Lo que buscas, nunca lo hallarás.
Porque, cuando los dioses hicieron al hombre,
guardaron para sí la inmortalidad.
Dag Hammarskjold
Por las mañanas, Charlie se daba una vuelta. A las seis, tras un desayuno tempranero, cedía el cuidado de Sophie a la señora Korjev o a la señora Ling (a la que le tocara el turno) y caminaba. Paseaba más bien; recorría la ciudad con el bastón espada, que había pasado a formar parte de su indumentaria cotidiana, calzado con unos zapatos suaves de cuero negro hechos para andar y vestido con un traje de segunda mano, muy caro, que le habían arreglado en su lavandería del barrio chino. Aunque fingía tener un propósito, caminaba para darse tiempo a pensar, para ver si le cogía la medida al hecho de ser la Muerte y para observar a la gente que por las mañanas iba de acá para allá. Se preguntaba si la chica del puesto de flores, a la que a menudo le compraba un clavel para la solapa, tenía alma, o si la entregaría mientras él la veía morir. Miraba al tipo de North Beach que hacía capuchinos con caras y hojas de helecho dibujadas en la espuma y se preguntaba si una persona así podía valerse sin alma, o si su alma estaría acumulando polvo en la trastienda de Oportunidades Asher. Había mucha gente a la que ver y mucho en lo que pensar.
Mientras se hallaba entre la gente de la ciudad, que apenas empezaba a desperezarse, a saludar el día, a prepararse, Charlie comenzó a sentir no solo la responsabilidad de su nuevo papel, sino también su poder y, finalmente, su rareza. No importaba que no tuviera ni idea de lo que hacía, ni que hubiera tenido quizá que perder al amor de su vida para que aquello ocurriera. El caso era que había sido elegido. Y, al cobrar conciencia de ello, un día, mientras caminaba por la calle California, bajando por el barrio de Nob Hill hacia el distrito financiero, donde siempre se sentía inferior y desvinculado del mundo, porque los agentes de bolsa y los banqueros lo esquivaban mientras hablaban a voz en grito por sus teléfonos móviles en comunicación con Hong Kong, Londres o Nueva York sin mirarlo nunca a los ojos, empezó, más que a pasear, a pavonearse. Ese día, Charlie Asher se subió al funicular de la calle California por primera vez desde que era un niño y se colgó de la barra por encima de la calle mientras sostenía en alto el bastón espada como si se dispusiera a cargar contra alguien. Los Hondas y los Mercedes volaban por el pavimento, junto a él, y pasaban a unos centímetros por debajo de su axila. Se apeó al final de la línea, compró en una máquina el
Wall Street Journal
, se acercó al sumidero más cercano, extendió el periódico en el suelo para no mancharse de grasa los pantalones, se puso a cuatro patas y gritó por la rejilla:
—¡He sido elegido, así que no me jodáis! —Cuando volvió a levantarse, había unas cuantas personas paradas allí, esperando a que cambiara el semáforo. Y lo miraban—. Había que hacerlo —dijo sin disculparse, como si simplemente diera una explicación.
Los banqueros y agentes de bolsa, los ayudantes de los ejecutivos, los empleados de recursos humanos y la señora que iba a la panadería Boudin a servir sopa de almejas en un cuenco de masa fermentada asintieron al unísono, sin saber muy bien por qué, como no fuera porque todos ellos trabajaban en el distrito financiero y comprendían lo que era estar bien jodido, y en su fuero interno, aunque no fuera racionalmente, sabían que los gritos de Charlie iban por buen camino. Charlie dobló su periódico, se lo puso bajo el brazo, dio media vuelta y cruzó la calle con los demás cuando cambió el semáforo.
A veces recorría manzanas enteras pensando solo en Rachel y se quedaba tan absorto en el recuerdo de sus ojos, de su sonrisa, de su tacto, que se tropezaba con la gente. Otras veces eran los demás quienes se tropezaban con él y ni siquiera levantaban la cartera o decían «perdone», lo cual podía ser el pan de cada día en Nueva York, pero en San Francisco significaba que se hallaba cerca de la vasija de un alma que debía recoger. Encontró una en Russian Hill: un atizador de bronce colocado junto al bordillo de la acera, al lado de la basura. Otra vez, en North Beach, divisó un jarrón que refulgía en el ventanal de una casa victoriana. Hizo acopio de valor y llamó a la puerta y, cuando una joven abrió la puerta y salió al porche en busca del visitante y se quedó perpleja porque allí no había nadie, Charlie se deslizó a su lado, cogió el jarrón y salió por la puerta lateral antes de que ella volviera a entrar; el corazón le palpitaba como un tambor de guerra y la adrenalina chisporroteaba por sus venas como un tiovivo hormonal. Esa mañana, cuando volvía a la tienda, comprendió con no poca sorna que, hasta convertirse en la Muerte, nunca se había sentido tan vivo.
Charlie procuraba caminar cada mañana en una dirección distinta. Los lunes le gustaba adentrarse en el barrio chino poco después del amanecer, cuando se estaba haciendo el reparto de mercancías: cajas de zanahorias, lechugas, brócoli, coliflores, melones y una docena de variedades de repollo que los latinos cultivaban en el valle Central y que, tras pasar por las manos de los anglosajones el tiempo justo para extraerles el dinero nutricio, los asiáticos consumían en el barrio chino. Los lunes, las compañías pesqueras entregaban sus capturas frescas. Normalmente eran italianos fornidos cuyas familias llevaban cinco generaciones en el negocio. Estos italianos vendían sus mercancías a inescrutables comerciantes chinos cuyos ancestros les compraban ya el pescado un siglo atrás, cuando aún se vendía en carros tirados por caballos. Pescados de todas clases, vivos o recién muertos, eran trasladados por la acera: pago, halibut y caballa, lubinas, bacalao polar y jureles, langostas sin pinzas del Pacífico, bueyes de mar, rapes horrendos con sus largos dientes de sable y una sola púa que les salía de la cabeza y que sostenía un reclamo luminoso para atraer a sus presas en simas tan profundas del océano que en ellas nunca brillaba el sol. Charlie se sentía fascinado por las criaturas del fondo marino, por los calamares de grandes ojos, por las jibias, por los tiburones ciegos que localizaban a sus presas mediante impulsos electromagnéticos: seres que nunca veían la luz. Le hacían pensar en lo que tal vez le deparaba el Inframundo, porque, aunque había caído en la rutina de encontrar nombres junto a su cama y vasijas de almas en toda suerte de sitios, y la aparición de los cuervos y las sombras había remitido, sentía su presencia bajo el asfalto cada vez que pasaba junto a una alcantarilla. A veces los oía murmurar entre sí y enmudecer rápidamente en los raros momentos en que se hacía el silencio en la calle.
Cruzar el barrio chino al despuntar el día era convertirse en parte de una peligrosa danza, porque no había puertas traseras ni callejones de carga y descarga, y todas las mercancías cruzaban por la acera, y aunque a Charlie nunca le habían gustado ni el peligro ni la danza, disfrutaba haciendo de pareja de baile del millar de menudas abuelas chinas que, calzadas con chinelas negras o zapatos de plástico de color gelatinoso, correteaban de comercio en comercio estrujando, oliendo y golpeando en busca de las mejores y más frescas mercancías para sus familias, y repartían con voz gangosa pedidos y preguntas en mandarín entre los comerciantes, siempre a un segundo o a un paso de verse arrolladas por costados de ternera, grandes bandejas de pato fresco o carretones llenos hasta los topes de cajas de tortugas vivas. Charlie no había recogido aún ninguna vasija en ninguna de sus caminatas por el barrio chino, pero se mantenía alerta, porque aquel torbellino de tiempo y movimiento auguraba que, alguna mañana de niebla, alguna abuelita se dejaría de un golpe sus zapatos de fantasía sobre la acera.
Un lunes, solo por entretenerse, Charlie cogió una berenjena a por la que iba derecha una abuelita espectacularmente acartonada, pero en lugar de quitársela de la mano con un golpe de kung fu, como Charlie esperaba, la abuelita lo miró a los ojos y sacudió la cabeza. Fue un meneo apenas perceptible, pero resultó el más elocuente de los gestos. Charlie lo interpretó como «Oh, Diablo Blanco, será mejor que renuncies a hurtarme ese fruto purpúreo, pues te saco cuatro mil años de ancestros y civilización; mis abuelos construyeron los ferrocarriles y excavaron las minas de plata, y mis padres sobrevivieron al terremoto, al fuego y a una sociedad que proscribía hasta el hecho mismo de ser chino. Soy madre de una docena de hijos, abuela de cien nietos y bisabuela de una legión. He parido hijos y lavado a los muertos. Soy historia, sufrimiento y sabiduría. Soy un Buda y un dragón. Así que suelta de una puta vez mi berenjena o te corto la mano».
Charlie la soltó.
Ella sonrió, solo un poco. Con tres dientes.
Él se preguntó entonces si, en caso de que alguna vez le tocara recuperar la vasija del alma de una de aquellas viejas compañeras de Cronos, sería capaz de levantarla siquiera. Y le devolvió la sonrisa.
Luego le pidió su número de teléfono y se lo dio a Ray.
—Parecía simpática —le dijo—. Y madura.
A veces, los paseos de Charlie lo llevaban a atravesar el barrio japonés, donde pasaba ante la tienda más enigmática de la ciudad: Reparación de Zapatos Invisibles. Tenía intención de entrar algún día, pero todavía intentaba asumir el hecho de ser un Mercader de la Muerte y de la existencia de cuervos gigantes y adversarios del Inframundo, y no estaba seguro de hallarse preparado para zapatos invisibles, y menos aún para zapatos invisibles necesitados de reparación. A menudo, cuando pasaba por allí, intentaba atisbar a los japoneses de más allá del escaparate, pero no veía a nadie, lo cual, por supuesto, no significaba nada. Sencillamente, no estaba preparado. Había, sin embargo, en el barrio japonés una tienda de animales, La Casa del Pez y el Amable Roedor, en la que había comprado los peces de Sophie y adonde regresó para sustituir a los abogados por seis detectives televisivos, que, a su vez, pasaron a mejor vida una semana después. Lo había afligido encontrarse a su hija babeando delante de una pecera en la que flotaban más detectives muertos que en un festival de cine negro, y tras tirar al váter a los seis de una vez y tener que usar el desatascador para desalojar a Magnum y Mannix, juró que la próxima vez encontraría compañeros más resistentes para su niñita. Salía una tarde de La Casa del Pez y el Amable Roedor con una jaula con un par de recios hámsters, cuando se tropezó con Lily, que iba camino de una cafetería de Van Ness donde pensaba encontrarse con su amiga Abby para una sesión galopante de lamentaciones aderezadas con café con leche.
—Hombre, Lily, ¿qué tal? —Charlie intentaba aparentar naturalidad, pero tenía la impresión de que el hecho de que Lily lo viera en la calle llevando una bolsa de plástico llena de roedores no contribuía a mitigar la falta de soltura de sus relaciones en los últimos meses.
—Qué jerbos tan bonitos —dijo ella. Llevaba una falda de cuadros de colegiala católica con unas mallas negras y unos Doctor Martens, y un corpiño negro de pvc que por la parte de arriba aplastaba sus tetas pálidas como una lata de masa de galletas que se hubiera golpeado contra el borde de la encimera. Ese día llevaba el pelo de color fucsia y una sombra de ojos violeta que iba a juego con sus largos guantes de encaje. Miró a un lado y a otro de la calle y, como no vio a nadie que conociera, echó a andar junto a Charlie.
—No son jerbos, son hámsteres —dijo Charlie.
—Asher, ¿me has estado ocultando algo? —Lily ladeó la cabeza un poco, pero no lo miró al hacer la pregunta; mantuvo los ojos fijos hacia delante y escudriñó la calle por si acaso alguien que la conociera la veía caminando junto a Charlie, lo cual la obligaría a hacerse el haraquiri.
—Jolín, Lily, que son para Sophie. —contestó Charlie—. Sus peces se han muerto, así que voy a llevarle unas mascotas nuevas. Además, todo ese rollo de los jerbos es una leyenda urbana...
—Me refería a que eres la Muerte —dijo Lily.
A Charlie estuvieron a punto de caérsele los hámsteres.
—¿Qué?
—Es tan absurdo... —continuó ella, y, como siguió caminando después de que él se parara en seco, Charlie tuvo que apretar el paso para alcanzarla—. Es completamente absurdo que te hayan elegido a ti. De los muchos desengaños que me he llevado en la vida, este se lleva la palma.
—Tienes dieciséis años —dijo Charlie, todavía trastabillando un poco por la naturalidad con que Lily hablaba de aquello.
—Vale, échamelo en cara, Asher. Solo voy a tener dieciséis dos meses más, ¿y luego qué? En un abrir y cerrar de ojos mi belleza se convertirá en un festín para gusanos y yo en un suspiro olvidado en el mar de la nada.
—¿Tu cumpleaños es dentro de dos meses? Pues habrá que comprarte una buena tarta —dijo Charlie.
—No cambies de tema, Asher. Sé lo tuyo con la Muerte.
Charlie se paró y se volvió para mirarla. Esta vez, ella también se detuvo.
—Lily, sé que desde que murió Rachel estoy un poco raro y siento que te metieras en un lío en el colegio por mi culpa, pero solo intento afrontarlo y hacerme cargo del bebé y del negocio. Tanto estrés me ha...
—Tengo
El gran libro de la muerte
—dijo Lily. Sujetó los hámsteres de Charlie cuando él los dejó caer—. Sé lo de las vasijas de las almas, lo de las fuerzas de las tinieblas que se levantan para putearte y todo ese rollo. Lo sé todo. Creo que lo sé antes que tú.
Charlie no sabía qué decir. Sentía al mismo tiempo pánico y alivio: pánico porque Lily estuviera al corriente y alivio porque alguien lo supiera y lo creyera, y hasta hubiera visto el libro. ¡El libro!
—Lily, ¿todavía tienes el libro?
—Está en la tienda. Lo escondí detrás de la vitrina de cristal donde guardas las cosas de valor que no compra nadie.
—Nadie mira nunca en esa vitrina.
—No me digas. Había pensado que, si alguna vez lo encontrabas, te diría que siempre había estado ahí.
—Tengo que irme. —Charlie dio media vuelta y echó a andar en dirección contraria, pero luego se dio cuenta de que ya iban hacia su barrio y volvió a girarse—. ¿Adonde vas?
—A tomar un café.
—Te acompaño.
—Ni lo sueñes. —Lily volvió a mirar a su alrededor, temiendo que alguien los viera.
—Pero, Lily, soy la Muerte. Eso debería haberme hecho un poco más guay.
—Sí, eso pensaría cualquiera, pero resulta que has conseguido que el ser la Muerte deje de molar.