban rígidos. Me di cuenta de lo que pensaba hacer y traté de disuadirlo diciéndole que no con la cabeza. Él me dijo que bajara el arma, pero yo permanecí como estaba, mirando la lucecita en la base de su cuello, por donde entraría el disparo diciendo "no, no, no…".

Cuando se puso en movimiento, no hacia el ordenador sino hacia mí, lo hizo con demasiada lentitud. Así que lo maté.»

«Mi primera reacción fue la de salir enseguida de allí, dejando el cuerpo donde había caído, tomar el elevador y correr…

Ojalá lo hubiera hecho.

El sol estaba en el horizonte. Las nubes se esparcían por el oeste. Comenzaba otro día fresco de otoño.

El cuerpo de Matt Olander yacía bajo la mesa, con un pequeño agujero negro en el cuello y un hilo de sangre que se desparramaba por el piso. Su silla, tumbada al lado, y su chaqueta, abierta. Una pistola, negra, letal y fácil de manejar, asomaba de un bolsillo interior.

Nunca había considerado la posibilidad de que estuviera armado. Pudo haberme matado en cualquier momento.

¿Qué clase de hombres pelean por el tal Christopher Sim?

Este habría quemado Ilyanda, pero no se atrevió a matarme.

¿Qué clase de hombres? No tengo respuesta a esa pregunta. Ni entonces ni ahora.

Estuve de pie un largo rato junto a él, mirando su cara y el transmisor silencioso con su ojo rojo que parpadeaba mientras las luces blancas se desplazaban hacia el anillo externo.

Y un miedo terrible se apoderó de mí: todavía estaba a tiempo de llevar a cabo su proyecto.

Me pregunté si no se lo debía a él, a alguien, culminar el plan que habían preparado. Pero al final me alejé del lugar, al amanecer.»

«Las naves negras que escaparon a Ilyanda siguieron llevando una pesada carga. Durante los siguientes tres años murieron más hombres y se perdieron más naves. Christopher Sim continuó con sus legendarias hazañas. Sus dellacondanos se mantuvieron firmes hasta que Rimway y la Tierra intervinieron y, al calor de la batalla, nació la moderna Confederación.

Nunca se supo nada del arma solar. Si al final no funcionaba o si Sim fue incapaz después de todo de atraer a una fuerza armada lo bastante grande a una distancia suficiente para convertirla en un objetivo adecuado, tampoco llegué a saberlo.

Para la mayoría, la guerra es ahora algo remoto, un tema de debate para los historiadores, material de vividas memorias tan solo para los que son relativamente viejos. Los mudos se han retirado hace ya tiempo a sus mundos sombríos. Sim descansa con sus héroes y sus secretos, perdido, en Rigel. Ilyanda sigue atrayendo a los turistas por sus mares neblinosos y a los investigadores por sus misteriosas ruinas.

Matt Olander descansa en una tumba de héroe en Richardson. Yo grabé su nombre en la lápida con la misma arma que usé para matarlo.

Y yo, para mi desgracia, sobreviví. Sobreviví al ataque a la ciudad, sobreviví al justo enojo de los dellacondanos, sobreviví a mi propia culpa negra.

Los dellacondanos volvieron dos veces después del asesinato. La primera vez eran cuatro, dos hombres y dos mujeres. Me escondí, y se marcharon. Más tarde, cuando yo había comenzado a sospechar que no regresarían, aterrizó una mujer solitaria en las pistas de Richardson. Yo salí a la luz del sol y se lo conté todo.

Pensé que iba a matarme, pero ella habló poco y se ofreció a llevarme a Milenio. Yo no pude afrontar eso; así que me alejé de ella. Y seguí viviendo en las afueras de la ciudad en ruinas, en Walhalla, donde tal vez debí haber muerto, perseguida por el ejército y por los fantasmas que aumentaban diariamente. Todos muertos por mi mano. Cuando los ilyandanos volvieron yo estaba esperando.

Decidieron no creerme. Tal vez por política. Prefirieron olvidar. Y así se me negó incluso el consuelo de un juicio público. Nadie me ha condenado, ni perdonado.

No tengo dudas de que hice lo correcto.

Pese al baño de sangre y al fuego, yo tenía razón.

En mis mejores momentos, durante el día, lo sé. Pero también sé que cuando alguien lea este documento, después de mi muerte, entenderá que necesito algo más que un correcto enfoque filosófico.

Por ahora, para mí, en la oscuridad de las lunas de Ilyanda, la guerra no tiene término.»

16

«Qué oscuros pensamientos lo llevaron hasta ese ventoso peñasco, nunca lo sabremos.»

Aneille Kay

Christopher Sim en la guerra

(Estas palabras también aparecen en una placa de bronce en el Peñasco de Sim)

Por la mañana, cuando terminamos el desayuno sentados en el restaurante de la terraza, caldeados por un sol brillante, toda esa historia parecía un poquito irreal.

—Es un engaño —dijo Chase—. Ellos no podían contar con que esa nave se materializase en un sistema planetario y mucho menos dentro de un sol. No funcionaría.

—Pero, si fuera cierto —le repliqué—, respondería varias preguntas. Y tal vez la más importante: qué hay en La Dama Velada.

—¿La bomba?

—¿Y qué si no?

—Pero, si la cosa podía funcionar, ¿por qué la tendrían escondida?

—Porque los dellacondanos pensaron que la Confederación no sobreviviría a la guerra, aunque ganaran. Una vez que se quitaran al Ashiyyur del medio, los mundos volverían a pelearse. Y Sim no habría querido que semejante arma quedara por ahí. Tal vez ni siquiera entre su propia gente. Tal vez hacia el fin, cuando las cosas tomaban un cariz desesperante, él vio solo dos opciones: destruirla o esconderla. Así que la escondió. Pero todos los que conocían el secreto fueron asesinados. Y el asunto se olvidó.

—Y ahora, doscientos años después —siguió Chase, conectando con mi idea-el
Tenandrome
va y se topa con eso. ¡Y ocultan toda la información!

—Eso es —respondí—. Así tiene que ser.

—Entonces, ¿dónde está el arma? ¿La trajeron con ellos?

—Seguramente. Y ahora la vamos a seguir perfeccionando, y el año que viene ya estaremos amenazando a los mudos con ella.

—No lo puedo creer —exclamó Chase—. ¿Cómo pudo saber el
Tenandrome
de qué se trataba?

—Tal vez venía con un libro de instrucciones. Escucha. Es la primera explicación que vemos que tiene sentido.

—Tal vez —repuso escéptica—. Pero no me convence. Escucha, Alex. El viaje a las estrellas es extremadamente aproximado. Si tomo una nave que está en órbita alrededor de este mundo y salto al hiper…

—… Y vuelves, podrías estar a unos pocos millones de kilómetros más lejos. Lo sé.

—¿Unos pocos millones de kilómetros? Sería un milagro si pudiera volver al sistema planetario. Ahora, ¿cómo diablos iban a ser tan hábiles como para esconder eso en una estrella? Es ridículo.

—Tal vez haya otra forma de hacerlo. Tratemos de verificarlo. Tendrías que encontrar a un experto, un físico o alguien así. Pero fuera de Investigaciones. Le dices que estás completando un estudio para una novela. ¿De acuerdo? Averigua lo que pasa si se inyecta una carga de antimateria en el corazón de una estrella. ¿Explota de verdad? ¿Se puede demostrar teóricamente? Todo eso.

—¿Y tú qué vas a hacer?

—Pasear un poco —respondí.

Ilyanda había cambiado desde la época de Kindrel. Ninguna flota de cruceros o fragatas o interestelares podría ahora pensar en evacuar fácilmente a toda la población. El viejo comité teocrático que gobernaba Punto Edward todavía existe, pero como vestigio. Se abrieron las puertas a todos aquellos que quisieron probarla. En la actualidad, Punto Edward es solo una entre un conglomerado de ciudades, y tampoco es la más grande. Pero no ha olvidado el pasado: el Café de los Dellacondanos se alza en la calle Defensa frente al hotel Matt Olander. Sin buscar demasiado, se encuentra el parque Christopher Sim, la plaza y el bulevar del mismo nombre. Se le ha cambiado el nombre a la terminal orbital en su honor. Su rostro aparece en los billetes del banco de Ilyanda.

Una chapa de bronce honra la memoria de Matt Olander. La leyenda «Defensor» aparece en el arco a través del que se entra a la vieja ciudad, un perímetro cuadrado de cuatro manzanas de lado con edificios destrozados y construcciones de piedra que se han conservado sin modificaciones desde el ataque. Los visitantes recorren silenciosamente el lugar y a veces se detienen a contemplar las fotos.

Pasé un buen rato en las cúpulas, mirando los holos de las naves de Sim durante esa semana desesperada en que el Ashiyyur amenazaba atacar y se desplazaba en torno al aeropuerto Richardson. Era agobiante ver esas imágenes acompañadas de comentarios estentóreos que pretendían homenajear a los héroes y realzar los hechos. Me hervía la sangre. Poco a poco, me vi otra vez envuelto en el drama de la antigua guerra.

Más tarde, en un café flanqueado por árboles helados, pensé de nuevo con qué facilidad se despierta el propio instinto a la perspectiva de combatir por una causa, aun si se tienen dudas de su total justicia. La compañía de los héroes. Si Quinda estaba conmovida por eso, todos nosotros también. Nuestra gloria y nuestra caída. Abrazar los riesgos terribles de la guerra, volver a casa llevando sus secuelas (por todas las razones apropiadas, desde luego). Me senté esa mañana, mirando las multitudes que nunca supieron de un baño de sangre organizado, preguntándome si no tenía razón Kindrel Lee cuando sostenía que el riesgo real para todos nosotros no proviene de tal o cual grupo de extranjeros, sino de nuestra desesperada necesidad de crear Alejandros y de seguirlos con entusiasmo en cualquier aventura que intenten.

¿Quién era la mujer solitaria que había visitado a Kindrel Lee? ¿Sería Tanner? Lee la describió como una dellacondana, pero es obvio que ella esperaba dellacondanos.

Resultaba sencillo entender por qué los dellacondanos habían mentido acerca de la muerte de Olander: no querían revelar la existencia del arma solar. Así que simplemente hicieron un héroe del desafortunado analista de sistemas que se había quedado atrás para asegurar el éxito y que se había apasionado por los planes de Sim. Pero cualquiera que hubiera sabido la verdad lo habría odiado. ¿Cuántos habrían muerto por el acto de Olander?

Me los imaginé a todos, apostados seguramente fuera del sistema, mirando los sensores, esperando que se produjera la explosión definitiva. Sin importar cómo fuera de destructiva.

Sin embargo, Sim había peleado durante otro año y medio más y nunca había usado el arma solar. Me pregunté si no tendría razón Kindrel Lee cuando decía que quizá el arma no podía funcionar o que había resultado imposible hacer que actuara con el nivel tecnológico que existía en la era de la Resistencia. Tal vez, entonces, había matado sin motivo a Matt Olander.

A mitad de la tarde, tomé el deslizador en medio de un viento molesto. El tráfico era pesado y varios holos gigantes de modelos bien parecidos exhibían la moda de invierno a una multitud reunida frente a un emporio. Me alcé sobre la parte baja de la ciudad, gané altura y me dirigí hacia el cielo gris.

Durante la evacuación de Punto Edward, Christopher Sim había dejado a sus hombres para dirigir la operación y así poder ocuparse de otros asuntos. Entonces sucedió algo curioso: sus oficiales se dieron cuenta de que él se levantaba al alba cada día y se iba en un deslizador a la costa norte de la ciudad. Su destino era un lugar solitario en una zona alta sobre el mar. Qué hacía allí o por qué iba, nunca se supo. Toldenya inmortalizó la escena en su obra maestra
En la roca
; el lugar fue declarado sitio histórico por los ilyandanos. Lo llamaron el Peñasco de Sim.

Quise mirar la guerra a través de sus ojos. Y me pareció que visitar ese lugar era un buen modo de hacerlo.

El vehículo se elevó a unos mil metros e inició una amplia curva hacía el mar. Yo me sentía vagamente abrumado por la combinación de picos, ciudades, océano y bruma, cuando se me ocurrió que había otro lugar que valía la pena visitar.

Apreté el control manual y descendí a tierra. El ordenador hizo sonar la alarma en demanda de altura. Subí un poquito hasta que el sonido cesó. Estaba cerca de las nubes cuando pasé sobre el límite oeste del volcán. Apagado y seguro, según los informes. Estudiado por ingenieros siglos atrás y periódicamente chequeado por el Servicio Ambiental de Punto Edward.

Other books

No Worse Enemy by Ben Anderson
Halo: The Cole Protocol by Tobias S. Buckell
The Tryst by Michael Dibdin
Afterlife by Douglas Clegg
Night Lamp by Jack Vance
Testament by Nino Ricci
Four Ducks on a Pond by Annabel Carothers