Un trabajo muy sucio (22 page)

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Authors: Christopher Moore

Tags: #Humor, Fantástico

BOOK: Un trabajo muy sucio
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Dar de comer a los cancerberos era como echar paletadas de carbón a dos voraces máquinas de vapor. Para mantenerlos, Charlie empezó a encargar veinticinco kilos de pienso para perros cada dos días, pienso que, a su vez, ellos convertían en enormes torpedos de caca que arrojaban en las calles y callejones en torno a Oportunidades Asher como si estuvieran llevando a cabo su particular
Blitzkrieg
canina sobre el vecindario.

Lo bueno de que estuvieran allí era que Charlie se pasó meses sin que las alcantarillas dijeran ni pío, ni ver la ominosa sombra de un cuervo sobre la pared cuando iba a recoger la vasija de algún alma. Los sabuesos, por otro lado, le servían también en sus tratos con la muerte, puesto que, cada mañana, desde que aparecía un nuevo nombre en su agenda, lo arrastraban hasta ella y no cejaban en su empeño hasta que volvía con el objeto que albergaba el alma, así que Charlie se pasó dos años sin perder ni llegar tarde a recoger una sola vasija. Los perrazos, naturalmente, acompañaban a Charlie y a Sophie en sus paseos, que estos retomaron cuando Charlie se aseguró de que su hija dominaba su peculiar habilidad lingüística. Los sabuesos, pese a ser, desde luego, los perros más grandes que había visto cualquiera, no eran tan desmesurados como para resultar increíbles, y allá donde iban la gente preguntaba a Charlie de qué raza eran. Cansado de dar explicaciones, él se limitaba a decir:

—Son cancerberos. —Y cuando le preguntaban de dónde los había sacado, respondía—: Aparecieron una noche en el cuarto de mi hija y ya no se marcharon. —Después de lo cual la gente no solo lo consideraba un embustero, sino también un cretino. Así que cambió su respuesta por esta otra—: Son cancerberos irlandeses. —Cosa que, por la razón que fuera, la gente aceptaba inmediatamente, menos un aficionado irlandés al fútbol que en un restaurante de North Beach le dijo:

—Yo soy irlandés y esos bichos no son paisanos míos ni de coña.

A lo cual Charlie contestó:

—Son irlandeses negros.

El aficionado al fútbol asintió con la cabeza como si lo supiera desde el principio y añadió dirigiéndose a la camarera:

—¿Puedo tomar otra puta pinta de cerveza antes de que me quede seco y me largue de aquí pitando, chavala?

En cierto modo, Charlie empezaba a disfrutar de la notoriedad que le otorgaba ser el tipo de la niña guapa y los dos perros gigantes. Cuando uno se ve obligado a mantener una identidad secreta, no puede evitar que le agrade recibir un poco de atención pública. Y a Charlie le agradaba hasta un día en que, yendo con Sophie, en una bocacalle de Russian Hill, le paró un barbudo vestido con un largo caftán de algodón y un gorro de punto. Sophie ya era lo bastante mayor como para andar sola, pero Charlie iba siempre equipado con una mochila para llevarla cuando se cansaba de caminar (aunque con más frecuencia se limitaba a sostenerla en equilibrio mientras ella montaba a lomos de
Alvin
o
Mohamed
).

El tipo de la barba pasó demasiado cerca de Sophie y
Mohamed
soltó un gruñido y se interpuso entre el hombre y la niña.

—Mohamed, ven aquí—dijo Charlie. Resultó que a los cancerberos se les podía adiestrar, particularmente si solo se les decían cosas que iban a hacer de todos modos. («Come, Alvin. Buen chico. Ahora, haz caca. Excelente»).

—¿Por qué ha llamado Mohamed a ese perro ? —preguntó el de la barba.

—Porque se llama así.

—No debería haberle puesto Mohamed.

—Yo no le puse Mohamed —repuso Charlie—. Ya se llamaba así cuando lo compré. Lo ponía en su collar.

—Es una blasfemia llamar a un perro
Mohamed
.

—Intenté ponerle otro nombre, pero no me hacía caso. Mire. Steve, muérdele la pierna a este señor. ¿Lo ve?, nada. Spot, arráncale la pierna a este hombre. Ni caso. Es como si le hablara en farsi. ¿Ve usted adonde quiero ir a parar?

—Pues yo le he puesto Jesús a mi perro. ¿Qué le parece?

—Pues que lo siento mucho. No sabía que hubiera perdido usted a su perro.

—Yo no he perdido a mi perro.

—¿En serio? He visto un montón de anuncios por toda la ciudad en los que ponía: «¿Has encontrado a Jesús?». Será otro perro que se llama Jesús. ¿Ha ofrecido recompensa? Una recompensa ayuda, ¿sabe usted? —Charlie había notado que últimamente cada vez le costaba más resistirse a la tentación de pitorrearse de los demás, sobre todo cuando insistían en comportarse como idiotas.

—Yo no tengo ningún perro llamado Jesús y a usted no le molesta porque es un infiel descreído de Dios.

—No, de veras, no puede usted ponerle a su perro el nombre que quiera y que a mí me dé igual. Pero tiene usted razón, soy un infiel descreído de Dios. Al menos, así voté en las últimas elecciones. —Charlie le sonrió.

—¡Muerte al infiel! ¡Muerte al infiel! —gritó el de la barba en respuesta al irresistible encanto de Charlie. Luego se puso a danzar agitando el puño delante de la cara del Mercader de la Muerte, cosa que asustó a Sophie, que se tapó los ojos y empezó a llorar.

—Pare de una vez, está asustando a mi hija.

—¡Muerte al infiel! ¡Muerte al infiel!

Mohamed
y
Alvin
se cansaron pronto de contemplar la danza y se sentaron a esperar que alguien les dijera que se comieran al tipo del camisón.

—Lo digo en serio —dijo Charlie—. Tiene que parar. —Miró alrededor, avergonzado, pero no había nadie más en la calle.

—Muerte al infiel. Muerte al infiel —canturreaba el barbudo.

—¿Ha reparado usted en el tamaño de estos perros, Mohamed?

—Muerte al... Oiga, ¿cómo sabe que me llamo Mohamed? No importa. Da igual. Muerte al infiel. Muerte al...

—Vaya, sí que es usted valiente —dijo Charlie—, pero la niña es muy pequeña y la está asustando, así que haga el favor de parar de una vez.

—¡Muerte al infiel! ¡Muerte al infiel!

—¡Gatito! —gritó Sophie al tiempo que se destapaba los ojos y señalaba al hombre.

—Ay, cariño —dijo Charlie—. Creía que habíamos quedado en que no ibas a hacer eso.

Charlie montó a Sophie a hombros y echó a andar para alejar a los cancerberos del muerto barbudo que yacía formando un apacible montón sobre la acera. Se había guardado el gorrito del hombre en el bolsillo. Desprendía un fulgor rojo y mortecino. Curiosamente, el nombre del barbudo no aparecería en su agenda hasta el día siguiente.

—¿Lo ves?, es importante tener sentido del humor —dijo mientras le hacía a su hija una mueca bobalicona por encima del hombro.

—Papi tonto —dijo Sophie.

Más tarde, Charlie se sintió culpable porque su hija usara la palabra «gatito» como un arma, y pensó que un padre decente intentaría dar algún significado a aquella experiencia, enseñar con ella alguna lección, de modo que sentó a Sophie junto a un par de osos de peluche y unas tacitas de té invisible, un plato de galletas imaginarias y dos sabuesos gigantes surgidos del infierno y tuvo con ella su primera conversación de padre a hija y de tú a tú.

—Cariño, entiendes por qué papá te dijo que no volvieras a hacer eso nunca más, ¿verdad? ¿Por qué nadie debe saber que puedes hacerlo?

—¿Porque somos distintos a los demás? —contestó Sophie.

—Eso es, cariño, porque somos distintos a los demás —le dijo él a la niña más lista y guapa del mundo—. Y sabes por qué, ¿no?

—¿Porque somos chinos y los Diablos Blancos no son de fiar?

—No, no es porque seamos chinos.

—¿Porque somos rusos y hay mucho dolor en nuestros corazones?

—No, no hay mucho dolor en nuestros corazones.

—¿Porque somos fuertes como osos?

—Sí, cielo, eso es. Somos distintos porque somos fuertes como osos.

—Ya lo sabía. ¿Más té, papi?

—Sí, me encantaría tomar más té, Sophie.

—Vaya —dijo el Emperador—, veo que has experimentado las múltiples formas en que la vida de un hombre puede verse enriquecida por la compañía de una buena jauría de sabuesos.

Sentado en el escalón de atrás de la tienda, Charlie iba sacando pollos congelados de una caja y lanzándoselos a Alvin y Mohamed, uno por uno. Cada pollo era atrapado en el aire con tanta fuerza que el Emperador,
Holgazán

—Un enriquecimiento múltiple —dijo Charlie mientras lanzaba otro pollo—. Así es exactamente como lo describiría yo.

—No hay amigo mejor ni más leal que un buen perro —dijo el Emperador.

Charlie hizo una pausa: no había sacado de la caja un pollo, sino una batidora eléctrica de mano.

—Un amigo, en efecto —dijo—, todo un amigo. —Mohamed se tragó la batidora sin masticar siquiera: un metro de cable quedó colgando de un lado de sus fauces.

—¿Eso no le sentará mal? —preguntó el Emperador.

—Tiene mucha fibra —explicó Charlie, y tiró otro pollo congelado a
Mohamed
, que se lo zampó junto con el resto del cable de la batidora—. La verdad es que los perros no son míos. Son de Sophie.

—Los niños necesitan una mascota —dijo el Emperador—. Un compañero con el que crecer. Aunque esos dos están ya muy creciditos.

Charlie asintió con la cabeza mientras lanzaba a las ávidas fauces de
Alvin
el alternador de un Buick del ochenta y tres. Se oyó un sonido metálico y el perro eructó mientras golpeaba con el rabo el contenedor de basura, pidiendo más.

—Bueno, no la dejan ni a sol ni a sombra —dijo Charlie—. Ahora, por lo menos, los tenemos adiestrados para que guarden el edificio en el que esté Sophie. Durante un tiempo no se apartaban de su lado. El momento del baño era todo un desafío.

El Emperador dijo:

—Creo que fue el poeta Billy Collins quien escribió: «A nadie le agrada un perro mojado».

—Sí, y eso que seguramente él nunca tuvo que sacar de un baño de burbujas a una criatura y a dos perros de ciento ochenta kilos.

—¿Y dices que ahora son más dóciles ?

—No les ha quedado más remedio. Sophie ha empezado a ir al colegio. Y a su maestra no le gustaba tener perros gigantes en clase. —Charlie tiró un contestador automático a Alvin, que lo masticó como si fuera una galleta. Trozos de plásticos cubiertos de baba de perro chorreaban de sus mandíbulas.

—¿Y qué hicisteis?

—Tardamos varios días y hubo que dar muchas explicaciones, pero les enseñé a quedarse quietecitos junto a la puerta del colegio.

—¿Y el claustro lo permitió?

—Bueno, cada mañana tengo que rociarlos con una pintura en spray con textura de granito y luego les digo que se queden absolutamente quietos a cada lado de la puerta. Nadie parece fijarse en ellos.

—¿Y obedecen? ¿Todo el día?

—Bueno, ahora mismo solo es medio día. Sophie solo está en preescolar. Y hay que prometerles una galleta.

—Siempre hay que pagar un precio. —El Emperador sacó un pollo congelado de la caja—. ¿Puedo?

—Por favor. —Charlie le indicó con una seña que procediera.

El Emperador tiró un pollo a
Mohamed
, que se lo zampó de un solo bocado.

—Madre mía, así da gusto —dijo el Emperador.

—Pues eso no es nada —repuso Charlie—. Si les das de comer minibombonas de propano, echan fuego por la boca.

Capítulo 15
La llamada del deber (sexual)

—Muñecas hinchables —dijo Ray sin venir a cuento.

Estaba en la máquina de subir escalones, al lado de Charlie, y ambos miraban sudorosos una hilera de seis traseros femeninos perfectamente tonificados que apuntaban hacia ellos desde las máquinas de enfrente.

—¿Qué has dicho? —preguntó Charlie.

—Muñecas hinchables —repitió Ray—. Eso es lo que son.

Ray había convencido a Charlie para que fuera con él al gimnasio con el pretexto de introducirlo en el mundo de la soltería. En realidad, como era ex policía, Ray observaba a la gente con malsana atención, disponía de demasiado tiempo libre y no salía mucho, así que el verdadero motivo por el que había pedido a Charlie que fuera al gimnasio con él era llegar a conocerlo mejor fuera de la tienda. Desde la muerte de Rachel, había visto desarrollarse en Charlie una extraña pauta de comportamiento, según la cual su jefe se presentaba en la tienda con las pertenencias de personas cuya necrológica aparecía poco después en el periódico. Como Charlie se relacionaba poco y era muy reservado respecto a lo que hacía cuando no estaba en la tienda (eso por no hablar de los animalitos que acababan muertos en su apartamento), Ray sospechaba que podía ser un asesino en serie y había decidido intentar acercarse a su jefe para averiguar si estaba en lo cierto.

—Baja la voz, Ray —dijo Charlie—. Caray. —Como Ray no podía volver la cabeza, hablaba directamente a los culos de las mujeres.

—No pueden oírme. Mira, todas las solteras llevan auriculares. —Tenía razón, todas ellas estaban hablando por sus teléfonos móviles—. Tú y yo somos invisibles para ellas.

Charlie, que a veces era de veras invisible para los demás, o casi, volvió a mirar. Era media mañana y el gimnasio estaba lleno de mujeres en la veintena, enfundadas en licra, con pechos desmesuradamente grandes, piel perfecta y costosos peinados, y que parecían dotadas de la habilidad de ver a través de él, como hacía todo el mundo cuando andaba a la busca de la vasija de algún alma. De hecho, al entrar con Ray en el gimnasio, Charlie había mirado a su alrededor en busca de algún objeto que palpitara y emitiera una luz roja, pensando que esa mañana había pasado por alto algún nombre escrito en su agenda.

—Después de que me pegaran el tiro, salí con una fisioterapeuta que trabajó aquí una temporada —dijo Ray—. Ella las llamaba así: muñecas hinchables. Todas tienen un apartamento que paga algún ejecutivo entrado en años, que también se encarga de pagar la cuota del gimnasio y las tetas falsas. Se pasan los días haciéndose limpiezas de cutis y manicuras, y las noches debajo de algún trajeado sin traje.

A Charlie lo incomodaba indeciblemente la letanía de Ray sobre aquellas mujeres que estaban a unos pocos pasos de distancia. Como cualquier macho beta, se habría sentido de todos modos indeciblemente incómodo en presencia de tantas mujeres hermosas, pero aquello empeoraba las cosas.

—¿Son como mujeres florero, entonces? —preguntó.

—Qué va, son como aspirantes a mujeres florero. Nunca consiguen al tío, la casa y todo eso. Solo existen para ser su culito perfecto.

—¿Muñecas hinchables? —dijo Charlie.

—Muñecas hinchables —repuso Ray—. Pero olvídate de ellas, no has venido por eso.

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