Compró el bastón espada a tocateja, sin regatear, y se marchó de la tienda sin entablar conversación con la propietaria, pero al salir se llevó una tarjeta de un recipiente que había sobre el mostrador. La dueña se llamaba Carrie Lang. A Charlie le costó gran esfuerzo no avisarla, no decirle que tuviera cuidado de lo que pudiera salir de allá abajo, pero se daba cuenta de que con cada segundo que pasaba allí aumentaba el peligro para todos ellos.
—Cuídate, Carrie —murmuró para sí al alejarse.
Esa noche decidió entrar en acción para aliviar parte de la tensión de su existencia. O, al menos, alguien tomó la decisión por él cuando Jane y su novia, Cassandra, aparecieron en el apartamento y se ofrecieron a cuidar de Sophie.
—Vete a buscar una mujer —dijo Jane—. Yo me quedo con la niña.
—Las cosas no funcionan así —contestó Charlie—. He pasado todo el día fuera, casi no he estado con mi hija.
Jane y Cassandra (una pelirroja atlética y atractiva de unos treinta y cinco años, a la que Charlie se dijo que habría pedido salir si no estuviera viviendo con su hermana) lo sacaron a empujones por la puerta, la cerraron delante de sus narices y echaron la llave.
—¡Y no vuelvas hasta que hayas echado un polvo! —gritó Jane por el montante.
—¿A ti te funciona? —contestó Charlie a voces—. ¿Salir a buscar a alguien con quien enrollarte, como una carroñera?
—Aquí tienes quinientos dólares. Con quinientos dólares, le funciona a cualquiera. —Un fajo de billetes salió volando por el montante, seguido por su bastón, una chaqueta de sport y su cartera.
—El dinero es mío, ¿no? —gritó Charlie.
—Eres tú quien necesita un revolcón —replicó Jane—. Anda, vete. Y no vuelvas hasta que hayas ejecutado la danza de la bestia con dos espaldas.
—Puedo mentirte.
—No, no puedes —dijo Cassie. Tenía una voz dulce que le daba a uno ganas de que le contara un cuento antes de dormir—. Seguiría notándosete la desesperación en los ojos. Y lo digo con cariño, Charlie.
—Claro, ¿cómo iba a tomármelo, si no?
—Adiós, papi —dijo Sophie desde el otro lado de la puerta—. Que te diviertas.
—¡Jane!
—Relájate, acaba de entrar. Márchate.
Así fue como Charlie, arrojado de su hogar por su propia hermana, dijo adiós a la hija que adoraba y salió en busca de una perfecta desconocida con quien intimar.
—Solo un masaje —dijo Charlie.
—Está bien —contestó la chica mientras colocaba aceites y lociones en un estante. Era asiática, pero Charlie no lograba adivinar de qué parte de Asia; de Tailandia, quizá. Era menuda y la melena negra le llegaba por debajo de la cintura. Llevaba un kimono de seda rojo con dibujos de crisantemos. Nunca lo miraba a los ojos.
—De verdad, solo estoy un poco tenso. No quiero más que un masaje completamente ético e higiénico, tal y como pone en el cartel. —Charlie estaba de pie al fondo de un estrecho cubículo, completamente vestido, con una mesa de masaje a un lado y la masajista y su estante lleno de afeites al otro.
—Está bien —dijo la chica.
Charlie se limitaba a mirarla, sin saber qué hacer.
—La ropa fuera —dijo la chica. Puso una toalla blanca y limpia sobre la mesa de masaje, junto a Charlie, la señaló con la cabeza y se dio la vuelta—. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —contestó Charlie, convencido de que, ya que estaba allí, tenía que llegar hasta el final. Había pagado cincuenta dólares por el masaje a la mujer de la entrada, después de lo cual ella le hizo firmar un papel que afirmaba que solo iba a recibir un masaje, que se aceptaban gustosamente propinas, pero que ello no implicaba ningún servicio más allá del masaje y que, si creía que iba a recibir algo más, aquel Diablo Blanco acabaría llevándose un gran chasco. Le hizo firmar cada uno de los seis impresos, cada uno de ellos redactado en un idioma distinto, luego guiñó un ojo (un guiño lento y parsimonioso, exagerado por sus larguísimas pestañas postizas) y ejecutó el gesto internacionalmente aceptado para la mamada, redondeando la boca y moviendo rítmicamente la lengua de modo que empujara hacia fuera la mejilla.
—Flor de Loto lo relajará mucho, señor Macy.
Charlie había firmado con el nombre de Ray, no tanto como una pequeña venganza por haberlo denunciado a la policía como porque pensó que quizá la gerencia del local reconociera su nombre y le hiciera un descuento.
Se dejó los calzoncillos puestos y se tumbó en la mesa, pero Flor de Loto se los quitó con la destreza de un mago que se sacara un pañuelo de la manga. Le puso una toalla sobre el trasero y se quitó el kimono. Charlie lo vio caer y al mirar hacia atrás vio a una mujer pequeña y semidesnuda que se frotaba las manos impregnadas de aceite para calentarse las palmas. Apartó la mirada y se golpeó varias veces la frente contra la mesa mientras notaba cómo, bajo él, su erección luchaba por liberarse.
—Me ha obligado a venir mi hermana —dijo—. Yo no quería.
—Está bien —dijo ella.
Empezó a untarle los hombros con aceite. El aceite olía a almendras y a sándalo. Debía de llevar mentol o espliego o algo así, porque Charlie notaba un cosquilleo en la piel. Cada sitio que ella tocaba, le dolía. Como si el día anterior hubiera excavado una zanja hasta el Ecuador o hubiera tirado de una barcaza por la bahía con una soga. Era como si ella tuviera poderes extrasensoriales, como si pudiera encontrar el lugar preciso donde Charlie llevaba su dolor y luego tocarlo y liberarlo. Charlie gimió, solo un poco.
—Muy tenso —dijo ella mientras deslizaba los dedos hacia arriba por su espalda.
—Hace dos semanas que no duermo bien —dijo Charlie.
—Qué bien. —Ella alargó los brazos para masajearle los costados y Charlie notó en la espalda la presión de sus pequeños pechos. Dejó de respirar un segundo y ella soltó una risilla.
—Muy tenso —repitió.
—Me ha pasado una cosa en el trabajo. Bueno, en el trabajo no, pero tengo miedo de haber hecho algo que tal vez ponga en peligro a todas las personas que conozco, y no me atrevo a hacer lo que hay que hacer para solucionarlo. Podría morir gente.
—Qué bien —dijo Flor de Loto mientras le masajeaba los bíceps.
—No hablas inglés, ¿verdad?
—Oh, poco. No preocuparte. ¿Quieres final feliz?
Charlie sonrió.
—¿No puedes seguir dándome friegas?
—¿Final feliz no? Está bien. Veinte dólares, quince minutos.
Así que Charlie le pagó y siguió hablando, y ella siguió frotándole la espalda, y él volvió a pagarle y le contó todas las cosas que no podía compartir con otras personas: todas sus preocupaciones, todos sus miedos, todos sus remordimientos. Le dijo cuánto echaba de menos a Rachel, aunque a veces se le olvidara su cara y corriera a la cómoda en plena noche para mirar su fotografía. Le pagó dos horas por anticipado y se quedó dormido notando sus manos sobre la piel, y soñó con Rachel y con el sexo, y cuando despertó Flor de Loto le estaba masajeando las sienes y a él le corrían las lágrimas por la cara hasta metérsele en las orejas. Le dijo que era por el mentol del aceite, pero era la soledad, que se apoderaba de él como el dolor de espalda en el que no había reparado hasta que alguien le había tocado el cuerpo.
Ella le masajeó el pecho alargando los brazos por encima de su cabeza y dejó que sus pechos le rozaran la cara mientras trabajaba, y cuando él volvió a tener una erección bajo la toalla, le preguntó:
—¿Quieres final feliz ahora?
—No, qué va —contestó Charlie—. Los finales felices son tan de Hollywood... —Luego la cogió de las muñecas, se sentó, le besó el dorso de las manos y le dio las gracias. Le dejó cien dólares de propia. Ella sonrió, se puso el kimono y salió del cubículo.
Charlie se vistió y salió del salón de masajes orientales Buenos Ratos, por el que había pasado mil veces a lo largo de su vida preguntándose siempre qué habría tras aquella puerta roja con el ventanuco tapado con papel de estraza. Ahora ya lo sabía: el patético charco de frustración y soledad que era Charlie Asher, para el que no habría un final feliz.
Subió hasta Broadway y enfiló la colina en dirección a North Beach. Solo estaba a un par de calles de su casa cuando sintió que alguien lo seguía. Se volvió, pero solo vio a un tipo a un par de manzanas de allí, comprando un periódico en una máquina. Caminó otra media manzana y vio el ajetreo de la calle que se extendía ante él: los turistas que paseaban o esperaban mesa en los restaurantes italianos, los voceros que intentaban atraer a los turistas a los clubes de alterne, los marineros que iban de bar en bar, los modernillos que fumaban junto a la entrada de la librería City Lights, tan literarios y mundanos, antes de la siguiente lectura de poesía, que tendría lugar en un bar al otro lado de la calle.
—Eh, soldado —dijo una voz a su lado. Una voz de mujer, suave y sexi. Charlie se volvió y miró por el callejón junto al que iba pasando. Vio una mujer en la penumbra, apoyada contra la pared. Llevaba unas mallas iridiscentes o algo parecido y una lámpara de mercurio al fondo del callejón dibujaba su silueta plateada. A Charlie se le erizó el vello del cuello, pero notó también una especie de punzada en la entrepierna. Aquel era su barrio y las putas llevaban llamándolo desde que tenía doce años, pero aquella era la primera vez que se paraba y les dedicaba más atención que un saludo con la mano y una sonrisa.
—Hola —dijo. Se sentía mareado (borracho o drogado); tal vez el largo masaje había liberado todas sus toxinas. El caso fue que tuvo que apoyarse en el bastón para no caerse.
Ella se apartó de la pared y la luz recortó su silueta y realzó sus curvas sobrenaturales. Charlie se dio cuenta de que estaba rechinando los dientes y de que había empezado a temblarle la rótula. Aquel no era el cuerpo desgastado de una yonqui, sino más bien el de una bailarina o una diosa.
—A veces —dijo ella, y siseó la última «s»—, un buen polvo en un callejón oscuro es la mejor medicina para un guerrero cansado.
Charlie miró a su alrededor: el ajetreo una manzana más adelante, el tipo que leía su periódico bajo la farola, dos manzanas más atrás. Nadie en el callejón esperando a tenderle una emboscada.
—¿Cuánto? —preguntó. Ni siquiera recordaba qué se sentía al practicar el sexo, pero en ese momento solo podía pensar en la descarga: un buen polvo en un callejón oscuro con aquella... con aquella diosa. No podía verle la cara, solo la línea del pómulo, pero esta era exquisita.
—El placer de tu compañía —contestó ella.
—¿Por qué yo? —preguntó Charlie sin poder remediarlo: era su carácter de macho beta.
—Ven a descubrirlo —dijo ella. Se agarró los pechos, se recostó contra la pared y apoyó un tacón en los ladrillos—. Ven.
Charlie entró en el callejón y apoyó el bastón en el muro; luego cogió con una mano la rodilla levantada de ella y uno de sus pechos con la otra y la atrajo hacia sí para besarla. Le pareció por el tacto que iba vestida de terciopelo; su boca era cálida y tenía un sabor vil y peleón, como a veneno o a hígado. Charlie ni siquiera notó que le desabrochaba los pantalones; solo sintió una mano fuerte sobre su erección.
—Um, qué carne tan dura —siseó ella.
—Gracias, he estado yendo al gimnasio.
Ella le mordió el cuello con fuerza y él le estrujó el pecho y se frotó contra su mano. Ella le rodeó la espalda con la pierna que tenía subida y lo atrajo con fuerza hacia sí. Charlie notó que algo afilado se le clavaba dolorosamente en el escroto e intentó apartarse. Ella lo apretó con la pierna. Era increíblemente fuerte.
—Carne Nueva —dijo—, no te resistas o te los arranco.
Charlie sintió la garra sobre sus pelotas y se quedó sin respiración. Ella tenía la cara a unos centímetros de la suya, y Charlie buscó sus ojos, pero solo vio la negrura de obsidiana que reflejaba el resplandor de las farolas.
Ella puso una mano delante de su cara y Charlie vio cómo empezaban a crecerle en las puntas de los dedos garras que devolvían la luz de la calle como cromo bruñido hasta que tuvieron siete centímetros de largo. Ella las dejó suspendidas sobre sus ojos y él echó mano del bastón que había dejado apoyado contra la pared. Ella lo apartó de un golpe y volvió a ponerle las garras en la cara.
—Ah, no, Carne. Esta vez no. —Le metió una uña en uno de los agujeros de la nariz—. ¿Quieres que te la meta en el cerebro? Sería lo más rápido, pero no quiero apresurarme. He esperado demasiado tiempo para esto.
Aflojó la presión sobre sus pelotas y Charlie se dio cuenta, horrorizado, de que seguía empalmado. Ella comenzó a frotarle el miembro mientras le hundía un poco más la uña en la nariz para que se estuviera quieto.
—Ya sé, ya sé... Cuando te corras, te la meteré en la oreja y tiraré. Así le he arrancado la mitad de la cabeza a un hombre. Te gustará. Tienes suerte, si hubiera venido Nemain, ya estarías muerto.
—Zorra —logró decir Charlie.
Ella le acariciaba con más brío y él maldecía a su cuerpo por traicionarlo de aquel modo. Intentó apartarse y ella lo apretó con la pierna con tal fuerza que le cortó la respiración.
—No, tú te corres y luego yo te mato.
Sacó la uña de su nariz y la puso junto a su oído.
—No dejes que me vaya insatisfecha, Carne —dijo, pero en ese instante arañó con la garra un lado de su cuero cabelludo y él la golpeó con ambos puños en las costillas, con todas sus fuerzas.
—¡Cabrón! —chilló ella. Bajó la pierna, tiró de él hacia un lado por el pene y retrocedió para lanzarle un zarpazo a la cabeza. Charlie intentó levantar el brazo para detener el golpe, pero en ese momento se oyó una explosión que la hizo volverse bruscamente. Un trozo de su hombro salpicó la pared.
Charlie notó que le soltaba el pene y se arrojó hacia el otro lado del callejón. Ella rebotó contra la pared con las garras apuntadas hacia su cara. Se oyó otra explosión y ella volvió a caer hacia atrás. Esta vez, acabó de cara a la calle y, antes de que pudiera prepararse para saltar, dos disparos más se incrustaron en su pecho y ella chilló con un ruido semejante al de mil cuervos furiosos a los que alguien hubiera prendido fuego.
Cinco disparos más y danzó hacia atrás, empujada por los impactos; mientras se movía, iba cambiando: sus brazos se hicieron más anchos, sus hombros se ablandaron. Dos tiros más y el siguiente chillido no fue ni remotamente humano, sino el de un enorme cuervo. Ella se elevó hacia el cielo nocturno dejando un rastro de plumas y salpicaduras de un líquido que podría haber sido sangre, de no ser porque era negro.