Un trabajo muy sucio (27 page)

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Authors: Christopher Moore

Tags: #Humor, Fantástico

BOOK: Un trabajo muy sucio
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Charlie se levantó como pudo y salió a trompicones del callejón, hacia el lugar donde el inspector Alphonse Rivera seguía en posición de disparo, con una Beretta de 9 mm apuntando hacia el cielo oscurecido.

—¿Conviene que sepa siquiera qué coño era eso? —preguntó Rivera.

—Seguramente no —dijo Charlie.

—Átese la chaqueta a la cintura —dijo el policía.

Charlie bajó la mirada y vio que tenía la parte delantera de los pantalones hecha jirones, como cortada a navajazos.

—Gracias —dijo.

—¿Sabe? —dijo Rivera—, todo esto podría haberse evitado si hubiera aceptado el final feliz, como todo el mundo.

Capítulo 17
¿Y a ti qué tal te fue?

A la mañana siguiente, Cassie, la novia de Jane, oyó a alguien en el pasillo y abrió la puerta. Charlie estaba allí, cubierto de sangre y de una sustancia pegajosa y negra, y oliendo a sándalo y aceite de almendras. Tenía un corte en la oreja, sangre seca en la nariz, el frente de los pantalones hecho jirones y plumillas negras pegadas por todas partes.

—Vaya, Charlie —dijo Cassie, un tanto sorprendida—, creo que te había subestimado. Cuando decides lanzarte al ataque, no te andas con chiquitas.

—Ducha —dijo Charlie.

—¡Papi! —gritó Sophie desde su cuarto. Salió corriendo con los brazos abiertos, seguida por dos perros gigantes y una tía lesbiana vestida de Brooks Brothers. En medio del cuarto de estar vio a su padre, dio media vuelta y salió corriendo de la habitación, aterrorizada.

Jane se paró junto al sofá y se quedó mirando a Charlie.

—Madre mía, Chuck, ¿qué has hecho? ¿Intentar follarte a un leopardo?

—Algo parecido —contestó él. Pasó tambaleándose junto a ella y cruzó su habitación camino del cuarto de baño grande.

Jane miró a Cassandra, que intentaba que la sonrisa no se le convirtiera en carcajada.

—Eras tú quien quería que saliera más.

—¿Le has dicho lo de mi madre? —dijo Jane.

—Me ha parecido que debías decírselo tú —respondió Cassandra.

—Pues las pistolas son un asco, os lo digo yo —dijo Babd, la última de las tres divas de la muerte que había hecho acto de presencia Arriba—. Sí, ya, desde aquí abajo parecen geniales, pero de cerca... Son ruidosas, impersonales... A mí, donde esté un hacha o una tranca...

—A mí me gustan las trancas —dijo Macha, que tenía las garras metidas dentro de la cabeza cortada de Madison McKerny y movía su boca como si fuera una marioneta.

—La culpa es tuya —dijo Nemain en tono de reproche. Tenía en las manos uno de los implantes mamarios de Madison McKerny (con trozos de carne sanguinolenta todavía adheridos a él) y lo apretaba contra las heridas de Babd para curarlas. A medida que la carne negra se regeneraba, el fulgor rojizo del implante iba a apagándose—. Esto está perdiendo poder. Y después de esperar años para apoderarnos de otra alma...

Babd suspiró.

—Supongo que lo de la paja no fue buena idea.

—Supongo que lo de la paja no fue buena idea —se mofó la marioneta de Macha.

—En los campos de batalla del norte lo hice, qué sé yo, ¿diez mil veces? —dijo Babd—. Una última gayola para el guerrero moribundo... Me parecía lo menos que podía hacer. Ya sabéis que se me da especialmente bien. Hay que tener mucha mano para mantenérsela dura a un soldado mientras se le salen las tripas por entre los dedos.

—Se le da bien —dijo Orcus—. Doy fe de ello. —Se recostó en su trono para mostrar metro y medio de verga negra como la de un toro y dura como madera muerta con la que atestiguar su entusiasmo.

—Ahora no, acabo de pintarme los labios —dijo Macha haciendo mover la boca a la cabeza, y le hizo sobresalir un poco los ojos con las uñas para que pareciera que el prodigioso aparato de Orcus impresionaba a la muerta.

Todas se rieron por lo bajo. Macha llevaba toda la mañana haciendo reír a Orcus y a sus hermanas las Morrigan con su numerito de la marioneta. Ponía los implantes en un estante y movía la cabeza por encima de ellos.

—Claro que son auténticas —decía—. Él las pagó con dinero auténtico, ¿no?

Estaban exultantes desde que habían sacado las vasijas del alma de la tumba de la muñeca hinchable. Aquella victoria había eclipsado incluso el fracaso de Babd a la hora de matar al Mercader de la Muerte, pero, a medida que la luz de los implantes se apagaba, su humor iba ensombreciéndose. Nemain tiró contra el mamparo del barco el implante gastado, que al estallar salpicó la habitación con una sustancia viscosa y transparente.

—Qué desperdicio —refunfuñó—. Cuando dominemos lo de Arriba, me comeré su hígado mientras mira.

—Qué manía con comerse el hígado —dijo Babd—. Yo lo odio.

—Paciencia, princesas —dijo Orcus mientras sopesaba en la garra el implante que quedaba—. Hemos tardado mil años en llegar hasta aquí, en prepararnos para esta batalla. Unos cuantos más para reunir fuerzas solo harán la victoria más dulce. —Le arrebató la cabeza a Macha y le dio un mordisco como si fuera una ciruela madura y jugosa—. Pero lo de la paja podías habértelo ahorrado —añadió, salpicando a Babd con trozos de cerebro.

—He conseguido un vuelo para Phoenix a las dos —dijo Jane—. Allí cogeremos un tren de cercanías y a la hora de la cena estaremos en Sedona.

Charlie acababa de salir de la ducha y solo llevaba puestos unos vaqueros limpios. Se estaba secando el pelo con una toalla beis, en la que iba dejando manchas rojas porque todavía le sangraba el cuero cabelludo. Se sentó en la cama.

—Espera, espera, espera. ¿Cuánto tiempo hace que lo sabe?

—Se lo diagnosticaron hace seis meses. Ya se le ha extendido desde el colon al resto de los órganos.

—Y ha esperado hasta ahora para decírnoslo.

—No nos lo ha dicho ella. Llamó un tal Buddy. Evidentemente, están viviendo juntos. Dijo que mamá no quería preocuparnos. Se derrumbó mientras hablábamos por teléfono.

—¿Mamá está viviendo con un hombre? —Charlie miraba las manchas rojas de la toalla. Se había pasado en vela toda la noche, intentando explicar al inspector Rivera qué había sucedido en el callejón sin contarle nada en realidad. Sangraba, estaba vapuleado y exhausto, y su madre se estaba muriendo—. No puedo creerlo. Pero si se enfadó cuando Rachel se vino a vivir a casa antes de que nos casáramos.

—Sí, bueno, esta noche cuando la veas puedes echarle la bronca por ser tan hipócrita.

—No puedo ir, Jane. Tengo la tienda y Sophie... es demasiado pequeña para algo así.

—He llamado a Ray y a Lily, y van a ocuparse de la tienda. Cassandra cuidará de Sophie por las noches y las damas del bloque comunista pueden quedarse con ella hasta que Cassie llegue a casa del trabajo.

—¿Cassie no va contigo?

—Charlie, mamá todavía me llama «su marimacho».

—Ah, sí, perdona. —Charlie suspiró. Sentía nostalgia de los tiempos en que Jane era la rara de la familia y él el normal—. ¿Vas a intentar explicárselo?

—No sé. No tengo ningún plan, la verdad. Ni siquiera sé si está lúcida. Estoy con el piloto automático puesto desde que me enteré. Estaba esperando que volvieras a casa para poder derrumbarme.

Charlie se levantó, se acercó a su hermana y la abrazó.

—Lo has hecho muy bien. Ya he vuelto, a partir de ahora me encargo yo. ¿Qué necesitas?

Ella le devolvió el abrazo y se apartó con lágrimas en los ojos.

—Tengo que ir a casa a hacer la maleta. Vendré a mediodía a recogerte en un taxi, ¿vale?

—Estaré listo. —Él sacudió la cabeza—. No puedo creer que mamá esté viviendo con un tío.

—Con un tío llamado Buddy —dijo Jane.

—Será zorra —dijo Charlie.

Jane se echó a reír, que era lo único que Charlie quería en ese momento.

Lois Asher estaba durmiendo cuando Charlie y Jane llegaron a su casa de Sedona. Un hombre barrigudo y quemado por el sol, vestido con bermudas y camisa de safari, les abrió la puerta: era Buddy. Se sentó a la mesa de la cocina con ellos y les confesó su amor por Lois, les habló de su vida como mecánico de aviones en Illinois antes de jubilarse y a continuación les contó con pelos y señales lo que habían hecho desde que a Lois le diagnosticaran la enfermedad. Su madre había pasado por tres tandas de quimioterapia y después, enferma y calva, se había dado por vencida. Charlie y Jane se miraban y se sentían culpables por no haber estado allí para ayudar.

—Ella no quería molestaros —dijo Buddy—. Se ha estado comportando como si morirse fuera algo que podía hacer en su tiempo libre, entre las citas para ir a la peluquería.

Charlie volvió en sí bruscamente. Cosas parecidas había pensado él varias veces cuando, al ir a recuperar la vasija de algún alma, veía gente tan empeñada en negar lo que le pasaba que seguía comprando calendarios quinquenales.

—¡Mujeres!, qué se puede hacer con ellas —dijo Buddy, y le guiñó un ojo a Jane.

Charlie sintió de pronto una inmensa oleada de afecto por aquel tipo bajito, calvo y tostado por el sol con el que su madre estaba arrejuntada.

—Queremos darte las gracias por quedarte con ella, Buddy.

—Sí —asintió Jane, todavía un poco aturdida.

—Bueno, voy a quedarme aquí hasta que pase todo el jaleo, y más, si me necesitáis.

—Gracias —dijo Charlie—. Seguro que sí. —Y lo necesitarían, porque enseguida se le hizo evidente que Buddy se mantendría entero solo mientras se sintiera necesitado.

—Buddy —dijo una voz femenina a su espalda. Charlie se volvió y vio a una mujerona de unos treinta años vestida de uniforme: otra trabajadora de hospital de desahuciados, otra de aquellas asombrosas mujeres a las que Charlie veía en los hogares de los moribundos, ayudándoles a superar el tránsito al otro mundo con la mayor comodidad, dignidad y hasta alegría de que fueran capaces: valquirias benévolas, comadronas de la luz final, eso eran. Y mientras las veía trabajar, Charlie había notado que, en lugar de distanciarse o volverse insensibles a su trabajo, se implicaban con cada paciente y cada familia. Estaban presentes. Él las había visto sufrir con cien familias distintas, participar de la intensidad de una emoción que la mayoría de la gente solo sentía un par de veces en la vida. Observarlas a lo largo de los años había hecho que sintiera más respeto hacia su propia tarea como Mercader de la Muerte. Para él podía ser una maldición, pero, a la postre, no se trataba de él, sino de servir al prójimo y de la trascendencia de aquel servicio. Eso se lo habían enseñado las enfermeras que trabajaban con desahuciados.

En la chapita del nombre de la enfermera ponía «Grace». Charlie sonrió.

—Buddy —dijo ella—, está despierta y pregunta por ti.

Charlie se levantó.

—Grace, soy Charlie, el hijo de Lois. Esta es mi hermana, Jane.

—Ah, habla de vosotros todo el tiempo.

—¿Sí? —dijo Jane, algo sorprendida.

—Sí. Me ha dicho que tú eras todo un chicazo —dijo Grace—. Y tú... —le dijo a Charlie—. Que eras muy bueno, pero que luego no sabe qué te pasó.

—Que aprendí a hablar —contestó Charlie.

—Fue entonces cuando dejó de caerme bien —añadió Jane.

Lois Asher estaba apoyada sobre un nido de almohadas. Llevaba una peluca gris perfectamente peinada y recogida hacia atrás (como había llevado siempre su verdadero pelo) un collar de plata con diseños florales, anillos y pendientes a juego y un camisón malva de seda que armonizaba tan bien con la decoración sureña del cuarto como si Lois intentara fundirse en su entorno. Y así era, a pesar de que el nicho que se había abierto en el mundo era en ese momento un poco más grande de lo que requería su cuerpo. Entre la peluca y su cráneo se abría una rendija, el camisón le colgaba casi vacío y los anillos le bailaban en los dedos como ajorcas. Charlie comprendió que no estaba dormida cuando llegaron, sino que había mandado a Buddy fuera con esa excusa para que Grace tuviera tiempo de vestirla y arreglarla antes de mostrarse ante sus hijos.

Notó también que el collar de plata refulgía con una tenue luz rojiza sobre el camisón de Lois y sintió que un largo suspiro de tristeza se alzaba en su pecho. Abrazó a su madre y sintió los huesos de su espalda y de sus hombros, tan delicados y frágiles como los de un pájaro. Jane intentó sofocar un sollozo tan pronto la vio, pero solo consiguió emitir lo que sonó como un bufido doloroso. Cayó de rodillas junto a la cama de su madre.

Charlie sabía que era quizá la pregunta más tonta que podía hacérsele a un moribundo, pero la hizo de todos modos.

—¿Qué tal estás, mamá?

Ella le dio unas palmaditas en la mano.

—Me vendría bien un cóctel. Buddy no me deja beber alcohol porque no lo retengo. ¿Ya conocéis a Buddy?

—Parece un buen hombre —dijo Jane.

—Y lo es. Ha sido muy bueno conmigo. Solo somos amigos, ¿sabéis?

Charlie miró a Jane por encima de la cama y su hermana levantó las cejas.

—No pasa nada, sabemos que vivís juntos —dijo él.

—¿Vivir juntos? ¿Yo? ¿Por quién me tomas?

—Da igual, mamá.

Su madre desdeñó aquella idea con un ademán, como si espantara una mosca.

—¿Y cómo está tu muchachita judía, Charlie?

—¿Sophie? Está muy bien, mamá.

—No, no es eso.

—¿Qué no es eso?

—No es Sophie, es otra. Una chica muy guapa... Demasiado guapa para ti, la verdad.

—Estás pensando en Rachel, mamá. Murió hace cinco años, ¿recuerdas?

—Bueno, no se le puede reprochar, ¿no crees? Eras un niñito tan dulce... y luego no sé qué te pasó. ¿Te acuerdas?

—Sí, mamá, era muy dulce.

Lois miró a su hija.

—¿Y tú qué, Jane? ¿Has encontrado un buen hombre? No me gusta pensar que estás sola.

—Todavía estoy buscando a mi media naranja —contestó Jane mientras miraba a Charlie haciendo un movimiento de cabeza que venía a decir «tenemos que escaparnos y mantener una reunión de emergencia», movimiento que había practicado en presencia de su madre desde que tenía ocho años.

—Mamá, Jane y yo volvemos enseguida. Luego podemos llamar a Sophie y hablar con ella, ¿de acuerdo?

—¿Quién es Sophie? —preguntó Lois.

—Es tu nieta, mamá. ¿Te acuerdas de Sophie, la pequeñina, tan guapa?

—No seas tonto, Charles, no tengo edad para ser abuela.

Fuera de la habitación, Jane hurgó en su bolso y sacó dos paquetes de cigarrillos, pero no logró decidir si fumar o no.

—Por el sagrado Cristo de la Motown, ¿qué coño está pasando ahí dentro?

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