Un trabajo muy sucio (25 page)

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Authors: Christopher Moore

Tags: #Humor, Fantástico

BOOK: Un trabajo muy sucio
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Rivera lo llevó a la planta de arriba, a un cuartito con una mesa y dos sillas. Igual que en la tele, Charlie buscó un falso espejo y se llevó un chasco al ver solo paredes de bloques de cemento pintadas de esmalte lavable de color verde musgo. Rivera le hizo sentarse y luego se acercó a la puerta.

—Voy a dejarlo aquí unos minutos, hasta que venga la señorita McKerny a presentar la denuncia. Esto es más hospitalario que el calabozo. ¿Quiere algo de beber?

Charlie negó con la cabeza.

—¿Debería llamar a un abogado?

—Como usted quiera, señor Asher. Está en su derecho, desde luego, pero yo no puedo aconsejarle ni en un sentido ni en otro. Volveré dentro de cinco minutos. Luego podrá hacer esa llamada, si quiere.

Rivera salió de la habitación y Charlie vio que su compañero, un tipo grande como un toro, calvo y gruñón, llamado Cavuto, estaba al otro lado de la puerta, esperándolo. Aquel tipo le daba miedo. No tanto como la perspectiva de tener que recuperar los implantes mamarios de Madison McKerny, ni de lo que pasaría si no lo hacía, pero casi.

—Suéltalo —dijo Cavuto.

—¿Que lo suelte? Pero si acabo de detenerlo. Esa tal McKerny...

—Está muerta. Su novio la mató y, cuando nuestros chicos acudieron al aviso del tiroteo, se pegó un tiro.

—¿Qué?

—El novio estaba casado, McKerny quería más seguridad y se lo iba a decir a su mujer. Al tío se le fue la olla.

—¿Y ya sabes todo eso?

—Su vecina se lo contó a los agentes en cuanto llegaron. Vamos, el caso es nuestro. Hay que ponerse en marcha. Suelta a ese tío. Ray Macy y una chica gótica que es cocinera lo están esperando abajo.

—Ray Macy fue quien me llamó, creía que Asher iba a matarla.

—Lo sé. Crimen correcto, culpable equivocado. Vámonos.

—Aún podemos denunciarlo por llevar un arma oculta.

—¿Un bastón con una espada dentro? ¿Qué pasa, es que quieres plantarte delante de un juez y decirle que has detenido a un tío bajo sospecha de ser un asesino en serie y que al final habéis hecho un trato y lo has dejado en que es un capullo como una casa?

—Vale, lo suelto, pero te digo, Nick, que ese tío le dijo a McKerny que iba a morir hoy mismo. Aquí está pasando algo raro.

—¿Y no tenemos ya suficientes cosas raras a las que enfrentarnos?

—En eso tienes razón —dijo Rivera.

Madison McKerny estaba preciosa con su vestido de seda beis, su pelo y su maquillaje perfectos, como siempre, sus pendientes de diamantes y un collar de platino con un diamante solitario, a juego con las asas plateadas de su ataúd de nogal. Para no respirar, estaba que quitaba el hipo, sobre todo a Charlie, que era el único que veía palpitar sus melones en rojo dentro del féretro.

Charlie no había estado en muchos velatorios, pero el de Madison McKerny parecía agradable y estaba bastante concurrido para tratarse de una persona de solo veintiséis años. Resultó que Madison se había criado en Mill Valley, justo a las afueras de San Francisco, así que la conocía mucha gente. Evidentemente, exceptuando a su familia, aquellas personas habían perdido en su mayoría el contacto con ella y parecían algo sorprendidas porque la hubiera matado a tiros un novio casado que la mantenía en un lujoso apartamento de la ciudad.

—No es que fuera la candidata más probable para terminar así, claro —dijo Charlie, intentando trabar conversación con un compañero de clase de Madison, un tipo que había acabado a su lado en los urinarios del aseo de caballeros.

—¿De qué conocía a Madison? —preguntó aquel tipo en tono condescendiente. Él, por su parte, parecía el candidato perfecto para fastidiar a todo el mundo por ser rico y tener el pelo bonito.

—¿Quién, yo? Soy amigo del novio —contestó Charlie. Se subió la cremallera y se dirigió al lavabo antes de que al del pelo bonito se le ocurriera algo que decir.

A Charlie le sorprendió ver en el velatorio a algunas personas que conocía; cada vez que se apartaba de una, se topaba con otra.

Primero se encontró con el inspector Rivera, que le mintió.

—Tenía que venir. El caso es nuestro. Debo conocer un poco a la familia.

Luego con Ray, que también le mintió.

—Iba a mi gimnasio. Se me ha ocurrido venir a presentar mis respetos.

Y luego con Cavuto, el compañero de Rivera, que no le mintió.

—Sigo pensando que es usted muy rarito, y eso va también por su amigo, el ex poli.

Y con Lily, que también fue sincera.

—Quería ver a una muñeca hinchable difunta.

—¿Quién se ha quedado en la tienda? —preguntó Charlie.

—He cerrado. Por defunción en la familia. Sabes que fue Ray quien llamó a la policía, ¿no?

No habían tenido ocasión de hablar desde que Charlie había sido puesto en libertad.

—Debí imaginarlo —dijo.

—Dice que te vio entrar en el edificio de la difunta y que desapareciste de repente. Cree que tienes poderes de ninja. ¿Es parte del asunto? —Movió las cejas arriba y abajo conspirativamente, al estilo de Groucho Marx solo que con menos eficacia por el hecho de que las tenía del grosor de un lápiz y pintadas de color magenta.

—Sí, es parte del asunto, más o menos. Pero Ray no sospecha nada, ¿no?

—No, te cubrí las espaldas. Pero sigue creyendo que podrías ser un asesino en serie.

—Eso pensaba yo de él.

Lily se estremeció.

—Dios, cuánta falta os hace echar un polvo.

—Cierto, pero ahora mismo estoy aquí para hacer una cosa concerniente a ese asunto.

—¿Todavía no has conseguido su... cosa?

—Ni siquiera se me ocurre cómo hacerme con ella. Su cosa sigue en la cosa. —Señaló con la cabeza el ataúd.

—Pues lo tienes jodido —dijo Lily.

—Tenemos que ir a sentarnos —repuso Charlie. Y la condujo a la capilla, donde estaba empezando el servicio religioso.

Detrás de ellos, Nick Cavuto, que estaba a metro y medio de Charlie, de espaldas a él, se fue derecho a su compañero y dijo:

—¿No podemos pegarle un tiro a Asher y buscar un motivo después? Estoy seguro de que el muy cabrón ha hecho algo para merecerlo.

Charlie no sabía qué iba a hacer, cómo iba a recuperar los implantes del alma, pero estaba seguro de que se le ocurriría algo. Alguna habilidad sobrenatural se manifestaría en el último instante. Estuvo dándole vueltas toda la ceremonia. Pensó en ello cuando cerraron el ataúd, durante la procesión hacia el cementerio y durante toda la ceremonia a pie de tumba. Empezó a perder la esperanza cuando los asistentes se dispersaron y el ataúd fue bajado a la tumba, y para cuando los enterradores empezaron a echar tierra en el hoyo con una excavadora, se había dado por vencido: no iba a ocurrírsele nada.

Podía saquear la tumba, pero no le parecía buena idea. Y hasta con sus años de experiencia en los tratos con la muerte, no creía estar preparado para colarse en un cementerio, pasar toda la noche desenterrando un féretro y extraer los implantes mamarios del cuerpo de una mujer muerta. Aquello no era lo mismo que llevarse un jarrón de la repisa de la chimenea. ¿Por qué no podía estar el alma de Madison McKerny en un jarrón en la repisa de la chimenea?

—No lo ha conseguido, ¿eh? —dijo una voz tras él.

Charlie se volvió y vio al inspector Rivera a medio metro de distancia. No lo había visto desde que habían salido del tanatorio.

—¿El qué?

—Sí, ¿el qué? —contestó Rivera—. No la han enterrado con los diamantes, lo sabe, ¿no?

—Habría sido una pena —dijo Charlie.

—Se los llevaron las hermanas —dijo Rivera—. ¿Sabe, Charlie?, la mayoría de la gente no se queda a ver cómo cubren la caja.

—¿De veras? —preguntó Charlie—. Yo tenía curiosidad. Por ver si usaban una pala o qué. ¿Y usted?

—¿ Yo ? Yo lo estoy vigilando. ¿Superó ya ese asunto con las alcantarillas ?

—Ah, eso. Solo necesitaba ajustar un poco mi medicación. —Charlie había tomado prestada aquella expresión de Jane. Lo cierto era que Jane no tomaba medicación alguna, pero la excusa parecía funcionarle.

—Pues vigíleselo, Charlie. Yo, mientras tanto, lo vigilaré a usted.
Adiós
. —Rivera se alejó.


Adiós
15
, inspector —contestó Charlie—. Eh, por cierto, bonito traje.

—Gracias, lo compré en su tienda —dijo Rivera sin volverse.

¿
Cuándo ha estado en mi tienda
?, pensó Charlie.

Las dos semanas siguientes, Charlie se sintió como si alguien hubiera subido el voltaje de su sistema nervioso más allá de lo recomendable y casi vibrara de ansiedad. Pensó que tal vez debiera llamar a Minty Fresh para avisarle que no había logrado recuperar la vasija del alma de Madison McKerny, pero, si las arpías del alcantarillado no se habían levantado por eso, quizá su contacto con otro Mercader de la Muerte las pusiera en pie de guerra. Dejó a Sophie en casa y se aseguró de que los cancerberos no la perdieran de vista. De hecho, mantenía a los perros encerrados casi todo el tiempo en la habitación de la niña; si no, lo arrastraban hasta su agenda, en la que no aparecieron nombres nuevos. Solo el de Madison McKerny, ya desfasado, y el de dos mujeres (Esther Johnson e Irena Posokovanovich), que aparecieron el mismo día, y para la expiración (o como se quiera llamar) de cuyo plazo aún quedaba algún tiempo.

De modo que Charlie retomó sus paseos y, al pasar por las tapas de las alcantarillas y los sumideros aguzaba el oído, pero las tinieblas no parecían estar levantándose.

Se sentía desnudo caminando por la calle sin su bastón espada, que Rivera le había requisado, así que se propuso sustituirlo y de paso se encontró con otros dos Mercaderes de la Muerte. Encontró al primero en Book'em Danno, una librería de viejo de Mision. Bueno, en realidad no era ya una librería: tenía todavía un par de estanterías muy altas llenas de libros, pero el resto del local era un batiburrillo de artículos curiosos, desde accesorios de fontanería a cascos de fútbol americano. Charlie entendía perfectamente cómo había ocurrido aquello. Se empezaba con una librería, luego se hacía un solo trueque inocente (un par de sujetalibros para una primera edición quizá) después otro, se compraba un cajón repleto de cosas en una venta callejera para conseguir un solo objeto, y muy pronto se tenía una sección completa de muletas desparejadas y radios obsoletas, y uno no se acordaba ni a tiros de cómo había adquirido una trampa para osos, y sin embargo allí estaba, junto al tutú verde lima y la bomba para el pene marca Armadrillo: cosas de segunda mano que se iban de las manos. Al fondo de la tienda, junto al mostrador, había una estantería de libros en la que todos los volúmenes refulgían con una luz mortecina y rojiza.

Charlie tropezó con una escupidera y se agarró a un perchero hecho de cuernos de alce.

—¿Se ha hecho daño? —preguntó el propietario, que había levantado la vista del libro que estaba leyendo. Rondaba quizá los sesenta años y tenía la piel llena de manchas producidas por el sol, aunque hacía tiempo que no le daba la luz del día y se había puesto macilento. Tenía el pelo largo y canoso, ya algo escaso, y llevaba unas lentes bifocales de gran tamaño que le daban el aire de una docta tortuga.

Charlie apartó la mirada con esfuerzo de aquellos libros que contenían almas.

—No, estoy bien —dijo.

—Sé que esto está un poco embarullado —dijo el tortuga—. Pensaba ordenarlo, pero llevo treinta años proponiéndomelo y aún no lo he conseguido.

—No importa. Me gusta su tienda —dijo Charlie—. Una selección estupenda.

El propietario miró el traje caro y los zapatos de Charlie y achicó los ojos. Estaba claro que conocía el valor de su indumentaria y lo había tomado por un coleccionista rico o un cazador de antigüedades.

—¿Busca algo en especial? —preguntó.

—Un bastón espada —contestó Charlie—. No hace falta que sea antiguo. —Quería invitar a aquel tipo a tomar un café para contarse anécdotas sobre cómo se apoderaban de los objetos que albergaban las almas, de cómo se enfrentaban a los moradores del Inframundo, de lo que significaba ser un Mercader de la Muerte. Aquel tipo era un espíritu afín y, por el tamaño de su colección de objetos-alma (todos aquellos libros) llevaba más tiempo en la profesión que Minty Fresh.

El tortuga sacudió la cabeza.

—Hace años que no veo uno. Si quiere darme su tarjeta, estaré atento por si encuentro alguno.

—Gracias —dijo Charlie—. Voy a seguir buscando. Forma parte de la diversión. —Empezó a retroceder por el pasillo, pero no podía marcharse sin decir algo más, sin obtener alguna información de la clase que fuera—. Oiga, ¿qué tal va el negocio en este barrio?

—Mejor ahora que antes —dijo el tipo—. Las bandas callejeras se han tranquilizado un poco. Esta parte de Mision se ha convertido en un barrio puntero y con pretensiones artísticas. Eso es bueno para el negocio. ¿Es usted de por aquí?

—Nacido y criado aquí, sí —contestó Charlie—. Pero no vengo mucho por este barrio. Entonces, ¿no ha oído nada raro en la calle estas últimas semanas?

El tortuga miró a Charlie con toda atención y hasta se quitó las gafas gigantes.

—Aparte de los coches que pasan con la música a todo volumen, nada de nada. ¿Cómo se llama?

—Charlie. Charlie Asher. Vivo en la zona entre North Beach y el barrio chino.

—Yo soy Antón, Charlie. Antón Dubois. Encantado de conocerte.

—Bueno —dijo Charlie—, tengo que irme ya.

—Charlie, hay una tienda de empeños en la calle Fillmore. Entre Fulton y Fillmore, creo. La dueña tiene muchas armas blancas. Puede que tenga tu bastón.

—Gracias —dijo Charlie—. Cuídate, Antón, ¿de acuerdo?

—Siempre lo hago —dijo Antón Dubois, y volvió a fijar la mirada en su libro.

Charlie salió de la tienda sintiéndose aún más ansioso, pero no tan solo como cinco minutos antes. Al día siguiente, encontró un bastón espada nuevo en la tienda de empeños de Fillmore, y también una caja de cubiertos y utensilios de cocina que refulgía con una luz rojiza. La propietaria era más joven que Antón Dubois, tenía treinta y tantos años quizá, y llevaba un revólver del calibre 38 en una funda debajo del brazo, cosa que a Charlie no le chocó tanto como el hecho de que fuera una mujer. Había imaginado que todos los Mercaderes de la Muerte eran hombres, pero naturalmente no había motivo para pensar así. Ella llevaba vaqueros y una camisa de cambray sencilla, pero iba cargada de joyas que desentonaban con su atuendo, y Charlie supuso que aquello era un capricho que se permitía por estar «en el negocio», por la misma razón que él llevaba trajes caros. Era guapa al estilo agente de policía, con una sonrisa bonita, y Charlie se descubrió preguntándose si tal vez debía invitarla a salir, pero un instante después oyó en su cabeza un estallido al romperse aquella burbuja de estupidez autodestructiva. Claro, invitarla a cenar y a ir al cine, y liberar a las Fuerzas de la Oscuridad para que se apoderaran del mundo. Una primera cita estupenda. Todos tenían razón: le hacía mucha falta echar un polvo.

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