El roedor vapuleado era
Romano
; Charlie lo supo porque le había puesto una gotita de laca de uñas entre las orejas para distinguirlo de su compañero,
Parmesano
, que yacía igualmente cadáver dentro de su jaula de plástico. En la parte de abajo de la rueda de ejercicios, más concretamente. Muerto en la noria.
—¡Señora Ling! —gritó Charlie. Quitó el roedor fenecido de la amada manita de su hija y lo tiró a la jaula.
—Soy Vladlena, señor Asher —dijo una voz gigantesca desde el cuarto de baño. Se oyó el ruido de la cadena y la señora Korjev salió del baño tirándose de los cierres de la bata—. Lo siento, he tenido que cagar como un oso. Sophie estaba a salvo en la silla.
—Estaba jugando con un hámster muerto, señora Korjev.
La señora Korjev miró a los dos hámsteres, dio un golpecito a la jaula de plástico y a continuación la sacudió adelante y atrás.
—Están dormidos.
—No están dormidos, están muertos.
—Están bien cuando voy al baño. Jugando, corriendo por la rueda, riéndose.
—No estaban riéndose. Estaban muertos. Sophie tenía uno en la mano. —Charlie miró más atentamente al roedor al que Sophie había hecho papilla. Su cabeza parecía extremadamente húmeda—. En la boca. Lo tenía metido en la boca. —Cogió una toalla de papel del rollo que había sobre la encimera y empezó a limpiar el interior de la boca de Sophie. Ella hacía «la-la-la» mientras intentaba comerse la toalla, lo cual le parecía parte del juego.
—¿Dónde está la señora Ling, por cierto?
—Tiene que ir a por recetas, así que yo cuido de Sophie un rato. Y los ositos están felices cuando voy al cuarto de baño.
—Son hámsteres, señora Korjev, no osos. ¿Cuánto tiempo llevaba ahí?
—Cinco minutos, quizá. Creía que iba a hacerme daño en el culete de tanto empujar.
—¡Ay, ay, ayyyy! —gritó la señora Ling desde la puerta, y corrió hacia Sophie—. Es hora de siesta —le espetó a la señora Korjev.
—Ya me quedo yo con ella —dijo Charlie—. Pero quédese una de ustedes con ella mientras me libro de los H-A-M-S-T-E-R-E-S.
—Se refiere a los ositos —dijo la señora Korjev.
—Yo los tiro, señor Asher —dijo la señora Ling—. No se preocupe. ¿Qué ha pasado?
—Están durmiendo —dijo la señora Korjev.
—Señoras, váyanse. Por favor. Veré a una de ustedes por la mañana.
—Me toca a mí—dijo la señora Korjev tristemente—. ¿Estoy desterrada? ¿No hay Sophie para Vladlena?
—No. Digo, sí. No pasa nada, señora Korjev. Hasta mañana.
La señora Ling estaba sacudiendo la jaula de plástico. A decir verdad, los hámsteres parecían dormiditos. Y a ella le gustaba el hamón.
—Yo me ocupo —dijo. Se metió la jaula bajo el brazo y retrocedió hacia la puerta mientras saludaba con la mano—. Adiós, Sophie. Adiós.
—Adiós,
bubeleh
12
—dijo la señora Korjev.
—Adiós —dijo Sophie saludando con la manita.
—¿Cuándo has aprendido a decir «adiós»? —preguntó Charlie a su hija—. No puedo dejarte sola ni un segundo.
Pero volvió a dejarla sola al día siguiente para reemplazar a los hámsteres. Esta vez, se fue en furgoneta a la tienda de mascotas. El coraje (o la presunción) que había reunido para atacar a las arpías del alcantarillado se había esfumado, y no quería ni acercarse a un sumidero. En la tienda de mascotas eligió dos tortugas pintadas, cada una de ellas del ancho aproximado de la tapa de un frasco de mayonesa. Compró para ellas una bandeja grande en forma de riñon que tenía su propio islote, una palmera de plástico, algunas plantas acuáticas y un caracol. El caracol servía presumiblemente para reforzar la autoestima de las tortugas: «¿Nosotras te parecemos lentas? Pues fíjate en ese tipo». Del mismo modo, para apuntalar la moral del caracol, había una roca. Todos somos más felices si tenemos a alguien a quien mirar por encima del hombro, y alguien a quien admirar; sobre todo, si estamos resentidos con ambos. Esa no es solo la estrategia del macho beta para sobrevivir, sino también la esencia del capitalismo, de la democracia y de la mayoría de las religiones.
Tras dar la lata al dependiente durante un cuarto de hora acerca de la vitalidad de las tortugas, y después de que este le asegurara que probablemente sobrevivirían a un ataque nuclear siempre y cuando tuvieran algún bicho que comer, Charlie extendió un cheque y luego se puso a llorar a moco tendido encima de sus tortugas.
—¿Se encuentra bien, señor Asher? —preguntó el tipo de la tienda de mascotas.
—Lo siento —dijo Charlie—. Es que este es el último cheque del talonario.
—¿Y su banco no le ha dado un talonario nuevo?
—No, tengo uno nuevo, pero este es el último que rellenó mi mujer. Ahora que lo he usado, nunca volveré a ver su letra en el talonario.
—Lo siento —dijo el tipo de la tienda de mascotas, que hasta ese momento había creído que el mal trago del día iba a ser tener que consolar a un tío por la muerte de un par de hámsteres.
—No es problema suyo —dijo Charlie—. Cojo mis tortugas y me voy.
Y eso hizo. Mientras conducía, estrujaba la chequera en la mano. Rachel se le iba escapando cada día un poco más.
Una semana antes, Jane había bajado a pedirle un poco de miel y había encontrado la mermelada de ciruelas que le gustaba a Rachel al fondo del frigorífico, cubierta de moho verde.
—Hermanito, esto hay que tirarlo —dijo haciendo una mueca de asco.
—No. Era de Rachel.
—Lo sé, niño, y ella no va a volver a buscarlo. ¿Qué más tienes... ? ¡Dios santo! —Se apartó de la nevera—. ¿Qué era eso?
—Lasaña. La hizo Rachel.
—¿ Y lleva ahí más de un año ?
—No he tenido valor para tirarla.
—Mira, el sábado vengo a limpiarte el apartamento. Voy a tirar todas las cosas de Rachel que no quieras.
—Las quiero todas.
Jane, que se disponía a tirar la lasaña verde y morada al cubo de la basura con fuente y todo, se detuvo.
—No, Charlie. Estas cosas no te ayudan a recordar a Rachel, solo te hacen sufrir. Tienes que concentrarte en Sophie y en el resto de vuestras vidas. Eres un tío joven, no puedes darte por vencido. Todos queríamos a Rachel, pero tienes que pensar en seguir adelante, tal vez en salir por ahí.
—No estoy preparado. Y no puedes venir este sábado, es el día que me toca atender la tienda.
—Ya lo sé —dijo Jane—. Y prefiero que no estés aquí.
—Pero no puedo fiarme de ti, Jane —repuso Charlie como si aquello fuera tan obvio como el hecho de que Jane era irritante—. Tirarás todos los recuerdos de Rachel y me robarás la ropa. —Jane le birlaba los trajes con mucha frecuencia desde que Charlie había empezado a vestir bien. En ese momento llevaba puesta una chaqueta cruzada hecha a medida que Hu Tres Dedos le había devuelto a Charlie unos días antes. Él no la había estrenado aún—. Además, ¿por qué sigues poniéndote trajes? ¿Tu nueva novia no es profesora de yoga? ¿No deberías ponerte pantalones anchos hechos de cáñamo y fibras de tofu, igual que ella? Pareces David Bowie, Jane. Ya está, ya lo he dicho. Lo siento, pero alguien tenía que decírtelo.
Jane le rodeó el hombro con un brazo y lo besó en la mejilla.
—Eres un encanto. Bowie es el único hombre que alguna vez me ha parecido atractivo. Déjame que te limpie el apartamento. Me quedaré con Sophie ese día. Así las viudas tendrán tiempo libre para arrasar la tienda de todo a dólar.
—Vale, pero solamente ropa y cosas así, nada de fotos. Y guárdalo todo en cajas en el sótano, no tires nada.
—¿Ni siquiera la comida? Porque la lasaña, Chuck...
—Está bien, la comida puedes tirarla. Pero que Sophie no se entere de lo que estás haciendo. Y deja el perfume de Rachel y su cepillo de pelo. Quiero que Sophie sepa cómo olía su madre.
La noche del sábado, cuando acabó en la tienda, Charlie bajó a su pequeño trastero del sótano a ver las cajas con todas las cosas que Jane había empaquetado. Como aquello no le sirvió de nada, las abrió y se despidió de cada uno de aquellos objetos, de aquellos fragmentos de Rachel. Tenía la impresión de estar siempre despidiéndose de fragmentos de Rachel.
Al volver a casa desde la tienda de mascotas, se había parado en la librería porque esta era también un fragmento de Rachel y porque él necesitaba una piedra de toque, pero no solo por eso, sino porque tenía que investigar sobre lo que estaba haciendo. Había buscado información en Internet acerca de la muerte y aunque había descubierto que había un montón de gente ansiosa por disfrazarse de muerte, desnudarse con los muertos, ver fotografías de muertos desnudos o vender pastillas para provocar erecciones a los difuntos, no había encontrado nada acerca de cómo comportarse cuando uno estaba muerto o era la Muerte. Nadie había oído hablar de los Mercaderes de la Muerte, de las arpías que moraban en las cloacas ni de nada por el estilo. Charlie salió de la librería con un montón de libros de un metro de alto acerca de la muerte y el morir, figurándose, como suele hacer el macho beta, que antes de presentar de nuevo batalla al enemigo le convenía averiguar alguna cosa acerca de a qué se estaba enfrentado.
Esa tarde se acomodó en el sofá, junto a su hija, y se puso a leer mientras las tortugas,
Toro
y
Jeep
(así bautizadas con la esperanza de insuflarles resistencia), comían bichos deshidratados y veían CSI
Safari
en la televisión por cable.
—Bueno, cariño, según esta tal Kübler-Ross, las cinco etapas de la muerte son la ira, la negación, el pacto, la depresión y la aceptación. Nosotros pasamos por todas esas etapas cuando perdimos a mamá, ¿verdad?
—Mamá —dijo Sophie.
La primera vez que Sophie había dicho «mamá», a Charlie se le habían saltado las lágrimas. En ese momento estaba mirando una foto de Rachel por encima de los pequeños hombros de la niña. La segunda vez que lo dijo, fue menos emotivo. Sophie estaba en su trona, junto a la barra del desayuno, y hablaba con el tostador.
—Esa no es mamá, Soph, es el tostador.
—Mamá —insistió Sophie mientras alargaba los brazos hacia el aparato.
—Intentas hacerme la puñeta, ¿eh? —dijo Charlie.
—Mamá —le dijo Sophie a la nevera.
—Genial —dijo su padre.
Charlie siguió leyendo, consciente de que la doctora Kübler-Ross tenía mucha razón. Cada mañana, cuando se despertaba y encontraba en la agenda, junto a su cama, otro nombre y un número, pasaba por aquellos cinco pasos antes de acabar el desayuno. Y ahora que las etapas tenían un nombre, empezaba a reconocerlas conforme las experimentaban los familiares de sus clientes. Así era como se refería a la gente cuyas almas recuperaba: sus clientes.
Luego leyó un libro titulado
El último adiós
acerca de cómo suicidarse con una bolsa de plástico, pero no debía de ser un libro muy efectivo, porque vio en la contraportada que había dos secuelas. Se imaginó la carta de un admirador:
Estimado autor de
El último adiós
:Estaba medio muerto, pero se me llenó la bolsa de vaho y no podía ver la tele, así que le hice un agujerito para el ojo. Espero intentarlo otra vez con su próximo libro.
El libro no le sirvió de gran cosa, excepto para inspirarle una nueva paranoia en lo tocante a las bolsas de plástico.
Durante los meses siguientes leyó
El libro egipcio de los muertos
(del que aprendió cómo sacar un cerebro por la nariz con un abotonador, cosa que sin duda le vendría de perilla algún día) y una docena de libros sobre el dolor, sobre cómo encarar la muerte, sobre los rituales de enterramiento y sobre los mitos del Inframundo, libros de los que aprendió que las personificaciones de la Muerte existían desde el albor de los tiempos y que ninguna de ellas se parecía a él. Leyó también el
Libro tibetano de los muertos
, por el que supo que el bardo, la transición entre esta vida y la siguiente, duraba cuarenta y nueve días y que en su transcurso uno podía encontrarse con treinta mil demonios que, pese a aparecer descritos con escabroso detalle, no se parecían a las arpías del alcantarillado y a los que había que ignorar y no tener miedo porque no eran reales, dado que pertenecían al mundo material.
—Es curioso—le dijo Charlie a Sophie— que todos estos libros hablen del mundo material como si fuera insignificante, y sin embargo yo tenga que recuperar el alma de la gente, que está unida a objetos materiales. Se diría que la muerte es por lo menos irónica, ¿no te parece?
—No —contestó Sophie.
A los dieciocho meses, Sophie contestaba a todo diciendo «no», «galleta» o «como un oso» (esto último, Charlie lo achacaba a que la había dejado demasiado a menudo con la señora Korjev). Después de que las tortugas, dos hámsteres más, un cangrejo ermitaño, una iguana y dos ranas acabaran en el inmenso wok del cielo (o, mejor dicho, de la tercera planta), Charlie se dio por vencido y llevó a casa una enorme cucaracha sibilante de Madagascar, de siete centímetros y medio de largo, a la que puso de nombre Oso solo para que su hija no se pasara la vida diciendo tonterías.
—Como Oso —decía Sophie.
—Se refiere al bicho —dijo Charlie una noche que Jane se pasó por allí.
—No se refiere al bicho —dijo Jane—. ¿Qué clase de padre le compra una cucaracha a su hijita? Es asqueroso.
—Se supone que nada las mata. Llevan por ahí unos cien millones de años. Era eso o un tiburón blanco, y dicen que los tiburones son muy difíciles de mantener.
—¿Por qué no lo dejas ya, Charlie? Deja que se las apañe con animales de peluche.
—Los niños pequeños deben tener una mascota. Sobre todo, si se crían en la ciudad.
—Nosotros nos criamos en la ciudad y no tuvimos mascotas.
—Lo sé, y mira cómo hemos salido —repuso Charlie mientras señalaba a ambos: a él, que comerciaba con la muerte y tenía una cucaracha gigante llamada
Oso
, y a Jane, que en seis meses había tenido tres novias profesoras de yoga y llevaba puesto el nuevo traje Harris de tweed de su hermano.
—Hemos salido geniales. Por lo menos, uno de nosotros —dijo Jane, y señaló su espléndido traje como si fuera la azafata de un programa concurso llamado
Androgínate
y estuviera dando el primer premio—. Tienes que engordar un poco. Este pantalón es demasiado estrecho de culo —dijo, cayendo de nuevo en su obsesión por sí misma—. ¿Se me nota la raja?
—No pienso mirar, no pienso mirar, no pienso mirar—canturreó Charlie.