—Está hasta arriba de morfina, Jane. ¿Has notado ese olor agrio? Son sus glándulas sudoríparas intentando eliminar los venenos que normalmente filtrarían sus riñones y su hígado. Sus órganos están empezando a colapsarse. Eso significa que un montón de toxinas van al cerebro.
—¿Y cómo sabes tú eso?
—Lo he leído. Mira, mamá nunca ha vivido por completo en el mundo real, lo sabes, ¿no? Odiaba la tienda y odiaba el trabajo de papá, aunque fuera su sustento. Odiaba que él coleccionara cosas, aunque ella era igual. Y eso de que Buddy no vive aquí... Está intentando reconciliar la idea que siempre ha tenido de sí misma con su verdadero yo.
—¿Por eso todavía me entran ganas de darle un puñetazo? —dijo Jane—. Eso está mal, ¿verdad?
—Bueno, supongo que...
—Soy una mala persona. Mi madre se está muriendo de cáncer y yo tengo ganas de darle un puñetazo.
Charlie rodeó con el brazo los hombros de su hermana y echó a andar con ella hacia la puerta de la calle para que saliera a fumar.
—No seas tan dura contigo misma —dijo—. Tú haces lo mismo, intentas reconciliar a todas las madres que ha sido mamá: la que querías que fuera, la que era cuando la necesitabas y estaba ahí, la que era cuando no te entendía... La mayoría de nosotros no vive con un solo yo integrado que se desenvuelve en el mundo, somos un manojo de yoes. Cuando alguien se muere, todos esos yoes se integran en el alma, en la esencia de lo que somos, más allá de las distintas caras que adoptamos a lo largo de nuestras vidas. Tú solo odias a los yoes que siempre has odiado y amas a los que siempre has amado. Es lógico que te hagas un lío.
Jane se detuvo y se apartó de él.
—¿Y cómo es que tú no estás hecho un lío?
—No sé. Será por lo que tuve que pasar con Rachel.
—Entonces, ¿tú crees que cuando alguien se muere así, de repente, eso de la reconciliación de las distintas facetas del yo también ocurre?
—No lo sé. No creo que sea un proceso consciente. Puede que lo sea más para ti que para mamá, ¿sabes lo que quiero decir? Tú sientes que tienes que arreglar las cosas antes de que se vaya, y es frustrante.
—¿Y qué pasa si no asimila todo eso antes de morirse? ¿Qué pasa si no lo asimilo yo?
—Me parece que uno tiene aún otra oportunidad.
—¿En serio? ¿Como en la reencarnación? ¿Y qué hay de Jesús y todo eso?
—Yo creo que hay un montón de cosas que no vienen en los libros. En ningún libro.
—¿De dónde te viene todo eso? Nunca me ha parecido que fueras una persona muy espiritual. Ni siquiera querías venir a yoga conmigo.
—No quería ir a yoga contigo porque no soy flexible, no porque no sea espiritual.
Habían llegado a la entrada y, cuando Charlie abrió la puerta, esta hizo el mismo ruido que la de una nevera. Al salir al porche comprendieron por qué: una ola de calor de más de cuarenta grados se abatió sobre ellos.
—Madre mía, ¿no habrás abierto por casualidad la puerta del infierno? —dijo Jane—. No me apetece tanto fumar. Entra, entra, entra. —Lo empujó adentro y cerró la puerta—. Esto es espantoso. ¿Por qué querría nadie vivir en este clima?
—Estoy hecho un lío —dijo Charlie—. ¿Has vuelto a fumar o no?
—La verdad es que no —contestó Jane—. Solo me fumo uno cuando estoy muy estresada. Es como tocarle un poco las narices a la Muerte. ¿A ti nunca te han dado ganas de hacer lo mismo?
—No lo sabes tú bien —dijo Charlie.
Como ya estaban ellos allí, Charlie y Jane mandaron a la enfermera a casa por las noches y empezaron a cuidar a Lois en turnos de cuatro horas.
Charlie le daba su medicación, le limpiaba la boca, le daba de comer lo poco que comía (ya casi tomaba únicamente sorbitos de agua y zumo de manzana) y la escuchaba lamentarse por el deterioro de su físico, pues recordaba haber sido una gran belleza, la reina del baile en las fiestas antes de que él naciera, un objeto de deseo, cosa que evidentemente le gustaba más que ser esposa o madre o cualquiera otra de las diversas máscaras que había llevado en vida. A veces incluso fijaba su atención en su hijo.
—De pequeño te quería mucho. Te llevaba a los cafés de North Beach y todo el mundo te hacía carantoñas. Eras tan mono... Eras precioso. Los dos lo éramos.
—Lo sé.
—¿Te acuerdas de cuando vaciábamos las cajas de cereales para que sacaras el premio? Eran submarinos pequeñitos, creo. ¿Te acuerdas?
—Sí, me acuerdo, mamá.
—Entonces estábamos muy unidos.
—Sí, lo estábamos.
Charlie la cogía entonces de la mano y le dejaba recordar los grandes momentos que en realidad nunca habían compartido. Hacía mucho que había pasado el tiempo de corregir los hechos y cambiar impresiones.
Cuando ella se cansaba la dejaba dormir y leía a la luz de una linterna, sentado en una butaca junto a su cama. Estaba allí, en plena noche, leyendo una novela policíaca, cuando se abrió la puerta y un hombre enjuto de unos cincuenta años entró a hurtadillas en la habitación, se detuvo junto a la puerta y miró a su alrededor. Llevaba zapatillas de deporte, vaqueros negros y una camiseta negra de manga larga, y, de no ser por las grandes gafas de montura metálica y porque le faltaban la granada de mano y el machete, habría parecido un comando en plena Mision.
—No hagas ruido —dijo Charlie suavemente—. Está dormida.
El hombrecillo saltó en vertical cosa de un metro y luego se agazapó. Respiraba con dificultad y Charlie temió que fuera a desmayarse si no se relajaba.
—No pasa nada. Está en el cajón de arriba de esa cómoda de ahí. Es un collar con diseño de flores. Cógelo.
El hombrecillo se agazapó detrás de la puerta y se asomó por el borde.
—¿Me ves?
—Sí. —Charlie dejó su libro, se levantó de la silla y se acercó a la cómoda.
—Ay, esto va fatal. Va fatal, fatal.
—No es para tanto —dijo Charlie.
El hombrecillo sacudió la cabeza violentamente.
—No, de verdad, va fatal. Mira para otro lado. Mira allí. Yo no estoy aquí. No estoy aquí. No puedes verme.
—Aquí está —dijo Charlie. Sacó el collar de su funda de terciopelo y lo levantó.
—¿Qué es eso?
—Lo que estás buscando.
—¿ Cómo lo sabes ?
—Porque yo hago lo mismo que tú. Soy un Mercader de la Muerte.
—¿Un qué?
Charlie recordó entonces que Minty Fresh le había dicho que el término lo había acuñado él, así que quizá solo lo conocieran los Mercaderes de la Muerte de San Francisco.
—Recojo vasijas de almas.
—De eso nada. Tú no puedes verme. No puedes verme. Duérmete. Duérmete. —El hombrecillo agitaba las manos arriba y abajo como si corriera una cortina ilusoria delante de él o quitara las telarañas de la habitación.
—Estos no son los droides que buscas —dijo Charlie con una sonrisa.
—¿Cómo ?
—Que no tienes poderes de
jedi
, imbécil. Coge el collar.
—No entiendo.
—Ven conmigo —dijo Charlie—. De todas formas, ya le toca a mi hermana cuidar de ella. —Sacó al hombrecillo de la habitación de su madre y lo llevó al cuarto de estar. Se quedaron junto a la ventana delantera y vieron salir el sol, que proyectaba a su alrededor las sombras de los dientes rotos de las montañas pedregosas y rojas.
—¿Cómo te llamas?
—Vern. Vern Glover.
—Yo soy Charlie. Encantado de conocerte. ¿Cuánto tiempo le queda, Vern?
—¿Qué quieres decir?
—Cuánto pone en tu calendario. ¿Cuántos días le quedan?
—¿Cómo sabes eso?
—Ya te lo he dicho. Hago lo mismo que tú. Puedo verte. Veo el brillo rojo de ese collar. Sé lo que eres.
—Pero no puede ser. El gran libro dice que las horrendas Fuerzas de la Oscuridad se levantarán si hablo contigo.
—¿Ves este corte que tengo en la oreja, Vern?
Vern asintió con la cabeza.
—Pues me lo hicieron las Fuerzas de la Oscuridad. Que les den por culo. Que se jodan las Fuerzas de la Oscuridad, Vern. ¿Cuánto tiempo le queda a mi madre?
—¿Es tu madre? Lo siento, Charlie. Le quedan dos días más.
—Está bien —dijo Charlie, asintiendo con la cabeza—. Entonces será mejor que vayamos a por un dónut.
—¿Perdona?
—¡Un dónut! ¡Un dónut! Te gustan los dónuts, ¿no?
—Sí, pero ¿por qué?
—Porque la pervivencia de la existencia humana tal y como la conocemos depende de que nos comamos un dónut juntos.
—¿En serio? —Vern tenía los ojos como platos.
—No, claro que no. Solo te estoy tomando el pelo. —Charlie le rodeó los hombros con el brazo—. Pero vamos a comernos uno de todos modos. Voy a despertar a mi hermana para su turno.
Charlie llamó a casa desde el móvil para ver qué tal estaba Sophie. Luego, satisfecho porque su hija estuviera a salvo, regresó a su asiento del Dunkin' Donuts, donde lo esperaban Vern y un churro. Vern, que se había quitado el pasamontañas, tenía por encima de las grandes gafas de aviador unas greñas de pelo gris plata que le daban el aire de un científico loco, enjuto y bronceado.
—Entonces, ¿estaba muy buena?
—No te lo creerías, Vern. Te lo estoy diciendo, el cuerpo de una diosa. Toda cubierta de plumas muy finas, suaves como plumón. —Charlie reconocía instintivamente a cualquier macho beta, lo mismo que reconocía a cualquier otro Mercader de la Muerte, así que se había apresurado a contar la historia de su aventura con la seductora arpía de la alcantarilla, a sabiendas de que tenía un público entregado.
—Pero iba a atravesarte el cerebro con las garras, ¿no?
—Sí, eso dijo, pero ¿sabes qué? Yo creo que había cierta química.
—¿No sería solo que en ese momento le estaba dando a tu manivela? Porque eso puede nublarle a uno el juicio.
—Sí, también está eso, pero aun así tienes que pensar que, de todos los Mercaderes de la Muerte de todas las ciudades del planeta, me eligió a mí para hacerme una gayola mortal. Creo que siente debilidad por mí.
—Bueno, tú vives en la Ciudad de los Dos Puentes —dijo Vern mientras se quitaba una gotita de sirope de arce de la comisura de la boca—. Se supone que es ahí donde tiene que ocurrir.
—¿Donde tiene que ocurrir? —Charlie había disfrutado de lo lindo haciéndose el Mercader de la Muerte veterano y comportándose como un sabio delante de Vern, que solo hacía seis meses que había sido reclutado para recoger almas. Pero de pronto estaba perplejo.
—En
El gran libro de la muerte
dice que no podemos hablar de lo que hacemos ni intentar encontrarnos los unos a los otros, o las Fuerzas de la Oscuridad se levantarán en la Ciudad de los Dos Puentes y habrá una espantosa batalla y el Inframundo se levantará y se apoderará de la tierra si perdemos. En San Francisco hay dos puentes, ¿no?
Charlie intentó ocultar su sorpresa. Estaba claro que Vern había recibido una versión de
El gran libro
distinta a la que tenían en San Francisco.
—Bueno, dos puentes principales, sí. Perdona, hace mucho que leí el libro. Recuérdame por qué es tan importante la Ciudad de los Dos Puentes.
Vern le lanzó una mirada de condescendencia.
—Porque allí es donde el nuevo Luminatus, la Gran Muerte, se hará con el poder.
—Ah, sí, claro, el Luminatus. —Charlie se dio una palmada en un lado de la cabeza. No tenía ni idea de qué estaba hablando Vern.
—¿Tú crees que, cuando la Gran Muerte se haga con el poder, ya no nos necesitarán? —preguntó Vern—. Quiero decir que si habrá despidos. Porque, por lo que dice El gran libro, parece que el alzamiento del Luminatus es buena cosa, pero yo estoy ganando un montón de pasta desde que tengo este curro.
Sí, ese va a ser nuestro problema: los despidos, pensó Charlie.
—Creo que nos irá bien. Como dice el libro, es un trabajo sucio, pero alguien tiene que hacerlo.
—Sí, sí, sí. Entonces, ese poli que disparó a la tía buena, ¿no hizo nada?
—No, nada. Primero me metió en la parte de atrás de su coche patrulla e intentó que le contara qué estaba pasando cuando apareció él y qué había estado pasando estos últimos años, cuando me había estado vigilando.
—¿Y qué le dijiste?
—Le dije que para mí era tan misterioso como para él.
—¿Y se lo creyó ?
—No, no se lo creyó. Pero le dije que, si le contaba algo más, sería peor, y eso sí se lo creyó, así que nos inventamos una historia para justificar el que hubiera disparado su arma. Que un tipo me había disparado a mí y luego a él... Descripciones, todo ese rollo. Luego, cuando estuvo seguro de que estaba todo claro, me llevó a comisaría para que hiciera una declaración.
—Y ya está, te dejó marchar.
—No, luego me contó anécdotas sobre su carrera y sobre la cantidad de cosas raras que había visto y me dijo que por eso iba a dejarme marchar. Está completamente tarado por culpa del trabajo. Cree en vampiros y en demonios y en búhos gigantes. Me dijo que una vez recibió el aviso del ataque de un oso polar en Santa Bárbara.
—Vaya —dijo Vern—. Tuviste mucha suerte.
—Lo llamé antes de que nos fuéramos de la ciudad. Va a vigilar mi edificio hasta que yo vuelva, para asegurarse de que mi hija está bien. —Charlie no había hablado a Vern de los cancerberos.
—Estarás muy preocupado por ella —dijo Vern—. Yo también tengo una hija, está en el primer curso del instituto, vive con mi ex mujer, en Phoenix.
—Entonces ya sabes lo que es esto —dijo Charlie—. Bueno, Vern, entonces ¿nunca has visto a ninguna de esas criaturas de las tinieblas? ¿Nunca has oído salir voces de las alcantarillas? ¿Nada parecido?
—No. Así como lo dices, no. En Sedona no tenemos alcantarillas. Tenemos un desierto con ríos que lo cruzan.
—Ya, pero ¿alguna vez te ha sido imposible recuperar la vasija de un alma?
—Sí, al principio, cuando recibí El gran libro, pensé que era una broma. Me salté tres o cuatro.
—¿Y no pasó nada?
—Bueno, yo no diría eso. Me despertaba temprano y miraba hacia la montaña que hay por encima de mi casa y siempre había una sombra que parecía una gran mancha de aceite.
—¿Y?
—Pues que estaba en el lado de la montaña en el que no debía estar. En el mismo lado que el sol. Y cuando iba pasando el día, se movía hacia abajo por la montaña. Si no la mirabas fijamente, si no la observabas, no la veías, pero iba bajando hacia la ciudad hora tras hora. Así que me fui en coche al sitio donde me pareció que se dirigía y la esperé allí.