—No sé —dijo Macha.
—No me acuerdo de cómo eran las marmotas —añadió Nemain.
Babd exhaló un profundo suspiro.
—Las cosas van muy bien. ¿Vosotras pensáis alguna vez en cuando estemos siempre Arriba y la Oscuridad lo domine todo? ¿Sobre lo que, ya sabéis, pasará después?
—¿Qué quieres decir con lo que pasará después? —preguntó Macha—. Pues que dominaremos todas las almas y repartiremos la muerte como se nos antoje hasta consumir toda la luz de la humanidad.
—Sí, eso ya lo sé —dijo Babd—, pero ¿y luego qué? Porque lo del dominio y todo eso está muy bien, pero ¿tendrá que estar Orcus siempre por aquí, bufando y refunfuñando?
Macha dejó su cráneo y se incorporó sobre una viga ennegrecida.
—¿De qué va todo esto?
Nemain sonrió: sus dientes eran perfectamente regulares, los caninos un poco más largos que el resto.
—Está colada por ese ladrón de almas flacucho, el de la espada.
—¿Por Carne Nueva? —Macha no podía creer lo que captaban sus orejas, que se habían hecho visibles solo un par de días antes, cuando las primeras almas de regalo habían ido a parar a sus garras, así que hacía tiempo que no las ponía a prueba—. ¿Te gusta Carne Nueva?
—«Gustarme» es una palabra un poco fuerte —dijo Babd—. Solo me parece interesante.
—¿Interesante en el sentido de que te gustaría desparramar sus entrañas por el suelo formando un dibujo? —preguntó Macha.
—Bueno, no, yo no tengo tu talento para eso.
Macha miró a Nemain, que sonrió y se encogió de hombros.
—Seguramente podríamos intentar matar a Orcus cuando la Oscuridad se levante —dijo Nemain.
—Estoy un poco cansada de sus sermones y, si no aparece el Luminatus, se va a poner insoportable. —Macha se encogió de hombros, resignada—. Claro, ¿por qué no?
El emperador
El Emperador de San Francisco estaba inquieto. Notaba que algo terrible estaba pasando en la ciudad y pese a todo ignoraba qué hacer. No quería alarmar sin motivo a sus súbditos, pero tampoco quería que el peligro que afrontaban, fuera cual fuese, les pillara desprevenidos. Tenía la convicción de que un gobernante justo y benevolente no debía emplear el miedo para manipular a su pueblo y, hasta que tuviera pruebas de que existía una amenaza real, sería vergonzoso exigir que se hiciera algo al respecto.
—A veces —le dijo a
Lazarus
, el golden retriever, siempre firme y constante—, uno ha de mostrar todo su coraje estándose sencillamente quieto. ¿Cuántas vidas humanas no se habrán desperdiciado por culpa de la confusión entre el movimiento y el progreso, amigo mío? ¿Cuántas?
Aun así, llevaba un tiempo viendo cosas. Cosas raras. Una noche, ya de madrugada, había visto en el barrio chino un dragón hecho de niebla que se movía serpeando por las calles. Luego, una mañana temprano, junto a la panadería Boudin, en Ghirardelli Square, vio salir a rastras de un sumidero lo que parecía ser una mujer desnuda y cubierta de aceite de motor que, tras sacar de la basura un vaso alto de café con leche medio lleno, volvió a sumirse en la alcantarilla cuando un policía en bicicleta dobló la esquina de la calle. Sabía que veía aquellas cosas porque era más sensible que otras personas y porque vivía en las calles y percibía los más tenues cambios de matiz que se operaban en ellas, y también, en gran medida, porque estaba mal de la azotea. Pero nada de eso lo eximía de sus responsabilidades para con su pueblo, ni lo tranquilizaba respecto a la naturaleza perturbadora de lo que estaba viendo en ese preciso momento.
La ardilla de las enaguas lo estaba sacando de quicio, aunque no sabía decir muy bien por qué. Le gustaban las ardillas (de hecho, a menudo llevaba a sus hombres al parque del Golden Gate a cazarlas), pero una ardilla que caminaba erguida y hurgaba entre la basura de detrás del Empanada Emporium, ataviada con un vestido de baile rosa del siglo xviii... en fin, resultaba inquietante. Estaba seguro de que
Holgazán
, que dormía enroscado en el bolsillo dado de sí de su chaqueta, estaría de acuerdo con él (
Holgazán
, que en el fondo era un ratonero, no tenía una opinión muy ilustrada acerca de la coexistencia con ningún roedor, ni aunque su vestimenta fuese digna de la corte de Luis XVI).
—No es por criticar —dijo el Emperador—, pero a ese conjunto no le vendrían mal como complemento unos zapatos, ¿no crees,
Lazarus
?
Lazarus
, que normalmente toleraba a todas las criaturas irracionales, fueran grandes o pequeñas, gruñó a la ardilla, a la que parecía salirle por debajo de la falda una pata de pollo, cosa que, bien mirado, era rara.
El gruñido despertó a
Holgazán
, que se removió y salió de su alcoba de lana como Grendel
18
de su guarida. Al instante, presa de un frenesí, prorrumpió en ladridos furiosos como diciendo: «Tíos, por si no lo habéis notado, allí hay una ardilla en traje de baile rebuscando entre la basura ¡y vosotros estáis ahí sentados como un par de leones de cemento a la puerta de una biblioteca!». Así ladrado el mensaje, echó a correr cual peludo misil antiardillas, empeñado en la aniquilación implacable de todo tipo de roedores.
—
Holgazán
—lo llamó el Emperador—, espera.
Demasiado tarde. La ardilla intentó huir por la pared lateral del edificio de ladrillo, pero se enganchó la falda en un canalón y volvió a caer a la calle mientras
Holgazán
corría que se las pelaba. La ardilla arrancó entonces un listón de madera no muy grande de un palé roto y se lo tiró a su perseguidor, que saltó justo a tiempo para que no se le clavara un clavo en uno de sus ojos saltones.
Se oyeron gruñidos.
Llegados a ese punto, el Emperador se percató de que la ardilla tenía manos de reptil, con las uñas pintadas de un bonito color rosa, a juego con el vestido.
—Eso no se ve todos los días —dijo.
Lazarus
le dio la razón con un ladrido.
La ardilla soltó el madero y echó a correr hacia la calle; se movía bien sobre sus patas de pollo mientras con las manos de lagarto iba levantándose la falda.
Holgazán
se había recuperado de la impresión que le había producido en principio encontrarse ante una ardilla portadora de armas (cosa que solo había visto antes en pesadillas perrunas inducidas por la ingestión nocturna de
pizza
de
chorizo
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regalada por algún alma caritativa del Domino's) y salió detrás de la ardilla, seguido de cerca por
Lazarus
y el Emperador.
—¡No,
Holgazán
—le gritó el Emperador—. ¡No es una ardilla normal!
Lazarus
, que no sabía decir «Pero ¿qué me dices?», se detuvo en seco y miró al Emperador.
La ardilla salió a toda pastilla del callejón, cayó a cuatro patas y giró bruscamente siguiendo el ángulo de la tubería.
Al llegar a la esquina, el Emperador vio la cola de su vestidito rosa desaparecer por un desagüe, seguida de cerca por el intrépido
Holgazán
. El Emperador oyó salir por la rejilla el eco de su ladrido, que se fue desvaneciendo a medida que Holgazán se adentraba tras su presa en las tinieblas.
Rivera
Nick Cavuto se hallaba sentado frente a Rivera, con un plato de estofado de búfalo del tamaño, poco más o menos, de la tapa de un cubo de basura. Estaban comiendo en el Tommy's Joynt, un restaurante de la vieja escuela situado en Van Ness, en el que todos los días del año se servía comida de estilo casero como pastel de carne, pavo asado con relleno o estofado de búfalo, y en cuyo televisor, encima de la barra, se podía ver a los equipos de San Francisco siempre que hubiera alguno jugando.
—¿Qué? —dijo el corpulento policía al ver que su compañero ponía los ojos en blanco—. ¿Qué, joder?
—Los búfalos estuvieron al borde de la extinción —dijo Rivera—. ¿No tendrás antepasados en las Grandes Llanuras?
—Es la ración especial de las fuerzas del orden. Proteger, servir al prójimo y esas cosas requieren muchas proteínas.
—¿Un bisonte entero?
—¿Me meto yo con tus aficiones ?
Rivera miró su medio sandwich de pavo y su tazón de sopa de alubias, miró luego el estofado de Cavuto, volvió a echar un vistazo a su raquítico sandwich y de nuevo al estofado colosal de su compañero.
—Mi almuerzo se siente humillado —dijo.
—Te lo tienes merecido. Es mi revancha por lo de los trajes italianos. Me encanta que cuando acudo a un aviso la gente crea que la víctima soy yo.
—Podrías comprarte una vaporeta, o podría decirle a mi amigo que te busque ropa bonita.
—¿Te refieres a tu amigo el dueño de la tienda de gangas y asesino en serie? No, gracias.
—No es un asesino en serie. Le pasan cosas raras, pero no es un asesino.
—Lo que nos hacía falta, más cosas raras. ¿Qué estaba haciendo de verdad cuando denunciaste ese tiroteo?
—Pues lo que dije: yo pasaba por allí y un tío estaba intentando robarle a punta de pistola. Yo saqué el arma y di el alto al ladrón, pero me apuntó con la pistola y disparé.
—Y un cuerno. Tú no has disparado en tu vida once tiros sin que nueve dieran en el centro de la diana. ¿Qué cono pasó de verdad?
Rivera miró la larga mesa para asegurarse de que los tres tipos sentados al otro extremo estaban enfrascados viendo un partido en el televisor de encima de la barra.
—La acerté todas las veces.
—¿Que la acertaste? ¿Es que era una tía?
—Yo no he dicho eso.
Cavuto soltó su cuchara.
—Socio, no me digas que disparaste a la pelirroja. Creía que eso se había acabado.
—No. Esto era otra cosa... como si... Nick, tú me conoces, yo nunca disparo como no sea con un buen motivo.
—Tú dime lo que pasó, que yo te respaldo.
—Era una especie de mujer pájaro o algo por el estilo. Toda negra. Pero negra como la pez, joder. Tenía unas garras que parecían... no sé, como picahielos plateados de un palmo de largo o algo así. Los tiros le arrancaron trozos de carne. Había plumas, porquería y una cosa pegajosa y negra por todas partes. Pero le pegué nueve tiros en el pecho y salió volando.
—¿Que salió volando?
Rivera bebió un sorbo de su café y observó la reacción de su compañero por encima del borde de la taza. Habían visto cosas extraordinarias trabajando juntos, pero, de haber estado en su lugar, no estaba seguro de si se habría creído aquella historia.
—Sí, salió volando.
Cavuto asintió con la cabeza.
—Vale, ya veo por qué no podías poner eso en el informe.
—Sí.
—Entonces, esa mujer pájaro —añadió Cavuto como si diera el asunto por zanjado y se lo creyera a pies juntillas—, ¿estaba atracando al tal Asher, el de la tienda de gangas?
—Le estaba haciendo una paja.
Cavuto volvió a asentir con la cabeza, cogió su cuchara, se metió en la boca un enorme trozo de estofado con arroz y siguió asintiendo mientras masticaba. Parecía estar a punto de decir algo, pero luego, como si se refrenara, se echó a la boca otro pedazo de carne. Parecía distraído viendo el partido que pasaban por televisión y se acabó la comida sin decir palabra.
Rivera también se comió su sopa y su sandwich en silencio.
Cuando ya se iban, Cavuto cogió dos palillos del dispensador que había junto a la caja y le dio uno a Rivera al salir al bello día de San Francisco.
—Entonces, ¿estabas siguiendo a Asher?
—He intentado mantenerlo vigilado. Solo por si acaso.
—Y le pegaste nueve tiros a esa tía por hacerle una paja —dijo Cavuto por fin.
—Supongo que sí —dijo Rivera.
—¿Sabes, Alphonse?, por eso justamente no salgo contigo por ahí. Tienes unos valores que son una mierda.
—No era humana, Nick.
—Aun así. ¿Una paja? ¿Y tú le disparaste? No sé...
—No fue para tanto. No la maté.
—¿Con nueve tiros en el pecho?
—Anoche la vi... o lo vi. En mi calle. Me estaba mirando desde la rejilla de una alcantarilla.
—¿Alguna vez se te ha ocurrido preguntarle a Asher cómo conoció a esa mujer pájaro a prueba de balas?
—Sí, se lo pregunté, pero no puedo contarte lo que me dijo. Es demasiado raro.
Cavuto levantó los brazos.
—¡Claro, hombre! Y mejor no nos ponemos raritos, ¿no?
Lily
Iban por su segunda taza de café y Charlie le había contado lo de las vasijas de las dos almas que no había podido recuperar, lo de su encuentro con la arpía del alcantarillado, lo de la sombra que había salido de las montañas de Sedona y lo de la otra versión de El gran libro de la muerte, así como sus sospechas de que su hijita tenía algún problema espantoso, síntomas del cual eran los dos perros gigantes y su habilidad para matar usando la palabra «gatito». Pero, a su modo de ver, Lily no se estaba centrando en el quid de la cuestión.
—¿Te enrollaste con un demonio del Inframundo y yo no te sirvo?
—Esto no es un concurso, Lily. ¿Podríamos dejar eso? Sabía que no debía contártelo. Estoy preocupado por otras cosas.
—Quiero detalles, Asher.
—Lily, un caballero no habla de los pormenores de sus encuentros amorosos.
Lily cruzó los brazos y adoptó una pose de asqueada incredulidad, una pose elocuente porque, antes de que dijera nada, Charlie intuyó lo que se avecinaba.
—Eso son gilipolleces. Ese poli le arrancó trozos de carne a tiros ¿y a ti te preocupa proteger su honor?
Charlie sonrió melancólicamente.
—Ya sabes, compartimos un momento especial...
—Dios mío, eres un putero.
—Jopé, Lily, no puedes haberte ofendido por mi... por mi respuesta a tu generosa oferta, que, permíteme que lo diga enseguida, es extraordinariamente tentadora.
—Es porque soy demasiado alegre, ¿verdad? ¿No soy lo bastante tétrica para ti? Como eres el señor Muerte y todo eso...
—Lily, la sombra de Sedona iba a por mí. Cuando me fui del pueblo, desapareció. La arpía del alcantarillado iba a por mí. El otro Mercader de la Muerte me dijo que yo era distinto. Ellos nunca han matado a nadie con su presencia y yo sí.
—¿Me acabas de decir «jopé»? ¿Cuántos años crees que tengo? ¿Nueve ? Soy una mujer...
—Creo que tal vez sea el Luminatus, Lily.
Lily se calló.
Levantó las cejas. Como si dijera «no».
Charlie asintió con la cabeza. Como diciendo «sí».
—¿La Gran Muerte?
—Con eme mayúscula —contestó Charlie.