Charlie se esforzó por mirar más allá del cancerbero y vio a Sophie de pie, con la mano en el collar de Alvin, el cual se cernía amenazante sobre un niño pequeño agazapado en el rincón. El niño parecía un poco perplejo, pero por lo demás estaba intacto y no parecía muy asustado. De hecho, se abrazaba a una caja de crujientes ganchitos de queso; se comía uno y luego le daba otro a Alvin, que, a la espera del siguiente ganchito, iba derramando baba de perro infernal sobre los zapatos del crío.
—Lo quiero —dijo Sophie. Se acercó al niño y le dio un beso en la mejilla, dejando allí otra mancha de chocolate. No era la primera. Parecía que el chaval llevaba algún tiempo soportando las efusiones de Sophie, pues estaba embadurnado de chocolate y del polvillo naranja de los ganchitos—. Quiero quedármelo.
El niño sonrió.
—Vino a jugar. Supongo que quedasteis antes de que te fueras —dijo Cassandra—. Pensé que estaría bien. He intentado sacarlo de ahí, pero los perros no me dejan pasar. ¿Qué vamos a decirle a su madre?
—Quiero quedármelo —repitió Sophie. Y le dio un besazo.
—Se llama Matthew —dijo Cassie.
—Sé cómo se llama. Va al colegio de Sophie.
Charlie hizo amago de entrar en la habitación. Mohamed le cortó el paso.
—Matty, ¿estás bien?
—Aja —contestó el crío empapado de chocolate, queso y baba de perro.
—Quiero que se quede, papá —dijo Sophie—. Y Alvin y Mohamed también quieren.
Charlie pensó que quizá no había sido lo bastante estricto a la hora de poner límites a su hija. Quizá, tras perder a Rachel, no había tenido valor para negarle nada, y ahora la niña tomaba rehenes.
—Cariño, Matty tiene que lavarse. Su madre va a venir a recogerlo para que vaya a traumatizarse a su casa.
—¡No! Es mío.
—Cariño, dile a
Mohamed
que me deje pasar. Si no limpiamos a Matty, no vendrá más.
—Puede dormir en tu habitación —contestó Sophie—. Yo cuidaré de él.
—No, jovencita. Dile a
Mohamed
que...
—Tengo que hacer pis —dijo Matthew. Se levantó y pasó junto a
Alvin
, junto a
Mohamed
y junto a Charlie y Cassandra, camino del cuarto de baño—. ¡Hola! —dijo al pasar. Cerró la puerta y oyeron el sonido del pis.
Alvin
y
Mohamed
cruzaron la puerta a empujones y esperaron junto al baño.
Sophie se sentó bruscamente con las piernas estiradas y el labio inferior hacia fuera, como el rastrillo delantero de una máquina de vapor. Sus hombros empezaron a agitarse antes de que Charlie oyera el sollozo (como si estuviera tomando aire). Luego, empezaron las lágrimas y los gemidos. Charlie se acercó a ella y la cogió en brazos.
—Yo... yo... yo... yo, él... él... él... él...
—No pasa nada, cariño. No pasa nada.
—Pero yo lo quiero.
—Lo sé, cariño. No pasa nada. Puedes seguir queriéndolo aunque se vaya a su casa.
—Nooooooooooooooooo...
La niña escondió la cara contra su chaqueta y, aunque a Charlie se le rompía el corazón, se puso a pensar en cuánto iba a cobrarle Wu Tres Dedos por quitar la mancha de chocolate.
—Solo le dejan ir a hacer pis —dijo Cassandra sin quitarle ojo a los cancerberos—. Así, porque sí. Yo creía que iban a comérselo. No dejan que me acerque a él.
—No importa —dijo Charlie—. Tú no lo sabías.
—¿Saber el qué?
—Que les encantan los ganchitos de queso.
—¿Estás de coña?
—Perdona. Mira, Cassie, ¿puedes limpiar a Sophie y a Matty y encargarte de esto? Tengo unas cosas en la agenda de las que tengo que ocuparme enseguida.
—Claro, pero...
—Sophie está perfectamente. ¿Verdad, cielo?
Sophie asintió con la cabeza tristemente y se limpió los ojos en su chaqueta.
—Te echaba de menos, papi.
—Yo a ti también, tesoro. Esta noche ya estoy en casa.
La besó, sacó su agenda del dormitorio y corrió por el apartamento recogiendo las llaves, el bastón, el sombrero y la mariconera.
—Gracias, Cassie. No sabes cuánto te lo agradezco.
—Siento lo de tu madre, Charlie —dijo Cassandra cuando él pasó a su lado.
—Sí, gracias —contestó Charlie mientras comprobaba rápidamente el filo de la espada de su bastón.
—Charlie, tu vida está fuera de control —dijo Cassandra, que volvía a ser la persona imperturbable a la que todos estaban acostumbrados.
—Vale. También voy a tener que pedirte prestadas tus sandalias negras de tiras —contestó Charlie al salir por la puerta.
—Creo que yo ya he dicho lo que tenía que decir —dijo Cassie tras él.
Ray detuvo a Charlie al pie de las escaleras.
—¿Tienes un minuto, jefe?
—Pues la verdad es que no, Ray. Tengo prisa.
—Bueno, solo quería disculparme.
—¿Por qué?
—Bueno, ahora parece una tontería, pero antes sospechaba que eras un asesino en serie.
Charlie asintió con la cabeza como si estuviera sopesando las graves consecuencias de la confesión de Ray, cuando, en realidad, estaba intentando recordar si le quedaba gasolina a la furgoneta.
—De acuerdo, Ray, acepto tus disculpas y siento haberte dado esa impresión.
—Creo que tantos años en el cuerpo me han vuelto desconfiado, pero el inspector Rivera se pasó por aquí y me dejó las cosas claras.
—¿Ah, sí? ¿Y qué te dijo exactamente?
—Dijo que estabas haciendo unas comprobaciones en su nombre, entrando en sitios en los que él no podía entrar sin una orden judicial y cosas así, y que os meteríais los dos en un lío si alguien se enteraba, pero que le estabas ayudando a acabar con los malos. Dijo que por eso te andas con tanto secreto.
—Sí—dijo Charlie solemnemente—. He estado combatiendo el crimen en mis ratos libres, Ray. Lamento no haber podido decírtelo.
—Lo entiendo—contestó Ray mientras se apartaba de la escalera—. Te pido disculpas otra vez. Me siento como un traidor.
—No pasa nada, Ray. Pero de verdad tengo que irme. Ya sabes, a combatir a las Fuerzas de la Oscuridad y todo eso. —Charlie enarboló el bastón como si fuera una espada y se dispusiera a entrar en acción. Y, curiosamente, así era.
Charlie tenía seis días para recuperar las vasijas de tres almas si quería ponerse al día antes de volver a Arizona para el funeral de su madre. Dos de ellas (las de las personas cuyos nombres habían aparecido en su agenda el mismo día que el de Madison McKerny) llevaban ya mucho retraso. El último había aparecido en la agenda hacía solo un par de días, estando él en Arizona y, sin embargo, estaba escrito de su puño y letra. Siempre había creído que escribía en sueños, y aquel giro de los acontecimientos lo pilló completamente desprevenido. Se prometió a sí mismo acojonarse por ello en cuanto tuviera tiempo.
Mientras tanto, entre el asunto de la paja casi mortal y la muerte de su madre, ni siquiera había hecho las pesquisas preliminares sobre aquellos dos nombres, Esther Johnson e Irena Posokovanovich, y ya se había pasado la fecha de recogida de ambas. Una de ellas, hacía tres días. ¿Y si las arpías de las alcantarillas ya habían llegado? Con lo fuertes que se habían vuelto, Charlie no quería ni pensar en lo que podían hacer si se apoderaban de otra alma. Pensó en llamar a Rivera para que le cubriera las espaldas cuando entrara en la casa, pero ¿qué podía decirle? Aquel poli de cara afilada sabía que allí pasaba algo sobrenatural y había aceptado la palabra de Charlie de que él estaba en el bando de los buenos (lo cual no era muy difícil de creer después de haber visto a la arpía del alcantarillado meterle una uña de siete centímetros por la nariz, sobrevivir luego a nueve disparos de una nueve milímetros y, encima, salir volando).
Charlie conducía sin rumbo camino de Pacific Heights solo porque en aquella zona había menos tráfico. Paró junto a la acera y llamó a información.
—Necesito el número y la dirección de una tal Esther Johnson.
—No figura ninguna Esther Johnson, señor, pero tengo tres E. Johnson.
—¿Puede darme las direcciones?
La operadora le dio las únicas dos señas que aparecían en la guía. Una grabación se ofreció a marcar el número por él a cambio de un coste adicional de cincuenta centavos.
—Sí, ya, ¿y cuánto me cobras por llevarme? —preguntó Charlie a la voz cibernética. Luego colgó y marcó el número del que no tenía la dirección.
—Hola, ¿puedo hablar con Esther Johnson? —preguntó alegremente.
—Aquí no hay ninguna Esther Johnson —dijo una voz de hombre—. Me parece que se ha equivocado de número.
—Espere. ¿No viviría ahí una Esther Johnson hasta hace cosa de tres días? —preguntó Charlie—. He visto el nombre de E. Johnson en la guía.
—Soy yo —dijo el hombre—. Ed Johnson.
—Siento haberlo molestado, señor Johnson. —Charlie colgó y marcó el número del siguiente E. Johnson.
—¿Diga? —dijo una voz de mujer.
—Hola, ¿podría hablar con Esther Johnson, por favor?
Un profundo suspiro.
—¿Quién la llama ?
Charlie utilizó una artimaña que le había funcionado muchas veces antes.
—Soy Charlie Asher, de Oportunidades Asher. Hemos recibido unas mercancías con el nombre de Esther Johnson y queríamos asegurarnos de que no son robadas.
—Bueno, señor Asher, siento decirle que mi tía falleció hace tres días.
—¡Bingo! —gritó Charlie.
—¿Cómo dice?
—Disculpe —dijo Charlie—. Mi socio está con un boleto de lotería de los de raspar aquí en la tienda, y acaba de ganar diez mil dólares.
—Señor Asher, este no es buen momento. ¿Son de valor esas mercancías?
—No, es solo ropa vieja.
—¿En otro momento, entonces? —La mujer parecía más agobiada que afligida—. Si no le importa.
—No. Le doy mi más sentido pésame —dijo Charlie. Colgó, comprobó la dirección y puso rumbo al parque Golden Gate y el barrio de Haight.
El Haight, la meca del movimiento del amor libre de los años sesenta, donde la generación beat
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engendró a los niños de las flores, donde chavales de todo el país fueron a sintonizar entre sí, a colocarse y a extraviarse, y adonde habían seguido llegando jóvenes, aunque el barrio hubiera pasado por oleadas alternas de renovación y declive. Ahora, mientras circulaba por la calle Haight entre establecimientos dedicados a la marihuana, restaurantes vegetarianos, tiendas
hippies
, tiendas de música y cafeterías, Charlie veía
hippies
cuyas edades oscilaban entre los quince y los setenta años. Barbudos avejentados pidiendo limosna o repartiendo panfletos y adolescentes blancos con el pelo a lo rasta y faldas vaporosas o pantalones de cáñamo con cordel,
piercings
relucientes y miradas vacías y extasiadas por la
maría
. Pasó junto a yonquis de dientes pardos que bramaban a los coches al pasar; junto a supervivientes del movimiento
punk
con crestas, desperdigados aquí y allá; junto a tíos mayores con boina y a transeúntes que parecían salidos de un club de
jazz
de 1953. No era tanto que las manecillas del tiempo se hubieran detenido allí, sino más bien como si se hubieran levantado, exasperadas, y el reloj hubiera exclamado: «¡Venga, coño! Yo me largo de aquí».
La casa de Esther Johnson estaba sólo a un par de manzanas de la calle Haight, y Charlie tuvo la suerte de encontrar aparcamiento en una zona verde cercana, con un límite de veinte minutos. (Si alguna vez tenía ocasión de hablar con alguien que estuviera al mando, iba reclamar privilegios de aparcamiento especiales para los Mercaderes de la Muerte, porque, aunque estaba muy bien que nadie lo viera cuando iba a recuperar la vasija de un alma, aún mejor habría estado tener unas cuantas señales con la marca de la Muerte o algunas zonas de aparcamiento reservadas en negro).
La casa era un búngalo pequeño, raro en aquel barrio, donde casi todos los edificios tenían tres plantas y estaban pintados del color que más contrastaba con el de al lado. Charlie había enseñado los colores a Sophie allí, usando las grandes casas victorianas como muestrario de tonos.
—Naranja, papi, naranja.
—Sí, cariño, ese hombre ha vomitado una cosa naranja. Pero mira esa casa, Sophie, es morada.
La calle tenía mucho trasiego, así que Charlie comprendió que la puerta de los Johnson estaría cerrada.
Llama al timbre e intenta colarte, ¿vale?
No podía permitirse esperar: las arpías del alcantarillado le habían susurrado desde una rejilla al acercarse a la casa. Llamó al timbre y se hizo a un lado.
Una mujer guapa y de pelo oscuro que rondaba la treintena, vestida con vaqueros y blusa de campesina, abrió la puerta, miró a su alrededor y dijo:
—Hola, ¿qué quería?
Charlie estuvo a punto de caerse a través de la ventana. Miró hacia atrás y luego volvió a fijar la vista en la mujer. No, lo estaba mirando directamente a él.
—Sí, ¿ha llamado al timbre?
—¿Quién, yo? —dijo Charlie—. Yo, eh... Se refiere a mí, ¿verdad?
La mujer retrocedió hacia el interior de la casa.
—¿Qué puedo hacer por usted? —dijo, un poco severa.
—Eh, lo siento. Soy Charlie Asher... Tengo una tienda de artículos de segunda mano en North Beach, acabo de hablar con usted por teléfono, creo.
—Sí. Pero le dije que no era urgente.
—Sí, sí, sí. Es cierto, pero estaba en el barrio y pensé en pasarme por aquí.
—Me dio la impresión de que llamaba desde su tienda. ¿Ha cruzado toda la ciudad en cinco minutos ?
—Bueno, sí, es que la furgoneta es como una tienda móvil para mí.
—Entonces, ¿la persona que ganó a la lotería está con usted?
—Pues no, se fue. Tuve que echarlo de la furgoneta. Un nuevo rico, ¿comprende? Muy pagado de sí mismo. Seguramente se comprará un pedrusco de cocaína y pagará a media docena de putas y este fin de semana estará arruinado. Menos mal que me he librado de él.
La mujer dio otro paso hacia el interior de la casa y entornó la puerta.
—Bueno, si tiene la ropa aquí, supongo que puedo echarle un vistazo.
—¿La ropa? —Charlie no podía creer que aquella mujer fuera capaz de verlo. La había cagado por completo. Nunca conseguiría la vasija del alma y entonces... En fin, no quería pensar en lo que podía pasar.
—La ropa que dijo que podía pertenecer a mi tía. Podría echarle un vistazo.
—Ah, no la tengo aquí.
Ella había cerrado la puerta hasta el punto de que Charlie ya solo veía un ojo azul, el bordado que rodeaba el escote de su blusa, el botón de sus vaqueros y dos dedos de un pie (iba descalza).