Read Un talento para la guerra Online
Authors: Jack McDevitt
Y entonces llegó Ilyanda.
—Pensamos que podemos derrotarlos aquí-anunció crípticamente—. Si no es aquí, me temo que no será en ninguna otra parte.
En ese momento, me di cuenta de que la historia de Kindrel Lee era cierta.
Sim nombra, pero no describe, el instrumento de la ejecución:
«Helios».
El arma solar.
Hizo una pausa, casi desconcertado.
—Tan seguro como que estoy sentado en este asiento que la historia juzgará duramente lo que estoy por hacer. Pero, Dios me ampare, no veo otro camino.
La evacuación de Ilyanda fue más lenta de lo previsto.
—Alguna gente se resiste, reclama su derecho a quedarse. No puedo permitirlo y, cuando sea necesario, recurriremos a la fuerza. —Y luego—: Es improbable que podamos evacuarlos a todos. De todas maneras, haremos lo que podamos. ¡Pero cualesquiera que sean las circunstancias en que estemos cuando lleguen los mudos, lo haremos explotar de acuerdo con el plan!
La tensión creció y las unidades de la Armada ashiyyurense aparecieron en los mundos externos.
—Tenemos que haberlo evacuado todo y eliminar cualquier movimiento inusual antes de que investiguen el lugar.
Habló de sacrificar algunas fragatas para retrasar los hechos, pero concluyó que no le iba a permitir al Ashiyyur que adivinara que habían sido detectados.
Mientras tanto algunos de los transportadores esperados no llegaban.
Los dellacondanos respondieron usando los compartimentos de los transbordadores, que se utilizaban solo en vuelos interplanetarios, acolchados con mantas y ropas. Luego se llevaron a los restantes evacuados y se fueron.
—Con suerte, no serán vistos. Tendrán hambre y algunos resultarán heridos, pero tendrán su oportunidad.
En las cinco horas de plazo que quedaban para la huida, Sim coordinó las operaciones de evacuación y recuperación también de las obras de arte y literatura de Ilyanda.
—Tarien dice que ningún precio es demasiado alto para detener a los mudos. Supongo que tiene razón.
En el último minuto la mayoría de la gente estaba en Punto Edward. Fueron cargados en los dos transbordadores que quedaban. La pequeña fuerza de combate de Sim había partido en unidades menores en un esfuerzo por ofrecer el menor blanco posible. Finalmente, solo quedaba el
Corsario.
La mayor parte de los traslados restantes se realizó de forma apresurada.
Seguí ansioso las siguientes anotaciones.
El Corsario
se trasladó a una distancia de medio pársec y se detuvo a observar. La flota ashiyyurense se acercó, transmitió advertencias a los dellacondanos y le ofreció a Sim la oportunidad de rendirse.
Sim registró esas peticiones:
—La resistencia es inútil —decía la voz del enemigo. Era mecánica, medida, fabricada, artificial. No tenía emotividad—. Salve la vida de su tripulación.
Miré hacia el puente. Era difícil darse cuenta de que todo eso había transcurrido allí. Fuera, el volumen del planeta, de nuevo a la luz solar, empezaba a verse. ¿Dónde habría estado Talino mientras esperaban?
La estación abrió fuego sobre las naves enemigas con sus enormes baterías. Las armas se inutilizaron enseguida. Sim informaba que varios destructores tuvieron que realizar un repliegue forzado.
—Ahora —agregó. Había una pregunta muda en su tono—. Ahora.
Fue un momento terrible. Pude leer su angustia.
Y pensé:
Matt Olander está sentado en un bar en el aeropuerto espacial. Ha quitado el automático del gatillo y alguien ha distraído su atención.
El
Corsario
desembarcó a sus pasajeros en Milenio cuatro días más tarde. Revisé las tablas. Un buque moderno, viajando desde Ilyanda a Milenio, tendría que estar a ocho días normales y medio solo en el espacio armstrong.
¿Cómo lo
logró
1
Había algo más, otro registro que seguía a una serie de informes de mantenimiento:
—Tenemos que averiguar qué pasó. La cosa todavía puede explotar. Tiene que ser desarmada y asegurada.
Después de eso, el registro está distorsionado. Estaba tratando de leerlo cuando volvió Chase.
—No hay restos por ningún lado —dijo.
Le conté lo que había oído.
Ella me escuchó e hizo un esfuerzo personal para arreglar la transmisión, pero no pudo.
—Es algún código de seguridad. No quería que nadie lo leyera.
—Esa frase me inquieta —le comenté—. Desarmada y asegurada. Es una redundancia. Sim es muy preciso habitualmente. ¿Qué hay que hacer para asegurar un arma solar después de haberla desarmado?
Nos miramos y de pronto algo nos hizo saltar al mismo tiempo.
—Está hablando de seguridad —exclamó Chase—. Nadie debe de saber que tienen el arma.
—Lo que quiere decir es que tienen que explicar la evacuación. —Me senté en la silla de Sim. Era un desafío para mí.
—¿No fue una suerte —me dijo ella despacio— que los mudos actuaran de forma tan atípica en Punto Edward? Eso salvó a Sim de tener que responder a muchas preguntas.
Me miró durante un largo rato. Yo entendí, finalmente, por qué había habido un ataque contra la ciudad vacía. Y quién lo había conducido.
Encontré más anotaciones del diario. Sim y el
Corsario
participaron en varias batallas más en un montón de lugares diferentes a lo largo de la Frontera. Pero ahora él había cambiado. Comencé a leer, primero en su tono y luego en sus comentarios, una desesperación que crecía en proporción con cada éxito y cada subsiguiente retirada. Oí sus reacciones ante la derrota de Grand Salinas y la pérdida, uno por uno, de los mundos aliados. Debió parecerle como si las naves negras fueran infinitas. Y al final llegaron las noticias de que también Dellaconda había caído. Sim respondió musitando tan solo el nombre de Maurina.
En todo esto no había ninguna mención al arma solar.
Se quejaba de la estrechez de miras de Rimway, de Toxicón y de la Tierra, que se creían seguros en la distancia, que temían azuzar la fuerza de la horda conquistadora y que se miraban unos a otros con más viejos recelos y sospechas que al invasor. Y cuando Sim pagó por su victoria en Chapparal con la pérdida de cinco fragatas y un crucero ligero donado por voluntarios de Toxicón, comentó:
—Estamos perdiendo a los mejores y a los más valientes. ¿Y para qué? —Un largo silencio seguía a la frase. A continuación dijo lo inconcebible—. ¡Si ellos no vienen, entonces es hora de que hagamos nuestra propia paz!
Mientras la larga retirada continuaba, su carácter se tornaba más sombrío. Y cuando dos naves más de su ya diezmado escuadrón se perdieron en Como Des, estalló su ira:
—Habrá algún día una Confederación, pero no la constituirán sobre los cadáveres de mis hombres.
Era la misma voz que acusó a los espartanos.
«La soledad pone un espejo ante la locura. Resulta difícil escapar de la verdad de su frío reflejo.»
Rev. Agathe Lawless,
Meditaciones en el crepúsculo
Volvimos al Centauro para comer y dormir un poco. Sin embargo, nos dormimos tarde. Estuvimos hablando durante varias horas, especulando acerca de lo que finalmente le había sucedido al capitán y a la tripulación del
Corsario.
¿Habrían encontrado algún resto los del
Tenandrome?
¿Habrían hecho un servicio fúnebre? ¿Un ritual, un sencillo informe y se habrían olvidado de ello? ¿Como si nada hubiera pasado?
—No lo creo —dijo Chase.
—¿Por qué no?
—Por la tradición. Si hubieran hecho tal cosa, el capitán del
Tenandrome
habría cerrado el cuaderno de bitácora del
Corsario
con una última anotación. —Miró al viejo buque que estaba allí fuera. Sus luces se volvían blancas o rojas contra el
cielo
oscuro—. No, apuesto a que encontraron la nave en el mismo estado que nosotros. —Se cruzó de brazos oprimiéndose el pecho como si hiciera frío en la cabina—. Tal vez los mudos capturaron la nave, mataron a la tripulación y la dejaron vagando para que nosotros la encontráramos algún día y nos rompiéramos la cabeza pensando. Una lección.
—¿Allí fuera? ¿Y cómo esperaban que la encontráramos?
Chase cerró los ojos y meneó la cabeza.
—¿Vamos a empezar de nuevo?
—Todavía no tenemos respuestas.
Se movió en la oscuridad. Una música suave penetró en el compartimento.
—Allí no debe de haber ninguna.
—¿Qué crees que ha estado buscando Scott durante todo este tiempo?
—No lo sé.
—Encontró algo. Fue a esa nave, como nosotros, y encontró algo.
Mientras conversábamos, Chase nos hizo avanzar algunos kilómetros. Aunque reía alegremente, admitió que el derrelicto la ponía nerviosa. Yo no podía apartar de mi mente la imagen de un Christopher Sim desesperado. Nunca se me había ocurrido que él, de entre toda la gente, hubiera dudado del eventual estallido de la guerra. Era una noción tonta, por supuesto, suponer que él tenía mi perspectiva histórica. Se me hacía más humano. Y en esa desesperación, en esa preocupación por la vida de sus camaradas y por la gente a la que trataba de defender, percibí una respuesta al buque desierto.
«Habrá algún día una Confederación, pero no la construirán sobre los cadáveres de mis hombres.»
Mucho después de que Chase se fuera a dormir, traté de ordenar todo lo que pude recordar acerca del Ashiyyur, de los Siete, del probable estado mental de Sim y de la acción de Rigel.
Era difícil olvidar las armas de fuego del
Corsario
apuntándome durante el simulacro. Pero eso, desde luego, no había sucedido. El plan de Sim había funcionado. El
Corsario
y el
Kudasai
habían sorprendido a los atacantes. Habían causado serios daños al enemigo antes de que el
Corsario
fuera convertido en cenizas en su duelo con el crucero. Esa era, al menos, la versión oficial.
Obviamente tampoco era cierta. Me pregunté por qué Sim había cambiado de estrategia en Rigel. Durante su larga serie de éxitos, siempre había conducido en persona a los dellacondanos. Solo en esta ocasión había preferido escoltar al
Kudasai
durante el asalto principal, mientras sus fragatas asestaban el golpe en el flanco de la flota enemiga.
Y el
Kudasai
había llevado a su hermano hasta su muerte unas pocas semanas más tarde en Nimrod. Pero Tarien vivió lo suficiente para saber que sus esfuerzos diplomáticos no habían caído en saco roto y que la Tierra y Rimway habían estrechado vínculos por fin y que también Toxicón se había unido a la guerra.
Los Siete: de algún modo esto se vinculaba con la historia de los Siete. ¿Cómo fue que sus identidades se perdieron para la historia? ¿Fue coincidencia que la fuente más cercana, el diario de viaje del
Corsario
, tampoco hablara del tema ni de la batalla en sí? ¿Qué había dicho Chase? «¡No debió de haber sucedido!»
No, no podía ser.
Y en algún lugar, a lo largo del límite resbaladizo entre realidad e intuición que precede al sueño, lo entendí. Con una certeza clara y fría, lo entendí. Y, de haber podido, me lo habría sacado de la cabeza y habría vuelto a casa.
Chase durmió profundamente durante un par de horas. Cuando finalmente se despertó, estaba oscuro de nuevo. Me preguntó qué intentaba hacer.
Yo estaba comenzando a entender el dilema del
Tenandrome.
Christopher Sim, como fuera que hubiera muerto, era mucho más que una parte de la historia. Nos enfrentábamos a un símbolo de nuestra existencia política.
—No sé —dije—. Este lugar, este mundo, es un cementerio. Es un cementerio que esconde un secreto culpable.
Chase miró hacia el borde helado y cubierto de nubes del planeta.
—Tal vez tengas razón —replicó—. Se perdieron todos los cuerpos. Los cuerpos, los nombres y los registros del diario. Y el
Corsario
, que debería haberse perdido, completa una vuelta cada seis horas y once minutos como si fuera una manecilla de reloj.
—Trataban de regresar. Dejaron la nave guardada. Eso significa que alguien pensaba volver.
—Pero no volvieron. ¿Por qué no?
«Durante la historia completa de la civilización helénica no conozco crimen más sórdido ni salvaje que el de Leónidas y su grupo de héroes en las Termópilas. Mejor que Esparta cayera que tales hombres fueran desperdiciados.»
—Sí. ¿Dónde están los cuerpos?
A través de un hueco entre las nubes, muy abajo, el mar brillaba.
La cápsula del Centauro estaba diseñada para permitir el movimiento de nave a nave o de una órbita a una superficie planetaria. No estaba diseñada para la clase de uso que yo pensaba darle: un largo vuelo atmosférico. Sería inestable, difícil y relativamente lento. Sin embargo, podríamos descender sobre agua o tierra. Y no tenía otra alternativa.
La cargué con provisiones para varios días.
—¿Por qué? —me preguntó Chase—. ¿Qué vas a buscar ahí abajo?
—No estoy seguro —le respondí—. Mantendré las cámaras encendidas.
—Tengo una idea mejor: vayamos juntos.
Me tentó. Pero mi instinto me decía que alguien se tenía que quedar en la nave.
—Hace ya tiempo que todos murieron, Alex. ¿Cuál es el objetivo?
—Talino-dije—. Y los otros. Les debemos algo. La verdad debería tener algún valor.
—¿Qué se supone que tengo que hacer si tienes problemas? —objetó ella, anonadada—. No podré bajar para ayudarte.
—Todo irá bien. Si no, si pasa algo, ve a buscar auxilio.
Me miró con ironía, como recordándome el tiempo que requería el viaje.
—Ten mucho cuidado. —Comprobamos los sistemas—. No uses el sistema manual hasta que hayas bajado —recomendó—. Y mejor tampoco entonces. Los ordenadores pueden hacer todo el trabajo pesado. Tú vas de paseo. —Me miraba intensamente. Traté de tocarla, pero se apartó y se fue meneando la cabeza—. Cuando vuelvas… —susurró tan quedamente que no pude oír más.
Me subí al vehículo, cerré la capota y la aseguré. Ella me saludó y alzó su dedo pulgar para desearme suerte. Miré el cambio de las luces por encima de la puerta de salida. Indicaban que la cámara estaba sellada.
Apareció la imagen de Chase en mi pantalla.
—¿Todo bien? —Sonreí y asentí.
Las lámparas rojas de la bahía se tornaron púrpura y luego verdes. Las dársenas se abrieron bajo la cápsula. Yo miraba hacia abajo: el conjunto de nubes y el océano azul.