Esa tarde, a última hora, Charlie estaba vigilando la tienda mientras se preguntaba por qué había mentido a sus empleados cuando vio un destello rojo pasar por delante del escaparate. Un segundo después, una pelirroja asombrosamente pálida entró por la puerta. Llevaba un vestido de fiesta corto y negro, y zapatos negros de zorrón. Recorrió el pasillo como si estuviera haciendo una prueba para un vídeo musical. El pelo le caía en largos rizos sobre los hombros y la espalda, como un gran velo rojizo. Sus ojos eran de un verde esmeralda. Al ver que Charlie la miraba, sonrió y se detuvo a unos cinco metros de distancia.
Charlie sintió un sobresalto casi doloroso que parecía proceder de la zona de su entrepierna y un segundo después se dio cuenta de que se trataba de un reflejo sexual automático. No había vuelto a sentir algo parecido desde la muerte de Rachel, y se sintió vagamente avergonzado.
Ella lo examinaba, mirándolo como se miraba un coche de segunda mano. Charlie estaba seguro de que se había puesto colorado.
—Hola —dijo—, ¿puedo ayudarla?
La pelirroja sonrió otra vez, solo un poco, y metió la mano en un bolsito negro en el que él no había reparado.
—He encontrado esto —dijo, y levantó una pitillera de plata, un objeto que Charlie ya no veía a menudo, ni siquiera en el negocio de los saldos. La pitillera refulgía y latía como los objetos de la trastienda—. Pasaba por el barrio y no sé por qué he pensado que este era su sitio.
Se acercó al mostrador y dejó la pitillera delante de Charlie.
Este apenas podía moverse. Se quedó mirando a la pelirroja sin darse cuenta siquiera de que, para no mirarla a los ojos, le estaba mirando el canalillo; ella, por su parte, parecía observar su cabeza y sus hombros como si siguiera el rastro de unos insectos que revolotearan a su alrededor con un zumbido.
—Tócame —dijo ella.
—¿Eh? —Él levantó la mirada y vio que hablaba en serio. Ella extendió la mano; llevaba las uñas bien cuidadas y pintadas del mismo rojo intenso que su carmín. Charlie le tocó la mano.
Ella se apartó al instante.
—Estás caliente.
—Gracias. —En ese momento, Charlie se dio cuenta de que ella no lo estaba. Tenía los dedos fríos como el hielo.
—Entonces, ¿no eres uno de nosotros?
Él intentó descubrir a qué «nosotros» se refería. ¿A los irlandeses? ¿A los hipotensos? ¿ A los ninfomaníacos ? ¿Y por qué se le pasaba aquello por la cabeza ?
—¿Uno de nosotros? ¿Qué quieres decir con «nosotros»?
Ella dio un paso atrás.
—No. Tú no te llevas solo a los débiles y a los enfermos, ¿verdad? Tú te llevas a cualquiera.
—¿Llevarme? ¿A qué te refieres?
—Ni siquiera lo sabes, ¿no?
—¿Saber qué? —Charlie se estaba poniendo muy nervioso. Como macho beta que era, le costaba trabajo desenvolverse bajo la mirada de una mujer hermosa, aunque aquella en concreto diera grima—. Espera. ¿Tú ves brillar esto? —Le enseñó la pitillera.
—No veo el resplandor. Solo me dio la impresión de que este era su sitio —contestó ella—. ¿Cómo te llamas?
—Charlie Asher. Esto es Oportunidades Asher.
—Bueno, Charlie, pareces un buen tipo y no sé qué eres exactamente, ni parece que tú lo sepas. No lo sabes, ¿no?
—He sufrido algunos cambios —respondió Charlie, y se preguntó por qué se sentía impelido a contarle aquello.
La pelirroja asintió con la cabeza como si confirmara algo para sus adentros.
—Está bien. Sé lo que es... eh... encontrarse de pronto en una situación en la que fuerzas que escapan a tu control te convierten en alguien o en algo para lo que no hay manual de instrucciones. También sé lo que es vivir en la ignorancia. Pero alguien, en alguna parte, sabe. Alguien puede decirte qué está pasando.
—¿De qué estás hablando ? —Pero Charlie sabía de qué estaba hablando. Lo que no sabía era cómo lo sabía.
—Haces que se muera la gente, ¿verdad, Charlie? —dijo ella como si hubiera hecho acopio de valor para decirle que tenía restos de espinacas entre los dientes. Más como un favor que como un reproche.
—¿Cómo lo...? ¿Cómo lo...?
—Porque es lo que hago yo. No como tú, pero es lo que hago. Encuéntralos, Charlie. Haz memoria y busca a quien estaba allí cuando cambió tu vida.
Charlie la miró, miró luego la pitillera y volvió a clavar los ojos en la pelirroja, que ya no sonreía, sino que retrocedía hacia la puerta. Intentando mantenerse en contacto con la normalidad, se concentró en la pitillera y dijo:
—Supongo que puedo tasarla...
Oyó tintinear la campanilla de la puerta y cuando levantó la vista ella se había ido.
No la vio pasar por los escaparates que flanqueaban la puerta; sencillamente, había desaparecido. Charlie se acercó corriendo a la entrada de la tienda y salió a la acera. El funicular de la calle Masón estaba coronando la colina junto a la calle California; Charlie oyó su campanilla. La fina niebla que subía de la bahía arrojaba nimbos de colores alrededor de los letreros de neón de los otros comercios, pero en la calle no había ninguna pelirroja despampanante. Se acercó a la esquina y miró por Vallejo, pero de la pelirroja no había ni rastro; solo estaba el Emperador, sentado contra el edificio, con sus perros.
—Buenas tardes, Charlie.
—Majestad, ¿ha visto pasar a una pelirroja por aquí hace un momento?
—Oh, sí. Hablé con ella. Pero no sé si tendrás alguna oportunidad, Charlie, creo que está casada. Y me advirtió que me alejara de ti.
—¿Por qué? ¿Se lo dijo?
—Me dijo que eras la Muerte.
—¿Yo? —dijo Charlie—. ¿Yo? —Se le cortó la respiración a la altura de la garganta mientras repasaba de memoria lo sucedido ese día—. ¿Y qué si lo soy?
—¿Sabes, hijo? —dijo el Emperador—, yo no soy un experto en los tratos con el bello sexo, pero tal vez deberías ahorrarte esa información hasta la tercera cita, más o menos, cuando te hayan conocido un poco mejor.
Aunque en ocasiones su imaginación de macho beta podía haber inducido a Charlie al apocamiento e incluso a la paranoia, cuando se trataba de aceptar lo inaceptable le resultaba tan eficaz como un rollo de papel higiénico de poliamida: a prueba de balas, aunque de uso un pelín áspero. La incapacidad para creer lo increíble no sería su perdición. Charlie Asher nunca sería un bicho aplastado en el parabrisas ahumado de una imaginación embotada.
Sabía que todas las cosas que le habían pasado el día anterior rebasaban los límites de lo real para la mayoría de la gente y, dado que el único testigo que podía corroborar lo ocurrido era un hombre que se creía el emperador de San Francisco, Charlie sabía que nunca podría convencer a nadie de que había sido perseguido y atacado por dos cuervos gigantes y malhablados, y declarado luego guía turístico del país de lo ignoto por una pitonisa despampanante con zapatos de putón.
Ni siquiera Jane se lo tragaría. Solo una persona lo habría hecho, podría haberlo hecho, y por enésima vez sintió la ausencia de Rachel hundirse en su pecho como un agujero negro en miniatura. Así fue como Sophie se convirtió en su cómplice.
La niña, vestida con un peto Elmo y unos Doctor Martens de bebé (regalo de la tía Jane) estaba incorporada en su silla de seguridad, en la barra del desayuno, junto a la pecera de los peces de colores (Charlie le había comprado seis peces de colores cuando la niña empezó a fijarse en las cosas que se movían. Una niña necesita mascotas. Charlie les había puesto nombres de abogados de la tele. En ese momento,
Matlock
estaba persiguiendo a
Perry Mason
e intentaba comerse una larga hebra de caca de pez que colgaba de su ojete).
Sophie empezaba a dar muestras del pelo negro de su madre y, si a Charlie no le fallaba la vista, tenía (además de un hilillo de baba) la misma expresión de divertido afecto hacia él que tenía Rachel.
—Así que soy la Muerte —dijo Charlie mientras intentaba preparar un sandwich de atún—. Papá es la Muerte, cielo. —Miró la tostada; no se fiaba del mecanismo automático del tostador, porque a veces a los tostadores les gustaba hacerte alguna putada.
—La Muerte —repitió, y el abrelatas se le resbaló, y se golpeó la mano vendada contra la encimera—. ¡Mierda!
Sophie hizo un gorgorito y soltó una burbuja de felicidad, cosa que Charlie interpretó como: «Cuéntamelo, papi. Continúa, por favor, te lo ruego».
—Ni siquiera puedo salir de casa por miedo a que alguien caiga muerto a mis pies. Soy la Muerte, cariño. Sí, claro, tú te ríes ahora, pero nunca te admitirán en una buena guardería teniendo un padre que pone a la gente a criar malvas.
Sophie dejó escapar otra burbuja de compasión. Charlie sacó a mano la tostada. Estaba poco hecha, pero si volvía a meterla en el tostador se quemaría, a no ser que la vigilara sin perder un segundo y volviera a sacarla con los dedos. Así que seguramente ya se habría infectado con algún patógeno extraño y debilitante propio de las tostadas poco hechas. ¡El mal de la tostada loca!
Putos tostadores
.
—Esta es la tostada de la Muerte, jovencita. —Le enseñó la tostada—. La tostada de la Muerte.
Puso el pan en la encimera y volvió a atarearse con la lata de atún.
—A lo mejor hablaba metafóricamente. Quiero decir que tal vez la pelirroja solo quería decir que soy, ya sabes, mortalmente aburrido. —Eso, desde luego, no explicaba las demás cosas extrañas que le habían pasado—. ¿Tú qué crees? —le preguntó a Sophie.
La miró en busca de una respuesta y vio que la niña tenía aquella sonrisa de listilla tan
rachelesca
(menos los dientes). Sus cuitas le hacían gracia y, curiosamente, Charlie se sintió mejor al saberlo.
El abrelatas volvió a resbalársele, salpicó de salsa de atún su camisa y lanzó al suelo su tostada, que se impregnó de pelusa. ¡Pelusa en su tostada! Pelusa en la tostada de la Muerte. ¿De qué coño servía ser el Señor del Inframundo si uno tenía que comerse una tostada poco hecha y encima con pelusa?
—¡Joder!
Recogió la tostada del suelo y la lanzó hacia el cuarto de estar por delante de Sophie. La niña la siguió con la mirada y miró luego a su padre con un chillido alborozado, como diciendo: «Hazlo otra vez, papi. ¡Hazlo otra vez!».
Charlie la sacó del asiento y la abrazó con fuerza; olía su aroma agridulce de bebé y sus lágrimas le manchaban el peto. Podía haber afrontado aquello si Rachel hubiera estado allí, pero no podía, no quería hacerlo sin ella.
Sencillamente, no saldría de casa. Esa era la solución. El único modo de mantener a la gente de San Francisco a salvo era encerrarse en casa. Así que durante los cuatro días siguientes se quedó en el apartamento con Sophie y mandó a la señora Ling, la del piso de arriba, a comprar comida. (Y, como la señora Ling, pusiera lo que pusiese en la lista, siempre hacía la compra en los mercados del barrio chino, Charlie estaba acumulando una colección ingente de verduras para las que no tenía ni nombre ni idea de cómo prepararlas). Al cabo de dos días, cuando un nuevo nombre apareció en la libreta junto a su cama, Charlie reaccionó escondiéndola debajo de la guía telefónica, en un cajón de la cocina.
Fue el quinto día cuando vio la sombra de un cuervo sobre la puerta del tejado del edificio de enfrente. Al principio no sabía si era un cuervo gigante o solo un cuervo de tamaño normal que proyectaba una sombra, pero cuando cayó en la cuenta de que era mediodía y de que cualquier sombra normal se proyectaría hacia abajo, el diminuto cuervo de la negación se esfumó en un suspiro. Bajó las persianas de ese lado del piso y se sentó en el dormitorio cerrado a cal y canto, con Sophie, una caja de pañales, una cesta llena de comida, una caja de seis botellas de leche para lactantes y otra de refrescos de naranja y se quedó allí escondido hasta que sonó el teléfono.
—¿Se puede saber qué haces? —preguntó una voz de hombre muy grave al otro lado de la línea—. ¿Es que estás loco?
Charlie se quedó de piedra; por el identificador de llamadas había esperado que fuera alguien que se había equivocado de número.
—Me estoy comiendo una cosa que creo que es o un melón o un calabacín. —Miró aquella cosa verde, que sabía a melón pero que parecía más bien un calabacín con pinchos (la señora Ling había llamado a aquella cosa «calle-y-coma-es-bueno-para-usted»).
El hombre dijo:
—La estás cagando. Tienes que cumplir con tu trabajo. Haz lo que dice el libro o todo lo que significa algo para ti te será arrebatado. Hablo en serio.
—¿Qué libro? ¿Quién es? —preguntó Charlie. Tenía la impresión de que aquella voz, que por alguna razón lo puso enseguida alerta, le sonaba de algo.
—Eso no puedo decírtelo, lo siento —dijo el otro—. Lo siento de verdad.
—Tengo identificador de llamadas, cretino. Sé desde dónde llamas.
—¡Huy! —dijo el hombre.
—Deberías haberlo pensado. ¿Qué clase de siniestro poder de las tinieblas te crees que eres si ni siquiera bloqueas tu identificador de llamadas ?
En la pantallita del teléfono ponía «Fresh Music» y un número. Charlie llamó al número, pero nadie respondió. Corrió a la cocina, sacó del cajón el listín telefónico y buscó Fresh Music. Era una tienda de discos en la parte alta de Market, en el distrito de Castro.
El teléfono sonó otra vez y Charlie levantó el auricular de la encimera con tanta violencia que estuvo a punto de desconcharse un diente al responder.
—¡Serás cabrón! ¡Tú no tienes piedad! —gritó al teléfono—. ¿Tienes idea de por lo que estoy pasando, monstruo sin corazón?
—¡Que te jodan, Asher! —dijo Lily—. El hecho de que sea una cría no significa que no tenga sentimientos. —Y colgó.
Charlie volvió a llamar.
—Oportunidades Asher —contestó Lily—, negocio propiedad desde hace más de treinta años de una familia de burgueses con afición por las lavativas.
—Perdona, Lily, creía que era otra persona. ¿Por qué llamabas?
—¿
Moi
?—dijo ella—.
Je me fous de ta gueule
,
espéce de gañiré de douche
.
—Lily, deja de hablar en francés. Ya te he pedido perdón.
—Aquí abajo hay un poli que quiere verte —respondió ella.
Charlie llevaba a Sophie atada al pecho, como un terrorista su bomba, cuando bajó por la escalera de atrás. La niña ya sostenía la cabeza, así que Charlie la había puesto de frente en la mochila para que pudiera mirar a su alrededor. Por cómo movía los brazos y las piernas mientras Charlie caminaba, parecía haberse lanzado desde un avión con un pardillo flacucho a modo de paracaídas.