Un trabajo muy sucio (16 page)

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Authors: Christopher Moore

Tags: #Humor, Fantástico

BOOK: Un trabajo muy sucio
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¿Y qué mejor galardón para un proveedor de petardos que la amputación de dos dígitos esenciales? Hu Tres Dedos. Cuando Hu abrió sobre la mesa su gruesa maleta de tres pisos para mostrar sus mercancías, el joven Charlie sintió que había cruzado los fuegos del infierno y que al fin había llegado al paraíso, y entregó de buena gana su fajo de billetes de dólar sobados y hechos un higo. Y mientras las largas pavesas plateadas del cigarro de Hu caían sobre las mechas como nieve mortífera, Charlie escogió sus golosinas. Estaba tan emocionado que casi se meó encima.

El Charlie que, siendo ya un tratante de la muerte, salió esa mañana de la tintorería El Dragón Dorado con un paquete compacto bajo el brazo sentía una emoción similar, puesto que, aunque iba en contra de su naturaleza, se disponía de nuevo a lanzarse a la brecha. Se acercó a la rejilla del sumidero y, agitando el oso de porcelana refulgente que había sacado del bolso, gritó:

—¡Eh, zorras! Voy una manzana más allá y luego otras cuatro más arriba. ¿Os venís?

—El Diablo Blanco por fin se ha vuelto loco —dijo la undécima nieta de Hu Tres Dedos, Cindy Lou Hu, que estaba junto al mostrador, al lado de su venerado y digitalmente discapacitado ancestro.

—Su dinero no está loco —sentenció Tres Dedos.

Charlie se había fijado en aquel callejón en uno de sus paseos camino del distrito financiero. Quedaba entre las calles Montgomery y Kearney, y tenía todo cuando un buen callejón debía tener: salidas de incendios, contenedores de basura, diversas puertas de acero adornadas con grafitos, una rata, dos gaviotas, porquerías varias, un hombre desmayado bajo unos cartones y media docena de señales de «Prohibido aparcar», tres de ellas con orificios de bala. Era el ideal platónico de un callejón, pero lo que lo distinguía de otros callejones de la zona era que poseía dos entradas a la red de alcantarillado separadas por menos de cincuenta metros, una al fondo de la calle y otra en medio, oculta entre dos contenedores. Como últimamente había desarrollado un buen ojo para las alcantarillas, Charlie no había tenido más remedio que fijarse en ellas.

Escogió la que quedaba escondida, se agachó a unos dos metros y abrió el paquete de Hu Tres Dedos. Sacó ocho M-80 y, con el cortaúñas de su llavero, cortó las mechas, que eran de cinco centímetros e impermeables, hasta dejarlas en un centímetro de largo, más o menos (un M-80 es un petardo muy gordo que, según se dice, posee la potencia explosiva de un cuarto de cartucho de dinamita. Los chavales de pueblo los usan para volar buzones o las tuberías de la escuela, pero en las ciudades han sido sustituidos en gran medida como instrumento predilecto de travesuras por la pistola Glock de nueve milímetros).

—¡Chicas! —gritó Charlie a la alcantarilla—. ¿Estáis ahí? Perdonad, no sé cómo os llamáis. —Desenfundó la espada del bastón, la dejó junto a su rodilla y a continuación sacó del bolso el oso de porcelana y lo colocó al lado de su otra pierna—. ¡Ahí tenéis!

Se oyó un feroz siseo procedente de la rejilla y, aunque a Charlie le parecía que estaba completamente a oscuras, el sumidero se volvió aún más negro. Vio formas circulares y plateadas moverse entre la negrura, como monedas girando en medio de un océano oscuro, solo que a pares: eran ojos.

—Dánoslo, Carne. Dánoslo —susurró una voz de mujer.

—Venid a cogerlo —contestó Charlie mientras intentaba dominar el mayor caso de acojone que había experimentado nunca. Era como si le estuvieran aplicando hielo seco en la espalda, y le costaba un arduo esfuerzo no ponerse a tiritar.

La sombra del sumidero empezó a esparcirse por el pavimento; al principio fueron solo un par de centímetros, pero Charlie lo notó: era como si la luz hubiera cambiado. Pero no había cambiado. La sombra cobró la forma de una mano de mujer y se movió otros quince centímetros hacia el oso refulgente. Fue entonces cuando Charlie empuñó la espada y golpeó con ella a la sombra. La hoja no dio contra el pavimento, sino contra algo más blando, y se oyó un chillido ensordecedor.

—¡Pedazo de mierda! —gritó la voz, furiosa, aunque no dolorida—. Asqueroso ca...

—Hay que estar a los vivos y a los muertos, señoras —-dijo Charlie—. A los vivos y a los muertos
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. Vamos, intentadlo otra vez.

Otra sombra en forma de mano salió de la alcantarilla por la izquierda; luego apareció otra a la derecha. Charlie apartó el oso del sumidero al tiempo que sacaba el mechero del bolsillo. Encendió las cortas mechas de cuatro petardos y los arrojó a la alcantarilla mientras las sombras se estiraban hacia él.

—¿Qué era eso?

—¿Qué ha tirado?

—Muévete, no puedo...

Charlie se tapó los oídos. Los M-80 estallaron y Charlie sonrió. Enfundó la espada, recogió sus bártulos y corrió a la otra alcantarilla. En un espacio tan reducido, el ruido sería tremendo, brutal incluso. Charlie seguía sonriendo.

Oía un coro de gritos y juramentos en media docena de lenguas muertas; algunos se superponían, como si alguien estuviera girando el dial de una emisora de onda corta que abarcara el tiempo y el espacio. Se puso de rodillas y aplicó el oído a la alcantarilla, con cuidado de mantenerse a distancia. Las oyó llegar, persiguiéndolo bajo la calle. Confiaba en que no pudieran salir, pero aunque salieran tenía la espada, y la luz del sol era su territorio. Encendió otros cuatro M-80, estos con la mecha más larga, y los arrojó uno a uno por la alcantarilla.

—¿Quién es carne ahora? —dijo.

—¿Qué? ¿Qué ha dicho? —dijo una voz en la alcantarilla.

—No oigo una mierda.

Charlie agitó el oso de porcelana delante del sumidero.

—¿Queréis esto? —Arrojó dentro otro M-80—. Os gusta, ¿eh? —gritó mientras tiraba el tercer petardo—. ¡Así aprenderéis a no clavarme el pico en el brazo, malditas arpías!

—Señor Asher —dijo una voz detrás de él.

Charlie miró hacia atrás y vio a Alphonse Rivera, el inspector de policía, de pie ante él.

—Ah, hola —dijo. Entonces se dio cuenta de que llevaba en la mano un M-80 encendido y añadió—. Disculpe un segundo. —Tiró el petardo a la alcantarilla. En ese momento comenzaron a estallar todos a la vez.

Rivera, que se había apartado unos pasos, tenía la mano metida en la chaqueta, presumiblemente junto a la pistola. Charlie guardó el oso de porcelana en el bolso y se puso de pie. Oía a las voces chillar y maldecir.

—Maldito fracasado —chilló una de las oscuras—. Voy a tejer un cesto con tus tripas para llevar en él tu cabeza cortada.

—Eso, eso —dijo otra voz—. Un cesto.

—Creo que eso ya se lo has dicho —dijo una tercera.

—No es cierto —dijo la primera.

—¡Callaos de una puta vez! —gritó Charlie a la alcantarilla, y miró luego a Rivera, que había sacado su arma y la sujetaba junto a su costado.

—¿Tiene —dijo— problemas con... alguien de la alcantarilla?

Charlie sonrió.

—No las oye, ¿verdad? —Las maldiciones seguían, pero en un idioma que sonaba como si su correcta pronunciación requiriera gran cantidad de moco: gaélico, alemán o algo parecido.

—Oigo con toda claridad un pitido en mis oídos, señor Asher, a causa de sus petardos, que obviamente son ilegales, pero, aparte de eso, no oigo nada, no.

—Ratas —dijo Charlie, y levantó inconscientemente una ceja como diciendo: «¿Te vas a tragar esa chorrada?»—. Odio las ratas.

—Ajajá —dijo Rivera inexpresivamente—. ¿Las ratas tienen por costumbre clavarle el pico en los brazos? ¿Cree usted que sienten el deseo secreto de robar sus figurillas de animales?

—Entonces, ¿lo ha oído? —preguntó Charlie.

—Pues sí.

—Le habrá extrañado, ¿no?

—Sí—contestó el policía—. Pero lleva usted un traje muy bonito. ¿Es de Armani?

—No, de Canali —repuso Charlie—. Pero gracias.

—No es lo que yo me pondría para bombardear alcantarillas, pero cada cual es cada cual. —Rivera no se había movido. Estaba junto al bordillo de la acera, a unos cinco metros de Charlie, con el arma todavía junto al costado. Un corredor que pasaba por allí aprovechó la ocasión para acelerar. Charlie y Rivera lo saludaron educadamente con una inclinación de cabeza.

—Y usted que es un profesional—dijo Charlie—, ¿adonde iría con este traje?

Rivera se encogió de hombros.

—No se le estará yendo la mano con algún fármaco que le hayan recetado, ¿verdad?

—Ojalá —dijo Charlie.

—¿Se ha pasado toda la noche bebiendo, su mujer lo ha echado de casa y la mala conciencia lo está volviendo loco?

—Mi mujer falleció.

—Lo siento. ¿Cuánto tiempo hace?

—Va para un año.

—Pues eso no va a servirle —dijo Rivera—. ¿Tiene algún antecedente de enfermedad mental?

—No.

—Bueno, pues ahora ya lo tiene. Enhorabuena, señor Asher. La próxima vez podrá usarlo.

—¿Me verá la prensa cuando llegue al juzgado? —preguntó Charlie mientras pensaba cómo iba a explicarles aquello a los del Servicio de Atención a la Infancia. Pobre Sophie, su padre no solo era la Muerte, sino también un presidiario. Iba a pasarlo fatal en el colegio—. Esta chaqueta está hecha a medida. No creo que pueda taparme la cabeza con ella. ¿Voy a ir a la cárcel?

—Conmigo, no. ¿Cree que me resultaría fácil explicar esto? Soy inspector de policía, no detengo a la gente por tirar petardos y gritar a las alcantarillas.

—Entonces, ¿por qué ha sacado la pistola?

—Hace que me sienta más seguro.

—Ya lo veo —dijo Charlie—. Seguramente le he parecido un poco perturbado.

—¿Usted cree?

—Bueno, ¿y qué hacemos ahora?

—¿Eso es el resto de su arsenal? —Rivera señaló con la cabeza la bolsa de papel que Charlie tenía bajo el brazo.

Charlie asintió.

—¿Qué le parece si lo tira a la alcantarilla y nos olvidamos del asunto?

—Ni lo sueñe. No sé qué harán si se apoderan de los petardos.

Fue ahora Rivera quien levantó una ceja.

—¿Las ratas?

Charlie tiró la bolsa a la alcantarilla. Oyó murmullos allá abajo, pero intentó que Rivera no se diera cuenta de que estaba escuchando.

El inspector enfundó la pistola y se estiró las solapas.

—¿Y recibe trajes como ese en la tienda muy a menudo? —preguntó.

—Ahora más que antes. Últimamente compro muchas partidas de ropa de difuntos —dijo Charlie.

—Todavía tiene mi tarjeta, llámeme si le llega algún traje italiano de la talla cuarenta, de lana ligera o media, o también de seda cruda.

—Sí, la seda es perfecta para nuestro clima. Cómo no, se lo reservaré encantado. Por cierto, inspector, ¿cómo es que está en un callejón, en la parte de atrás de una bocacalle, un martes por la mañana?

—Eso no tengo por qué decírselo —dijo Rivera con una sonrisa.

—¿No?

—No. Que tenga un buen día, señor Asher.

—Igualmente —contestó Charlie. Así que, ¿ahora lo seguían por encima y por debajo de la calle? ¿Qué, si no, hacía allí un detective de homicidios? Ni El gran libro ni Minty Fresh habían mencionado a la pasma. ¿Cómo iba uno a mantener en secreto sus tratos con la muerte si lo vigilaba la policía? Su euforia por haber plantado cara al enemigo, cosa que se oponía profundamente a su naturaleza, se evaporó de pronto. No sabía muy bien por qué, pero algo le decía que acababa de cagarla.

En el subsuelo, las Morrigan se miraron con asombro.

—No lo sabe —dijo Macha mientras se examinaba las garras, que brillaban como acero inoxidable bruñido a la luz tenue que llegaba desde arriba. Su cuerpo empezaba a mostrar el relieve azul metalizado de las plumas, y sus ojos no eran ya simples discos plateados, sino que poseían toda la agudeza de los de un ave rapaz. En un tiempo lejano, transformada en corneja cenicienta, había sobrevolado los campos de batalla del norte, se había posado sobre los soldados agonizantes y les había sacado el alma a picotazos. Los celtas llamaban a las cabezas cortadas de sus enemigos «la cosecha de bellotas de Macha», pero ignoraban que a Macha no le importaban nada sus tribus ni sus ofrendas, sino solo su sangre y sus almas. Hacía mil años que no veía así sus garras de mujer.

—Sigo sin oír nada —dijo su, hermana Nemain, que se acicalaba las plumas negras y azuladas del cuerpo y siseaba de placer al pasarse las puntas de las garras, afiladas como dagas, sobre los pechos. Ella también tenía colmillos, que hollaban sus labios negros y delicados. Su tarea consistía en verter ponzoña sobre aquellos a los que marcaba para morir. No había guerrero más fiero que el tocado por el veneno de Nemain, pues, sin nada que perder, se echaba al campo de batalla sin miedo, presa de un frenesí que le daba la fuerza de diez hombres y arrastraba a otros a su destino.

Babd pasó sus garras redescubiertas por la pared de la alcantarilla, abriendo profundas hendiduras en el cemento.

—Me encantan mis garras. Había olvidado hasta que las tenía. Apuesto a que podemos ir Arriba. ¿Queréis ir Arriba? Me apetece subir. Podemos hacerlo esta noche. Podríamos arrancarle las piernas y ver cómo se arrastra entre su propia sangre. Sería divertido. —Babd era la chillona: se decía que su grito hacía retroceder a los ejércitos en el campo de batalla y que filas de cien soldados morían de pavor al oírlo. En ella se conjugaba todo lo que era furioso y feroz, y no especialmente brillante.

—Ese Carne no lo sabe —repitió Macha—. ¿Para qué ceder nuestra ventaja cuando acaba de empezar el ataque?

—Porque sería divertido —contestó Babd—. ¿Vamos Arriba? ¿A divertirnos? Ya sé: en vez de un cesto, puedes tejer un sombrero con sus tripas.

Nemain lanzó un poco de veneno con sus garras y la ponzoña, una línea humeante, siseó sobre el cemento.

—Deberíamos decírselo a Orcus. Seguro que se le ocurre algún plan.

—¿Sobre lo del sombrero? —preguntó Babd—. Tienes que decirle que ha sido idea mía. Le encantan los sombreros.

—Tenemos que decirle que Carne Nueva no lo sabe.

Las tres descendieron como humo por las cañerías, camino del gran barco, para dar la noticia de que su más reciente enemigo no sabía, entre otras cosas, lo que era, ni lo que lo había traído a este mundo.

Capítulo 12
El Libro de los muertos de la ciudad de la bahía

Charlie bautizó a los hámsteres
Romano
y
Parmesano
(o
Romy
y
Parm
, para abreviar) porque dio la casualidad de que, cuando llegó el momento de ponerles nombre, estaba leyendo la etiqueta de un frasco de salsa Alfredo. Esa fue toda la reflexión que dedicó al asunto, y con ella bastó. De hecho, le pareció incluso que se había excedido, puesto que, cuando llegó a casa el día de la gran debacle pirotécnica en las alcantarillas, se encontró a su hija dando golpes alegremente sobre la bandeja de su trona con un hámster muerto en la mano.

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