Un día una perfecta desconocida lo llamaba chiflado y al siguiente un funcionario lo echaba de la acera: aquella ciudad se estaba convirtiendo en una jungla.
Charlie llamó al timbre y esperó a un lado de la puerta de cristal emplomado de un metro ochenta y pico de alto. Un momento después oyó unos pasos ligeros y amortiguados que se acercaban y una silueta diminuta apareció tras el cristal. La puerta se abrió lentamente.
—Señor Asher —dijo Michael Mainheart—, gracias por venir. —El anciano nadaba en un traje de espiguilla que debía de haber comprado treinta años antes, cuando era más robusto. Cuando estrechó la mano de Charlie, su piel parecía el envoltorio usado de un wonton, frío y un poco polvoriento. Charlie intentó no estremecerse cuando el viejo lo condujo a una gran rotonda de mármol cuyos ventanales de cristal emplomado alcanzaban el techo abovedado de doce metros de alto y en la que una escalera circular subía hasta un descansillo que llevaba a las alas superiores de la casa. Charlie se había preguntado a menudo cómo sería tener una casa con alas. ¿Cómo se las arreglaba uno para encontrar las llaves del coche?
—Pase por aquí —dijo Mainheart—. Voy a enseñarle dónde guardaba su ropa mi mujer.
—Lo acompaño en el sentimiento —dijo Charlie automáticamente. Había acudido a montones de avisos como aquel. «Conviene no quedar como un buitre», solía decirle su padre. «Alaba siempre la mercancía; puede que para ti sea una mierda, pero a lo mejor ellos se han dejado un trozo del alma en ella. Alábala, pero no te muestres codicioso. Se puede sacar provecho y de paso preservar la dignidad de todo el mundo».
—Hostias —dijo Charlie al entrar detrás del viejo en un vestidor del tamaño de su apartamento—. Quiero decir que su señora tenía un gusto exquisito, señor Mainheart.
Había allí filas y filas de ropa de alta costura de todo tipo, desde vestidos de noche a percheros de dos pisos repletos de trajes de punto, ordenados por colores y grado de formalidad: un opulento arco iris de seda, lino y lana. Jerseys de cachemira, abrigos, capas, chaquetas, faldas, blusas, lencería... El vestidor tenía forma de T, con un gran tocador y un espejo en el vértice y los accesorios en las alas (¡hasta el vestidor tenía alas!), zapatos a un lado, cinturones, pañuelos y bolsos de mano al otro. Un ala entera de zapatos italianos y franceses fabricados a mano a base de pieles de animales que habían llevado una vida feliz y sin mácula. Al fondo del vestidor, espejos de cuerpo entero flanqueaban el tocador, y Charlie distinguió de pasada su reflejo y el de Michael Mainheart, él con su traje gris de mil rayas de segunda mano y Mainheart con el suyo de espiguilla que le quedaba grande; dos estudios en gris y negro, austeros e inermes en medio de aquel vibrante jardín.
El anciano se acercó a la silla del tocador y se sentó con un chasquido y un silbido.
—Supongo que tardará algún tiempo en tasarlo —dijo.
Charlie se quedó en medio del vestidor y miró a su alrededor un segundo antes de contestar:
—Depende, señor Mainheart, de qué quiera deshacerse.
—De todo. Hasta del último trapo. No soporto sentirla aquí. —Se le quebró la voz—. Quiero que todo esto desaparezca. —Apartó la mirada de Charlie hacia el ala de los zapatos y procuró que no se le notara que estaba llorando.
—Entiendo —contestó Charlie, que no sabía muy bien qué decir. Aquella colección estaba muy lejos de su alcance.
—No, usted no lo entiende, joven. No podría entenderlo. Emily era mi vida. Me levantaba por la mañana por ella, iba a trabajar por ella, fundé mi negocio por ella. Estaba deseando llegar a casa por las noches para contarle qué tal me había ido el día. Me iba a la cama con ella y soñaba con ella cuando dormía. Era mi pasión, mi mujer, mi mejor amiga, el amor de mi vida. Y un día, sin previo aviso, se fue y mi vida quedó vacía. Usted no puede entenderlo.
Pero Charlie lo entendía.
—¿Tiene usted hijos, señor Mainheart?
—Dos varones. Vinieron para el entierro y luego se marcharon a casa con sus familias. Se ofrecen a hacer lo que pueden, pero...
—No pueden hacer nada —concluyó Charlie por él—. Nadie puede.
El anciano lo miró con el semblante tan afligido y estéril como el de un basset hound momificado.
—Solo quiero morirme.
—No diga eso —dijo Charlie, porque es lo que suele decirse—. Esa sensación pasará. —Cosa que dijo porque todo el mundo se la había dicho a él. A su modo de ver, estaba soltando un montón de tópicos de pacotilla.
—Ella era... —A Mainheart se le quedó trabada la voz al borde de un sollozo. Era un hombre fuerte, al mismo tiempo abrumado por su pena y avergonzado por mostrarla.
—Lo sé —dijo Charlie mientras pensaba en cómo seguía ocupando Rachel aquel lugar en su corazón, y en cómo se volvía a veces en la cocina para decirle algo y ella no estaba, y él se quedaba sin aliento.
—Era...
—Lo sé —lo interrumpió Charlie, intentando echar un cable a Mainheart, porque sabía lo que sentía.
Era el sentido y el orden y la luz, y ahora que se ha ido el caos cae como una nube cargada de oscuridad
.
—Era tan descomunalmente idiota....
—¿Cómo? —Charlie levantó la vista tan rápidamente que oyó chasquear una vértebra de su cuello. Aquello no se lo esperaba.
—La muy cretina comió silicato —dijo Mainheart, irritado y abatido.
—¿Qué? —Charlie sacudió la cabeza como si intentara que algo se desprendiera.
—Silicato.
—¿Qué?
—¡Silicato! ¡Silicato! ¡Silicato, imbécil!
A Charlie le entraron ganas de gritarle el nombre de algún arcano: «¡Pues simeticona! ¡Simeticona! ¡Simeticona, majadero!». Pero dijo:
—¿Esa cosa de la que se hacen las tetas falsas? ¿Se comió eso? —La imagen de una señora mayor y bien vestida papeándose una cucharada pringosa de relleno de tetas cruzó sus lóbulos cerebrales como una pesadilla balbuciente.
Mainheart se levantó apoyándose en el tocador.
—No, esos paquetitos que meten con las cámaras y los aparatos electrónicos.
—¿Esos que ponen «No comer»?
—Exacto.
—Pero si en la bolsita pone... ¿Se comió eso?
—Sí. El peletero puso unas bolsitas entre las pieles cuando instaló ese armario. —Mainheart señaló con el dedo.
Charlie se volvió; detrás de la amplia puerta del vestidor por la que habían entrado había un armario de cristal iluminado, dentro del cual colgaban cerca de una docena de abrigos de piel. El armario tenía seguramente su propio aparato de aire acondicionado para controlar la humedad, pero no fue en eso en lo que se fijó Charlie. Incluso a la luz del fluorescente empotrado del armario, uno de los chaquetones desprendía claramente un resplandor rojizo y palpitante. Charlie se volvió hacia Mainheart muy despacio. Intentaba no reaccionar exageradamente. No estaba seguro, de hecho, de qué constituía una exageración en aquel caso, así que procuró aparentar calma, aunque no estaba dispuesto a aguantar gilipolleces.
—Señor Mainheart, lamento la muerte de su esposa, pero ¿pasa algo aparte de lo que me ha dicho?
—Perdone, pero no entiendo qué quiere decir.
—Quiero decir —contestó Charlie— que por qué, de todos los tratantes de ropa usada de la zona de la bahía, decidió llamarme a mí. Hay gente mucho más cualificada que yo para encargarse de una colección de esta envergadura y calidad. —Se acercó con ímpetu al armario de las pieles y abrió la puerta, que hizo el mismo ruido que la goma de una nevera al abrirse, y agarró el chaquetón refulgente, el cual parecía de piel de zorro—. ¿O fue por esto? ¿Tuvo su llamada algo que ver con esto? —Charlie blandió el chaquetón como si empuñara el arma de un crimen ante el acusado.
En resumen
, pensó en añadir, ¿
intenta usted putearme
?
—Era usted el primer tratante de ropa usada que aparecía en la guía telefónica.
Charlie dejó caer el chaquetón.
—¿Asher Artículos de Segunda Mano?
—Empieza por A —dijo Mainheart lenta y cuidadosamente. Saltaba a la vista que intentaba contener las ganas de volver a llamarlo imbécil.
—Entonces, ¿no tiene nada que ver con este chaquetón?
—Bueno, algo tiene que ver. Me gustaría que se lo llevara junto con todo lo demás.
—¡Ah! —respondió Charlie, intentando recobrarse—. Señor Mainheart, le agradezco su llamada, y esta colección es desde luego muy bonita, realmente asombrosa, pero no dispongo de medios para ocuparme de esta clase de mercancía. Y seré sincero con usted aunque mi padre se revuelva en su tumba por decirle esto: la ropa de este armario vale probablemente un millón de dólares. Quizá más. Y, si se tiene tiempo y espacio para revenderla, seguramente dará beneficios por valor de un cuarto de esa suma. Yo no tengo tanto dinero.
—Podemos llegar a un acuerdo —dijo Mainheart—. Solo para sacarla de la casa...
—Podría llevarme parte en depósito, supongo...
—Quinientos dólares.
—¿Qué?
—Déme quinientos dólares y, si mañana se lo ha llevado todo de aquí, es suyo.
Charlie hizo amago de protestar, pero presintió que el fantasma de su padre se levantaría para arrearle en la cabeza con una escupidera si no se callaba. «Nosotros ofrecemos un servicio valioso, hijo. Somos como un orfanato del arte y los artefactos, porque estamos dispuestos a comerciar con lo que nadie quiere, a darle valor».
—No puedo hacer eso, señor Mainheart. Tendría la impresión de estar aprovechándome de su desgracia.
«Por el amor de Dios, tú eres un fracasado, tú no eres hijo mío. Yo no tengo hijo». ¿Era el fantasma de su padre el que hacía resonar cadenas en su cabeza? ¿Por qué, entonces, tenía la voz de Lily y hablaba como ella? ¿Podía ser avariciosa la conciencia?
—Me haría usted un favor, señor Asher. Un enorme favor. Si no se lo lleva usted, llamaré a Caritas. Le prometí a Emily que, si alguna vez le ocurría algo, no tiraría sus cosas a la basura. Por favor.
Había tanto dolor en la voz del anciano que Charlie tuvo que mirar para otro lado. Lo sentía por el viejo, porque le entendía. Pero no podía hacer nada por ayudarlo, no podía decirle «Ya se le pasará», como le decía todo el mundo a él. Aquello no se pasaba. Iba cambiando, pero no mejoraba. Y aquel tipo tenía cincuenta años más en los que empaquetar sus ilusiones, o, en su caso, su historia.
—Deje que me lo piense. Que eche un vistazo al almacén. Si puedo hacerme cargo, lo llamaré mañana, ¿le parece bien?
—Se lo agradecería —respondió Mainheart.
Luego, por alguna razón que no se explicaba, Charlie añadió:
—¿Puedo llevarme este chaquetón? Como ejemplo de la calidad de la colección, por si tengo que dividirla entre otros tratantes.
—Está bien. Permítame acompañarlo a la puerta.
Cuando entraron en la rotonda, una sombra cruzó las ventanas emplomadas, tres pisos más arriba. Una sombra de grandes dimensiones. Charlie se paró en los escalones y esperó a que el anciano reaccionara, pero Mainheart siguió bajando la escalera con paso tambaleante, cargando el peso en la barandilla. Cuando llegó a la puerta, se volvió hacia Charlie y le tendió la mano.
—Lamento mi... eh... mi estallido de antes. No soy el mismo desde que...
Cuando empezaba a abrir la puerta, una figura se posó fuera. Proyectaba a través del cristal la silueta de un pájaro de la altura de un hombre.
—¡No! —Charlie se lanzó hacia delante, apartó al viejo de un empujón y cerró la puerta de golpe ante la cabeza del pajarraco, cuyo grueso pico negro la atravesó y la rompió como una cizalla de podar setos; un paragüero se volcó y esparció su contenido por el suelo de mármol. La cara de Charlie quedó a pocos centímetros del ojo del pájaro. Charlie empujaba la puerta con el codo e intentaba impedir que el pico le segara una mano. El pájaro arañaba con las garras el cristal y, al revolverse para soltarse, agrietó uno de los gruesos paneles biselados.
Charlie apoyó la cadera contra la jamba de la puerta y se deslizó hacia abajo; tiró el chaquetón de zorro y cogió uno de los paraguas del suelo. Lo clavó entre las plumas del cuello del pájaro y se apartó un poco de la puerta: una de las garras negras se metió por el hueco y le arañó el antebrazo, desgarrándole la chaqueta, la manga de la camisa y la carne. Charlie empujó el paraguas con todas sus fuerzas y de ese modo consiguió meter la cabeza del pájaro por el agujero de la puerta.
El cuervo soltó un chillido y levantó el vuelo. Al alejarse, sus alas producían un susurro atronador. Charlie yacía de espaldas, sin aliento; miró fijamente los cristales emplomados, como si en cualquier momento la sombra del cuervo gigante pudiera volver. Luego miró a Michael Mainheart, que yacía acurrucado de lado, como una marioneta sin cuerdas. A su lado había un bastón con empuñadura de marfil labrado en forma de oso polar que se había salido del paragüero. El bastón refulgía con una luz rojiza. El anciano no respiraba.
—Ya la hemos jodido —dijo Charlie.
En el callejón de detrás de Oportunidades Asher, el Emperador de San Francisco daba de comer focaccia de aceitunas a sus tropas con la mano mientras intentaba impedir que la baba de perro le pringara el desayuno.
—Paciencia,
Holgazán
—dijo Emperador al boston terrier, que brincaba a la vista de la rosca de pan plano del día anterior como una Super Ball peluda, mientras
Lazarus
, el solemne golden retriever, esperaba tranquilamente su parte.
Holgazán
El Emperador gruñó y se sentó sobre un cajón de leche vacío. Era un tipo grande y bamboleante como un oso, con los hombros anchos, aunque un poco quebrantados por llevar encima el peso de la ciudad. Una blanca maraña de pelo y barba orlaba su cara como una nube de tormenta. Sus tropas y él llevaban toda la vida patrullando la ciudad, hasta donde le alcanzaba la memoria, aunque, pensándolo bien, quizá solo fuera desde el miércoles. No estaba del todo seguro.
El Emperador decidió lanzar una arenga a las tropas acerca de la importancia de la compasión frente a la marea creciente de la hijoputez y la política de las alimañas en el cercano reino de los Estados Unidos (tenía la impresión de que su público estaba más atento a sus proclamas cuando la focaccia aderezada con carne estaba aún a buen recaudo en la despensa de los bolsillos de su abrigo, en cuyas lanosas profundidades reposaba en ese momento una de pepperoni con parmesano, de modo que los reales lebreles se hallaban en éxtasis). Pero justo cuando se aclaraba la garganta para empezar, una furgoneta dobló chirriando la esquina, se puso a dos ruedas al pasar por entre una hilera de cubos de basura y se detuvo a menos de quince metros de allí. La puerta del conductor se abrió y un hombre flaco y trajeado saltó de ella cargado con un bastón y un chaquetón de piel y se fue derecho a la puerta trasera de la tienda de Asher. Pero antes de que hubiera subido dos escalones, cayó al suelo de cemento como si hubiera recibido un golpe desde atrás, rodó de espaldas y empezó a golpear el aire con el bastón y el abrigo. El Emperador, que conocía a casi todo el mundo, reconoció en él a Charlie Asher.