Antes siquiera de que metiera la llave en el contacto, se fijó en el compacto de Sarah McLachlan que había en el asiento del acompañante. Rachel iba a echarlo de menos. Era su disco preferido y allí estaba ella, recuperándose sin él. Charlie no podía consentirlo. Agarró el compacto, cerró la furgoneta y volvió a subir a la habitación de Rachel.
Para alivio suyo, la enfermera se había retirado del mostrador, así que no tuvo que soportar su gélida mirada de reproche, o lo que imaginaba sería su gélida mirada de reproche. Había preparado mentalmente un corto discurso acerca de que ser un buen marido y padre significaba anticiparse a los deseos y necesidades de su esposa, y ello incluía llevarle su música preferida. En fin, podía usar el discurso a la salida, si la enfermera lo obsequiaba con su gélida mirada.
Abrió lentamente la puerta de la habitación para no sobresaltar a Rachel y al hacerlo imaginó su cálida sonrisa de desaprobación. Pero Rachel parecía estar dormida y junto a la cama había un negro muy alto, vestido de color verde menta.
—¿Qué hace usted aquí?
El hombre vestido de verde menta se volvió, sobresaltado.
—¿Me ve ? —Señaló con el dedo su corbata marrón chocolate, y Charlie se acordó por un segundo de esas pastillas de menta, muy finas, que te ponen en la almohada en los buenos hoteles.
—Claro que lo veo. ¿ Qué hace aquí?
Charlie se acercó a la cama de Rachel para interponerse entre el desconocido y su familia. La pequeña Sophie parecía fascinada con aquel negro tan alto.
—Esto no va bien —dijo Verde Menta.
—Se ha equivocado de habitación —contestó Charlie—. Salga de aquí. —Charlie estiró el brazo hacia atrás y palmeó la mano de Rachel.
—Esto va fatal.
—Señor, mi esposa está intentando dormir y usted se ha equivocado de habitación. Haga el favor de irse antes de que...
—No está dormida —dijo Verde Menta. Su voz era suave y un poco sureña—. Lo siento.
Charlie se volvió para mirar a Rachel. Esperaba verla sonreír, oírla decir que se calmara, pero tenía los ojos cerrados y la cabeza, ladeada, se le había descolgado de la almohada.
—¿Cariño? —Charlie dejó caer el disco que llevaba en la mano y la zarandeó suavemente—. ¿Cariño?
La pequeña Sophie empezó a llorar. Charlie tocó la frente de Rachel, la agarró por los hombros y la zarandeó.
—Cariño, despierta. Rachel. —Acercó el oído a su corazón y no oyó nada—. ¡Enfermera!
Buscó a tientas por la cama el timbre, que había resbalado de la mano de Rachel y yacía sobre la manta.
—¡Enfermera! —Pulsó el botón y se volvió para mirar al hombre vestido de verde menta—. ¿Qué ha pasado...?
Pero el hombre se había ido.
Charlie corrió al pasillo, pero allí no había nadie.
—¡Enfermera!
Veinte segundos después llegó la enfermera de la serpiente tatuada, seguida, medio minuto más tarde, por un equipo de reanimación con un desfibrilador.
No pudieron hacer nada.
La pena reciente tiene un filo muy fino, siega los nervios, desconecta la realidad: hay piedad en una hoja bien afilada. Solo con el tiempo, a medida que va embotándose el filo, empieza el verdadero dolor.
De modo que Charlie apenas fue consciente de sus propios gritos en la habitación de Rachel en el hospital, ni de que lo sedaron, ni de la histeria eléctrica y vaporosa que cubrió con su red todo lo que hizo aquel primer día. Después llegó la memoria del sonámbulo, escenas filmadas desde la cuenca del ojo de un zombi, mientras deambulaba como un espectro entre explicaciones, recriminaciones, preparativos y ceremonias.
—Se llama tromboembolismo cerebral —había dicho el doctor—.Un coágulo de sangre se forma en las piernas o en la pelvis durante el parto y luego se desplaza hasta el cerebro y corta el riego sanguíneo. Es muy raro, pero sucede. No podíamos hacer nada. Aunque hubiéramos podido reanimarla con el desfibrilador, habría sufrido graves daños cerebrales. No sufrió. Seguramente le entró sueño y se desmayó.
—¡El hombre de verde! —susurró Charlie para no ponerse a gritar—. Le hizo algo. Le inyectó algo. Estaba allí y sabía que Rachel se estaba muriendo. Lo vi cuando vine a traerle su disco.
Le mostraron las cintas de seguridad; la enfermera, el doctor, los gerentes del hospital y los abogados, todos vieron las imágenes en blanco y negro en las que aparecía él saliendo de la habitación de Rachel, el pasillo vacío y él volviendo a la habitación. No había ningún hombre vestido de color verde menta. Ni siquiera encontraron el disco.
Falta de sueño, dijeron. Alucinaciones provocadas por el agotamiento. Trauma. Le dieron fármacos para dormir, fármacos para la ansiedad, fármacos para la depresión, y lo mandaron a casa con su hija recién nacida.
Al segundo día, Jane, su hermana mayor, sostenía a Sophie en brazos mientras hablaban de Rachel y la enterraban. Charlie no recordaba haber elegido un ataúd ni hecho los preparativos. Era otra vez el sueño del sonámbulo: sus parientes políticos yendo de acá para allá vestidos de negro, como espectros tambaleantes que repetían entre balbuceos los tópicos inadecuados del pésame: «Cuánto lo sentimos». «Era tan joven...». «Qué tragedia». «Si hay algo que podamos hacer...».
Los padres de Rachel lo abrazaban, las cabezas juntas formando el ápice de un trípode. Habían manchado el suelo de pizarra del vestíbulo del tanatorio con sus lágrimas. Cada vez que Charlie notaba hundirse los hombros de su suegro en un sollozo, sentía que volvía a rompérsele el corazón. Saúl cogió su cara entre las manos y dijo:
—No puedes imaginártelo, porque yo no puedo imaginármelo. —Pero Charlie podía imaginárselo porque era un macho beta, y la imaginación era su cruz y su calvario; y porque había perdido a Rachel y ahora tenía una hija, aquella minúscula desconocida que dormía en brazos de su hermana. Podía imaginarse al hombre de verde menta llevándose a Sophie.
Miró el suelo manchado de lágrimas y dijo:
—Por eso en la mayoría de los tanatorios hay moqueta. Porque alguien podría resbalarse.
—Pobre chico—dijo la madre de Rachel—. Haremos el
shivah
3
contigo, por supuesto.
Charlie cruzó la sala para acercarse a su hermana Jane, que llevaba un traje de hombre (un traje de gabardina de color gris oscuro, con raya diplomática y chaqueta cruzada) que, unido a su riguroso peinado de estrella de pop de los años ochenta y al bebé envuelto en una manta rosa que sostenía en brazos, la hacía parecer, más que andrógina, confusa. Charlie pensó que, a decir verdad, el traje le quedaba mejor a ella que a él, pero que aun así debería haberle pedido permiso para ponérselo.
—No puedo hacer esto —dijo. Se dejó caer hacia delante hasta que la península de pelo oscuro que formaban sus entradas tocó el engominado tupé rubio platino a lo Flock of Seagulls
4
de su hermana. Parecía la mejor postura para compartir la pena, ese juntar las frentes, y le recordaba a cuando uno, borracho, se ponía frente al urinario y caía hacia delante hasta golpearse la cabeza contra la pared. Desesperación.
—Lo estás haciendo muy bien —dijo Jane—. A nadie se le da bien esto.
—¿Qué coño es un
shivah
.
—Creo que es ese dios hindú con tantos brazos.
—No puede ser. Los Goldstein van a hacerlo conmigo.
—¿Rachel no te enseñó nada sobre el judaísmo?
—Yo no le hacía caso. Creía que teníamos tiempo de sobra.
Jane se cargó a la pequeña Sophie en un solo brazo, la incorporó a medias y puso su mano libre sobre la nuca de Charlie.
—Todo irá bien, nene.
—Siete —dijo el señor Goldstein—.
Shívah
significa «siete». Antes nos sentábamos durante siete días para llorar a los muertos y rezar. Es lo ortodoxo. Ahora la mayoría de la gente solo se sienta tres.
Hicieron el
shivah
en el apartamento de Rachel y Charlie, que daba a la línea del funicular de la esquina de las calles Masón y Vallejo. El edificio era eduardiano, de ladrillo visto y cuatro plantas (arquitectónicamente no era ni mucho menos la gran cortesana de época victoriana ataviada de alta costura, pero tenía en cambio suficientes perifollos y baratijas de mujerzuela como para hacerle una paja a un marinero en un callejón); había sido construido después de que el terremoto y el incendio de 1906 nivelaran toda la zona de lo que ahora eran North Beach, Russian Hill y el barrio chino. Charlie y Jane habían heredado el edificio, junto con la tienda de oportunidades que ocupaba la planta baja, a la muerte de su padre, cuatro años atrás. A Charlie le había tocado el negocio, el amplio apartamento doble en el que habían crecido y el mantenimiento del viejo edificio, y a Jane la mitad de los alquileres y uno de los apartamentos del piso de arriba, con vistas al Bay Bridge.
A instancias del señor Goldstein, todos los espejos de la casa fueron cubiertos con tela negra y un gran cirio colocado sobre la mesita baja, en medio del cuarto de estar. Se suponía que debían sentarse en banquetas bajas o cojines, pero como Charlie no tenía en casa ni una cosa ni otra, por primera vez desde la muerte de Rachel bajó a la tienda en busca de algo que pudiera servirles. Las escaleras traseras bajaban desde la despensa de detrás de la cocina al almacén, donde Charlie tenía su oficina entre cajas de mercancías que esperaban su turno para ser clasificadas, etiquetadas y colocadas en la tienda.
El local estaba a oscuras, salvo por la luz de las farolas de la calle Masón, que entraba por el escaparate delantero. Charlie se quedó allí, al pie de las escaleras, con la mano en el interruptor de la luz y la mirada fija. Entre las estanterías de libros y fruslerías, los montones de radios desvencijadas, los percheros de ropa envueltos en sombras, apenas formas abultadas entre las sombras, veía objetos que desprendían una luz roja y mortecina, que casi parecían palpitar como corazones vivos. Una sudadera en un perchero, una rana de porcelana en una vitrina; fuera, junto al escaparate, una vieja bandeja de Coca-Cola y un par de zapatos. Todo refulgía en rojo.
Charlie pulsó el interruptor, los fluorescentes cobraron vida por el techo, parpadeando al principio, y la tienda se iluminó. El fulgor rojizo desapareció.
—Vaaaale —se dijo a sí mismo con calma, como si todo fuera bien. Apagó las luces. Las cosas volvieron a brillar en rojo. Sobre el mostrador, cerca de donde estaba, una bandejita de bronce para tarjetas de visita en forma de grulla blanca emitía un resplandor rojo y apagado. Charlie se tomó un segundo para observarla, solo para cerciorarse de que no había ninguna fuente de luz roja en el exterior que, al reflejarse por el local, estuviera poniéndolo nervioso sin motivo. Se adentró en la tienda a oscuras, echó un vistazo más de cerca, miró en ángulo la grulla de bronce. No, decididamente el metal latía con una luz roja. Se dio la vuelta y subió corriendo las escaleras lo más deprisa que pudo.
Estuvo a punto de arrollar a Jane, que estaba en la cocina, meciendo suavemente a Sophie mientras le hacía carantoñas en voz baja.
—¿Qué pasa? —preguntó su hermana—. Sé que hay unos cojines grandes en la tienda, por alguna parte.
—No puedo —dijo Charlie—. Estoy drogado. —Se apoyó de espaldas en la nevera como si la hubiera tomado como rehén.
—Ya voy yo a por ellos. Ten, coge a la niña.
—No puedo, estoy drogado. Tengo alucinaciones.
Jane siguió acunando al bebé en el hueco de su brazo derecho y con el brazo libre rodeó a su hermano pequeño.
—Charlie, estás tomando ansiolíticos y antidepresivos, no ácido. Mira este apartamento. No hay ni una sola persona aquí que no haya tomado algo. —Charlie miró a través de la puerta de la cocina: mujeres de negro, la mayoría de mediana edad o mayores, meneando la cabeza; hombres de aspecto estoico en pie, alrededor del perímetro del cuarto de estar, cada uno sosteniendo un grueso vaso de licor, con la mirada perdida.
—¿Lo ves? Están todos ciegos.
—¿Y mamá? —Charlie señaló con la cabeza a su madre, que destacaba entre las otras mujeres canosas y enlutadas porque iba adornada con joyería de plata de los indios navajos y estaba tan morena que parecía fundirse en su cóctel de güisqui cada vez que bebía un trago.
—Mamá sobre todo —dijo Jane—. Voy a buscar algo donde sentarnos para el
shivah
. No sé por qué no podéis usar los sofás. Venga, coge a tu hija.
—No puedo. No soy de fiar.
—¡Cógela, hostias! —le bramó Jane al oído con una especie de ladrido susurrado. Hacía mucho tiempo que había quedado decidido quién era el macho alfa entre ellos dos, y no era Charlie. Le dio a la niña y se fue hacia las escaleras.
—Jane —la llamó Charlie—. Echa un vistazo antes de encender la luz. A ver si ves algo raro, ¿vale?
—Vale. Algo raro.
Lo dejó allí parado, en la cocina, observando a su hija mientras pensaba que Sophie tenía quizá la cabeza un tanto oblonga, pero que, a pesar de eso, se daba un aire a Rachel.
—Tu madre quería mucho a la tía Jane —le dijo—. Solían ponerse de acuerdo para ganarme al Risk... y al Monopoly... y en las discusiones... y también cocinando. —Se deslizó hacia abajo por la puerta de la nevera, se sentó con las piernas estiradas en el suelo y escondió la cara en la manta de Sophie.
A oscuras, Jane se dio un golpe en la espinilla con una caja de madera llena de teléfonos viejos.
—Esto es una estupidez —dijo para sí misma, y dio la luz. Nada raro. Luego, sin embargo, como Charlie podía ser muchas cosas, pero loco no estaba, volvió a apagarla solo para asegurarse de que no había pasado nada por alto—. Sí, ya. Algo raro.
No había nada extraño en la tienda, como no fuera que ella estaba allí, a oscuras, frotándose la espinilla. Pero entonces, justo antes de que volviera a encender la luz, vio a alguien mirando por el escaparate; alguien que se hacía sombra con las manos alrededor de los ojos para ver más allá del reflejo de las farolas. Un vagabundo o un turista borracho, pensó. Se movió por la tienda a oscuras, entre columnas de cómics apilados en el suelo, hasta quedar detrás de un perchero de chaquetas desde donde veía claramente el escaparate, lleno de cámaras económicas, jarrones, hebillas de cinturón y toda clase de objetos que Charlie había juzgado dignos de interés, pero por los que, obviamente, no merecía la pena romper la vidriera.
El tipo parecía alto y no era un mendigo; iba bien vestido, aunque todo del mismo color. Jane pensó que podía ser amarillo, pero era difícil distinguirlo a la luz de las farolas. Quizá fuera un verde claro.