—¿Y cómo te libraste?
—Por esos animalillos. Un montón de ellos la atacó en la oscuridad. Yo la oía gritar y hacerles pedazos, pero la contuvieron hasta que el tren paró en la estación, que estaba llena de gente. Ella volvió a saltar al túnel. En el vagón había trozos de animales por todas partes.
Minty tomó Van Ness y puso rumbo al barrio de Charlie.
—Entonces, ¿te ayudaron? ¿No forman parte de los moradores del Averno que intentan apoderarse del mundo?
—Parece que no. A mí me salvaron el pellejo.
—¿Sabías que algunos Mercaderes de la Muerte han sido asesinados?
—No, no lo sabía. No ha salido en los periódicos. Anoche vi que la tienda de Antón había ardido. ¿No salió con vida?
—Encontraron trozos de su cuerpo —contestó Charlie.
—Charlie, creo que la culpa de todo esto la tengo yo. —Minty Fresh se volvió y miró a Charlie por primera vez. Sus ojos dorados parecían tristes y desamparados—. No conseguí recoger mis dos últimas almas, y luego empezó todo esto.
—Yo pensaba que la culpa era mía —dijo Charlie—. También perdí dos. Pero no creo que seamos nosotros. Mis dos clientas están vivas, creo que están en esa casa a la que iba cuando me salvaste: el centro budista Tres Joyas. Y, además, hay allí una mujer que ha estado comprando vasijas de almas.
—¿Una moreníta muy mona? —preguntó Minty.
—No lo sé. ¿Por qué?
—A mí también me compró algunas. Intentó disfrazarse, pero era ella.
—Pues está en esa casa de ahí atrás. Tengo que volver.
—No quiero tener nada más que ver con esas zorras de uñas afiladas —dijo Minty.
—Ya te digo, tío —contestó Charlie—. Aunque yo tuve un rollito con una.
—¡No!
—Sí, se me puso a cien y tuve que darle caña.
—Vale ya.
—Perdona. De todos modos, tengo que volver.
—¿Seguro? No creo que estén muertas. No parece que puedan morirse.
—Podrías atropellarlas otra vez. Por cierto, ¿cómo sabías dónde encontrarme?
—Cuando me enteré de que la tienda de Antón se había incendiado, intenté llamarte, pero tenías el teléfono desconectado, así que fui a tu tienda. Hablé con esa chica gótica que trabaja para ti. Me dijo dónde habías ido. Estuve charlando con ella unos diez minutos. ¿Sabe lo mío... digo, lo nuestro? ¿Lo de los Mercaderes de la Muerte?
—Sí, se lo dije hace mucho tiempo. ¿No estaba, esto, ocupada cuando llegaste? Con un tío, quiero decir.
—No. ¿Es que sale con alguien?
—Creía que eras gay.
—Yo nunca he dicho eso.
—Sí, pero tampoco te esforzaste por negarlo.
—Charlie, tengo una tienda de música en el Castro, hago más negocio siendo una Mercader de la Muerte gay que un tendero heterosexual.
—Tienes razón. No se me había ocurrido.
—No me digas. Entonces, ¿sale con alguien?
—Le doblas la edad y además creo que es un poco retorcida. Sexualmente, quiero decir.
—Entonces, ¿no sale con nadie?
—Es como una hermana pequeña para mí, Fresh. ¿Tú no tienes empleados así?
—¿Nunca has conocido a nadie que trabaje en una tienda de discos? No hay mayor depósito de arrogancia injustificada en todo el mundo. Yo envenenaría a mis empleados si creyera que puedo encontrarles sustitutos.
—No creo que salga con nadie, pero dado que el mundo está a punto de caer bajo el dominio de las Fuerzas de la Oscuridad, puede que no tengas tiempo de salir con chicas.
—No sé. Parece que le atraen las Fuerzas de la Oscuridad. Me gusta, es divertida, aunque un poco macabra, y le gusta Miles.
—¿A Lily le gusta Miles Davis?
—¿ Es como tu hermana pequeña y no lo sabes ?
Charlie levantó las manos.
—Llévatela, úsala, déjala tirada. No me importa, solo trabaja media jornada para mí. También puedes salir con mi hija. Va a cumplir seis años y seguramente le encanta Coltrane, aunque yo no lo sepa.
—Cálmate, estás exagerando.
—Da la vuelta y llévame a ese centro budista. Tengo que detener esto. Todo esto es por mí, Fresh. Soy el Luminatus.
—Qué va.
—Que sí —dijo Charlie.
—¿Eres la Gran Muerte... con eme mayúscula? ¿Tú? ¿Lo sabes seguro?
—Sí —contestó Charlie.
—Sabía que había algo distinto en ti, pero pensaba que el Luminatus sería... no sé... más alto.
—No empieces con eso, ¿vale?
Minty dejó la avenida Van Ness y cambió de sentido en la entrada de un hotel.
—¿Adonde vas? —dijo Charlie.
—A atropellar otra vez a esas arpías.
—¿Al centro budista?
—Aja. ¿Tienes algún arma, aparte de esa ridícula espada?
—Mi amigo el policía me aconsejó que me agenciara una pistola.
Minty Fresh metió la mano en su chaqueta verde musgo y sacó la pistola más grande que Charlie había visto nunca. La puso sobre el asiento.
—Cógela. Es un Águila del Desierto del calibre 50. Capaz de pararle los pies a un oso.
Charlie recogió la pistola plateada. Pesaba como dos kilos y medio y el cañón parecía lo bastante grande para meter dentro el pulgar.
—Este chisme es enorme.
—Yo soy grandullón. Mira, tiene ocho balas. La recámara está llena. Tienes que amartillarla y soltar el seguro antes de disparar. Ahí y ahí. —Señaló el seguro y el martillo—. Si tienes que disparar, agárrala con fuerza. Si no estás preparado, te tirará de culo.
—¿Y tú?
Minty dio unas palmaditas en el otro lado de su chaqueta.
—Tengo otra.
Charlie volteó la pistola entre sus manos y vio cómo la luz de las farolas jugueteaba sobre su superficie cromada. (A los machos beta, que sienten instintivamente que siempre están en desventaja, les vuelven locos los cacharros vistosos capaces de igualar la situación).
—Es usted una caja de sorpresas, señor Fresh. No es el típico Mercader de la Muerte de dos metros de alto vestido de verde pastel.
—Gracias, señor Asher. Es usted muy amable.
—El placer es mío.
Su teléfono móvil sonó y Charlie lo abrió.
—Asher —dijo Rivera—, ¿dónde coño se ha metido? Llevo un rato dando vueltas por Mision y aquí no hay nada más que un montón de plumas negras volando por el aire.
—Sí, no pasa nada. Estoy bien, inspector. He encontrado a Minty Fresh, el de la tienda de discos. Estoy en el coche, con él.
—Entonces, ¿está a salvo?
—Relativamente.
—Bien. Intente pasar desapercibido. Yo volveré a llamarlo, ¿de acuerdo? Mañana mismo quiero hablar con su amigo.
—Entendido, inspector. Gracias por venir en mi auxilio.
—Tenga cuidado, Asher.
—De acuerdo. Intentaré no hacerme notar. Adiós.
Charlie cerró el teléfono y se volvió hacia Minty Fresh.
—¿Listo?
—Absolutamente —dijo el fresco.
La calle estaba desierta cuando se detuvieron frente al centro budista Tres Joyas.
—Yo iré por detrás —dijo Minty.
—Pues los coches son un asco, os lo digo yo —dijo Babd, que intentaba recomponerse mientras volvía renqueando con sus hermanas al gran barco—. Cinco mil años usando caballos y de repente hay que tener calles pavimentadas y automóviles. No les veo la gracia.
—Yo ni siquiera estoy segura de que tengamos que levantarnos y dejar que gobierne la Oscuridad —añadió Nemain—. Por lo visto, la Oscuridad se ha quedado obsoleta. Hablando como agente suyo, creo que necesita más tiempo. —Había quedado reducida a una forma mitad mujer, mitad cuervo, e iba perdiendo plumas mientras avanzaban a trompicones por la tubería.
—Es como si ese Carne Nueva tuviera alguien que velara por él —dijo Macha—. La próxima vez, que se las entienda Orcus con él.
—Eso, que vaya Orcus a buscarlo —dijo Babd—. A ver qué opina de los coches.
Charlie oyó deslizarse algo bajo el porche cuando se acercó a la puerta del centro budista, pero el peso de la enorme pistola que se había metido bajo el cinturón, a la espalda, lo tranquilizaba, aunque también le bajara un poco los pantalones. La puerta tenía casi cuatro metros de altura, era roja, con un cristal de junquillo a todo lo largo y un surtido de ruedas tibetanas de oración, semejantes a bobinas, a ambos lados. Charlie sabía lo que eran aquellas ruedas porque una vez un ladrón había intentado venderle unas recién robadas de un templo.
Sabía también que debía echar la puerta abajo a puntapiés, pero era una puerta muy grande y, aunque había visto muchas series y películas policíacas en las que se echaba la puerta abajo, no tenía experiencia en aquellas lides. Otra alternativa consistía en sacar la pistola y volar la cerradura, pero sabía tan poco de volar cerraduras como de derribar puertas a patadas, así que optó por llamar al timbre.
Los ruidos de merodeo aumentaron y oyó dentro unos pasos más pesados. La puerta se abrió y aquella morena tan guapa a la que conocía por el nombre de Elizabeth Sarkoff, la sobrina de Esther Johnson, apareció en el umbral.
—Vaya, señor Asher, qué sorpresa tan agradable.
No por mucho tiempo, hermana, dijo el tipo duro que Charlie llevaba dentro.
—Señora Sarkoff, me alegro de verla. ¿Qué está haciendo aquí?
—Soy la recepcionista. Pase, pase.
Charlie entró en el vestíbulo, que daba a una escalera y tenía a ambos lados puertas correderas. Vio que el vestíbulo conducía a un comedor con una mesa alargada y que más allá había una cocina. La casa, que había sido reformada con gusto, no parecía en realidad un edificio público.
El tipo duro que llevaba dentro dijo, A mi no intentes darme gato por liebre, zorra. Nunca he pegado a una mujer, pero estoy dispuesto a intentarlo si no contestas enseguida, ¿estamos?
Charlie dijo:
—No tenía ni idea de que fuera usted budista. Es fascinante. ¿Cómo está su tía Esther, por cierto? —La había pillado, y ni siquiera había tenido que volverle la cara del revés de un bofetón.
—Sigue muerta, pero gracias por preguntar. ¿Qué puedo hacer por usted, señor Asher?
La puerta corredera de la izquierda se abrió el ancho de una pulgada y una voz de hombre dijo:
—Maestra, la necesitamos.
—Enseguida voy —dijo la presunta señora Sarkoff.
—¿Maestra? —Charlie levantó una ceja.
—En la tradición budista, a las recepcionistas se las tiene en muy alta consideración. —Puso una sonrisa amplia y bobalicona, como si ni siquiera ella se lo creyera. Charlie estaba totalmente cautivado por el buen humor y el franco abandono que veía en sus ojos. Sin saber por qué, confiaba en aquellos ojos.
—Santo cielo, qué mal miente usted —dijo.
—Veo que ha descubierto mi embuste, ¿eh? —Gran sonrisa.
—Entonces, ¿usted es...? —Charlie le tendió la mano.
—Soy la venerable Amitabha Audrey Rinpoche. —Hizo una reverencia—. O Audrey a secas, si tiene prisa. —Cogió dos dedos de Charlie y se los estrechó.
—Charlie Asher —dijo él—. Así que no es en realidad la sobrina de la señora Johnson.
—Y usted no es en realidad un vendedor de ropa usada.
—Pues, la verdad...
Eso fue lo único que le dio tiempo a decir. Delante de ellos se oyó de pronto un estrépito de madera y cristales rotos. Luego, Charlie vio que la mesa de la otra habitación caía al suelo y oyó gritar a Minty Fresh:
—¡Quietos! —Al tiempo que saltaba por encima de la mesa caída y se dirigía hacia ellos, pistola en mano, ajeno, evidentemente, al hecho de que medía dos metros trece y de que la puerta, construida en 1908, medía solo dos.
—¡Para! -—gritó Charlie con medio segundo de tardanza, pues Minty Fresh había incrustado ya un palmo de frente en la moldura bellamente acabada del dintel de la puerta con un golpe seco que sacudió toda la casa.
Sus pies siguieron adelante, su cuerpo se tambaleó, y se hallaba en paralelo al suelo, a cosa de metro ochenta de altura, cuando la fuerza de la gravedad decidió manifestarse.
El Águila del Desierto cromada cruzó el vestíbulo con estruendo y golpeó contra la puerta de la calle. Minty Fresh aterrizó de plano e inconsciente en el suelo, entre Charlie y Audrey.
—Y este es mi amigo Minty Fresh —dijo Charlie—. No está muy ducho en estas cosas.
—Chico, esto no se ve todos los días —dijo Audrey mientras miraba al gigante dormido.
—Sí—repuso Charlie—. No sé dónde habrá encontrado seda salvaje de color verde musgo.
—¿No es lino? —preguntó ella.
—No, es seda.
—Hum, está tan arrugada que me había parecido lino, o una mezcla.
—Bueno, creo que con tanta actividad...
—Sí, claro. —Audrey asintió con la cabeza y miró a Charlie—. Entonces...
—Señor Asher... —dijo una voz de mujer a la derecha de Charlie. Las puertas de su derecha se abrieron y apareció una señora mayor: Irena Posokovanovich. La última vez que la había visto, Charlie estaba sentado en el asiento trasero del coche patrulla de Rivera, con las manos esposadas.
—Señora Posokov... señora Posokovano... ¡Irena! ¿Cómo se encuentra?
—Eso no le preocupaba mucho ayer.
—No, es verdad. Tiene usted razón. Lo siento mucho. —Charlie sonrió, creyendo que aquella era su sonrisa más encantadora—. Espero que no lleve encima ese spray de pimienta.
—No —contestó Irena.
Charlie miró a Audrey.
—Tuvimos un pequeño malentendido.
—Tengo esto —dijo Irena, y se sacó de la espalda una pistola paralizante que apretó contra el pecho de Charlie. Una descarga de ciento veinticinco voltios atravesó el cuerpo de este. Mientras se retorcía de dolor en el suelo, vio animales, o criaturas que parecían animales, vestidas con trajes de gala de época, acercarse a él.
—Atadlos a los dos, chicos —dijo Audrey—. Voy a hacer té.
—¿Té? —dijo Audrey.
Así pues, por segunda vez en su vida, Charlie Asher se encontró atado a una silla mientras alguien le ofrecía una bebida caliente. Audrey se inclinaba ante él con una taza de té en las manos y, a pesar de lo embarazoso de la situación, y del peligro que conllevaba, Charlie se descubrió mirándole la pechera de la camisa.
—¿Qué clase de té? —preguntó para ganar tiempo, pues había visto el racimo de diminutas rosas de seda alegremente prendido en el cierre frontal de su sujetador.
—Me gusta el té como los hombres —dijo Audrey con una sonrisa—. Flojo y verde.
Charlie miró sus ojos risueños.
—Tienes libre la mano derecha —dijo ella—. Pero tuvimos que quitarte la pistola y el bastón, porque esas cosas no nos gustan.