—Charlie, estás sangrando.
—Lo sé.
—Espera, llevas colgando un hilo. Deja que te lo corte.
—Ray, tengo que...
Antes de que pudiera acabar la frase, Ray había sacado una navaja del bolsillo de atrás, la había abierto y había cortado el hilo de nailon.
—Solía llevar esto en el trabajo para cortar cinturones de seguridad y esas cosas.
Charlie asintió con la cabeza y siguió escaleras arriba. Sophie estaba de pie en la cocina, envuelta en una toalla de baño de color verde menta y, como todavía le salían cuernos de espuma de la cabeza, parecía una versión pequeña y jabonosa de la Estatua de la Libertad.
—Papá, ¿dónde estabas? Quería salir de la bañera.
—¿Estás bien, cariño? —Se arrodilló delante de ella y le alisó la toalla.
—Necesitaba ayuda para aclararme. Es tu obligación, papá.
—Lo sé, cariño. Soy un padre horrible.
—Bueno, vale... —dijo Sophie—. Hola, Ray.
Ray estaba llegando a lo alto de la escalera y sostenía una flecha ensangrentada atada al extremo de un hilo.
—Charlie, esto te ha atravesado la pierna.
Charlie se volvió para mirarse la pantorrilla por primera vez y a continuación se sentó en el suelo, convencido de que iba a desmayarse.
—¿Me lo dejas? —dijo Sophie, y cogió la flecha.
Ray cogió un paño de cocina de la encimera y tapó con él la herida de Charlie.
—Sujeta esto así. Voy a llamar a emergencias.
—No, estoy bien—dijo Charlie, convencido ahora de que iba a vomitar.
—¿Qué ha pasado ahí fuera? —preguntó Ray.
—No sé, estaba...
Alguien comenzó a chillar en el edificio como si le estuvieran achicharrando. Ray abrió los ojos de par en par.
—Ayúdame a levantarme —dijo Charlie.
Cruzaron a todo correr el apartamento y salieron al pasillo: los gritos procedían de la escalera.
—¿Puedes? —dijo Ray.
—Vamos, vamos. Voy contigo. —Charlie se apoyó contra su hombro y empezó a subir las escaleras tras él, a la pata coja.
Los agudos gritos procedentes del apartamento de la señora Ling se habían convertido en súplicas de auxilio en inglés, aderezadas con exabruptos en mandarín.
—¡No! ¡
Shiksas
! ¡Socorro! ¡Atrás! ¡Socorro!
Charlie y Ray encontraron a la diminuta matrona china apoyada contra la placa de su cocina, donde Alvin y Mohamed la habían acorralado; blandía un cuchillo de gran tamaño para mantener a los perros a raya mientras ellos acompañaban sus ladridos con una salva de burbujas con olor a kiwi y fresa.
—¡Socorro! ¡Los
shiksas
quieren llevarse mi cena! —dijo la señora Ling.
Charlie vio el caldero que humeaba sobre la placa, del cual salían un par de patas de pato.
—Señora Ling, ¿lleva pantalones ese pato?
Ella miró rápidamente; luego se volvió y lanzó a los sabuesos un mandoble con el cuchillo.
—Puede ser —dijo.
—Abajo,
Alvin
. Abajo,
Mohamed
—ordenó Charlie, pero los cancerberos no le hicieron ni caso. Se volvió hacia Ray—. Ray, ¿te importaría ir a por Sophie?
El ex policía, que se sentía el amo de toda situación caótica, dijo:
—¿Eh?
—No se van a apartar como no se lo diga ella. Ve a buscarla, ¿vale? —Charlie se volvió hacia la señora Ling—. Sophie les dirá que se aparten, señora Ling. Usted perdone.
La señora Ling estaba mirando su cena. Con el cuchillo intentó sumergir las patas del pato bajo el caldo, pero no sirvió de nada.
—Es una antigua receta china. No se la decimos a los Diablos Blancos para que no la estropeen. ¿Ha oído hablar del pollo envuelto en papel ? Pues esto es pato con pantalones.
Los cancerberos gruñeron.
—Seguro que está delicioso —dijo Charlie, y se apoyó en el frigorífico para no caerse.
—Sangra usted, señor Asher.
—Sí, es cierto —dijo Charlie.
Llegó Ray llevando en brazos a Sophie envuelta en su toalla. La dejó en el suelo.
—Hola, señora Ling—dijo la niña. Luego, desnuda de pies a cabeza, con el pelo todavía de punta por el champú, sacó a los cancerberos del apartamento de la señora Ling.
—Oye, jefe, alguien te ha disparado —dijo Ray.
—Sí, en efecto —contestó Charlie.
—Debería verte un médico.
—Sí, debería —dijo Charlie, y poniendo los ojos en blanco se resbaló por la puerta de la nevera de la señora Ling.
Charlie pasó toda la noche en la sala de urgencias del Saint Francis Memorial, esperando a que lo curaran. Ray Macy se quedó con él. Pasado un tiempo, mientras disfrutaba de los gritos y lamentos de los otros pacientes que esperaban tratamiento, las náuseas y el olor penetrante de los vómitos empezaron a hacer mella en Charlie. Cuando comenzó a ponerse verde, Ray intentó utilizar su condición de ex policía para ganarse el favor de la jefa de enfermeras de urgencias, a la que conocía de aquella otra vida.
—Está malherido. ¿No puedes colarlo? Es un buen tipo, Betsy.
La enfermera Betsy sonrió (aquella era la expresión que empleaba en lugar de decirle a la gente que se fuera a tomar por culo) y paseó la mirada por la sala de espera para asegurarse de que nadie parecía muy atento a su conversación.
—¿Puedes acercarlo a la ventanilla?
—Claro —dijo Ray. Ayudó a Charlie a levantarse de la silla y lo llevó junto a la ventanilla blindada—. Este es Charlie Asher—dijo—. Un amigo mío.
Charlie lo miró.
—Digo, mi jefe —añadió Ray rápidamente.
—Señor Asher, ¿se me va a morir usted?
—Espero que no —contestó él—. Pero tal vez deba preguntar a alguien con algo más de experiencia clínica que yo.
La enfermera Betsy sonrió.
—Le han disparado —dijo Ray, siempre su adalid.
—No vi quién fue —añadió Charlie—. Es un misterio.
La enfermera Betsy se inclinó hacia la ventanilla.
—Ya saben que tenemos que dar parte a las autoridades de todas las heridas de bala. ¿Seguro que no prefiere secuestrar a un veterinario y que le cosa la herida él?
—No creo que eso lo cubra mi seguro —contestó Charlie.
—Además, no es una herida de bala —puntualizó Ray—. Fue con una flecha.
La enfermera Betsy asintió.
—¿Me deja verlo?
Charlie empezó a subirse la pernera del pantalón y a levantar la pierna hacia el pequeño mostrador. La enfermera Betsy estiró la mano a través de la ventanilla y le apartó el pie de la repisa.
—Por el amor de Dios, que los demás no vean que estoy mirando.
—Ay, perdón.
—¿Sigue sangrando ?
—No, creo que no.
—¿Le duele?
—A rabiar.
—¿A rabiar mucho o a rabiar poco?
—A rabiar de la leche —dijo Charlie.
—¿Es alérgico a algún analgésico?
—No.
—¿A los antibióticos?
—No.
La enfermera Betsy metió la mano en el bolsillo de su uniforme y sacó un puñado de pastillas, eligió dos redondas y una alargada y las pasó a escondidas por la ventanilla.
—Por el poder que me confiere San Francisco de Asís, yo lo declaro inmune al dolor. Las redondas son Percocet; la ovalada, Cipro. Lo anotaré en su cuenta. —Miró a Ray—. Rellénale estos papeles, dentro de un par de minutos estará tan hecho polvo que no podrá hacerlo solo.
—Gracias, Betsy.
—Y si llega algún bolso de Prada o de Gucci a esa tienda en la que trabajas, es mío.
—No hay problema —contestó Ray—. Charlie es el dueño.
—¿En serio?
Charlie asintió con la cabeza.
—Esta es gratis —añadió Betsy, y deslizó otra píldora redonda sobre el mostrador—. Para ti, Ray.
—Yo no estoy herido.
—La espera es larga. Podría pasar cualquier cosa. —Y sonrió en lugar de decirle que se fuera a tomar por culo.
Una hora después, ya solventado el papeleo, Charlie estaba derrengado en una silla de fibra de vidrio, en una postura que solo parecía posible en caso de que sus huesos se hubieran convertido en dulce de malvavisco.
—Aquí mataron a Rachel —dijo Charlie.
—Sí, lo sé —contestó Ray—. Lo siento.
—Todavía la echo de menos.
—Sí, ya —dijo Ray—. ¿Qué tal tu pierna?
Charlie ignoró su pregunta.
—Pero me dieron a Sophie —dijo—. Y eso estuvo bien, ¿sabes?
—Sí, ya —dijo Ray—. ¿Qué tal te encuentras?
—Me preocupa un poco que, como está creciendo sin madre, Sophie no sea muy sensible.
—La estás educando muy bien. Me refería a cómo te encuentras físicamente.
—Como eso de que mate a la gente solo con mirarla. Eso no puede ser bueno para una niña. Es culpa mía, todo es culpa mía.
—Charlie, ¿te duele la pierna? —Ray había optado por no tomarse el calmante que le había dado la enfermera Betsy, y ahora se arrepentía.
—Y lo de los cancerberos... ¿Qué criatura tiene que soportar eso? No puede ser sano.
—Charlie, ¿cómo te sientes ?
—Tengo un poco de sueño —contestó Charlie.
—Bueno, has perdido mucha sangre.
—Pero estoy relajado. ¿Sabes?, perder sangre relaja. ¿Crees que por eso le ponían a uno sanguijuelas en la Edad Media? Podrían usarlas como tranquilizantes. «Sí, Bob, enseguida estoy en la reunión, pero espera que primero me ponga una sanguijuela, que estoy un poquito ansioso». Algo así.
—Una gran idea, Charlie. ¿Quieres un poco de agua?
—Eres un buen tipo, Ray. ¿Te lo he dicho alguna vez? Aunque seas un asesino en serie de filipinas desesperadas cuando estás de vacaciones.
—¿Qué?
La enfermera Betsy se acercó a la ventanilla.
—¡Asher! —gritó.
Ray la miró con aire implorante a través de la ventanilla; unos segundos después, ella cruzó la puerta con una silla de ruedas.
—¿Qué tal está «No hay dolor»? —preguntó.
—Dios mío, no hay quien lo aguante —dijo Ray.
—No te has tomado tu medicina, ¿a que no?
—No me gustan las drogas.
—¿Quién es la enfermera aquí, Ray ? Se trata del círculo de los fármacos: no solo el paciente, sino todos los que lo rodean. ¿Es que no has visto El rey León?
—Eso no sale en El rey León. Lo de El rey León es el círculo de la vida.
—¿Ah, sí? ¿Y llevo todo este tiempo cantando mal la canción ? Pues vaya. Creo que después de todo no me gusta esa película. Ayúdame a poner a «No hay dolor» en la silla. A la hora del desayuno ya estará en casa.
—Llegamos aquí a la hora de la cena —dijo Ray.
—¿Ves cómo te pones cuando no te tomas tu medicación?
Cuando volvió a casa del hospital, Charlie llevaba una férula de gomaespuma y muletas. El efecto de los calmantes se había disipado hasta tal punto que volvía a sentir dolor. Le dolía la cabeza como si dos diminutos alienígenas gemelos fueran a brotarle de las sienes. La señora Korjev salió de su apartamento y lo arrinconó en el pasillo.
—Charlie Asher, a usted lo estaba esperando. ¿No vi yo pasar anoche por mi apartamento a mi pequeña Sophie desnuda y llena de jabón como un oso, tirando de esos perros negros gigantes y cantando «por el culo no»? En mi viejo país tenemos una palabra para eso, Charlie Asher. Esa palabra es «guarrada». Todavía tengo el número del Servicio de Atención a la Infancia, de cuando mis niños eran pequeños.
—¿Llena de jabón como un oso?
—No cambie de tema. Es una guarrada.
—Sí, lo es. Lo siento. No volverá a ocurrir. Es que me habían disparado y no pensaba con claridad.
—¿Le dispararon?
—En la pierna. No es más que un rasguño. —Charlie había esperado toda su vida para decir aquello, y de pronto se sintió muy macho—. No sé quién me disparó. Es un misterio. Y, además, me tiraron encima una alfombra. —La alfombra disminuía en cierto modo la virilidad de su hazaña. Resolvió no mencionarla de allí en adelante.
—Pase. Desayune. Sophie no quiere comerse la tostada que le ha hecho Vladlena. Dice que está cruda y que tiene gérmenes.
—Esa es mi niña —dijo Charlie.
Nada más entrar por la puerta, cuando se dirigía a rescatar a su hija de los patógenos de la tostada, Mohamed agarró con la boca la punta de una de sus muletas y lo arrastró a la pata coja hasta el dormitorio.
—Hola, papi —dijo Sophie cuando su padre pasó por su lado brincando—. En casa no se patina —añadió.
Mohamed empujó con el morro al macho beta hacia su agenda. Allí, bajo la fecha de ese día, había dos nombres, lo cual no era raro. Lo que era raro era que ya hubieran aparecido antes: eran los nombres de Esther Johnson e Irena Posokovanovich, las dos vasijas que había perdido.
Charlie se sentó en la cama e intentó que los alienígenas del dolor volvieran a sus sienes a fuerza de frotarlos. ¿Por dónde podía empezar? ¿Seguirían apareciendo aquellos nombres hasta que recuperara las vasijas de sus almas? Aquello no había pasado con la muñeca hinchable. ¿Cuál era la diferencia? Estaba claro que las cosas iban de mal en peor: ahora, hasta le disparaban.
Cogió el teléfono y marcó el número de Ray Macy.
Cuatro días tardó Ray en volver a darle parte. La información la consiguió en tres, pero quiso asegurarse con absoluta certeza de que el efecto de los calmantes se había disipado por completo y de que a Charlie no se le iba la cabeza otra vez: en el hospital, se había pasado toda la noche erre que erre con que era la gran Muerte, «con eme mayúscula». Ray se sentía también un poco culpable por haberle ocultado que había infringido algunas normas de la tienda.
Se encontraron en la trastienda, un miércoles por la mañana, antes de la hora de abrir. Charlie había hecho café y tomado asiento para poder poner los pies encima de la mesa. Ray se sentó sobre unas cajas de libros.
—Vale, dispara —dijo Charlie.
—Bueno, lo primero es que encontré tres dardos de ballesta más. Dos tenían punta de acero de espino, como el que te atravesó la pierna, y el otro la tenía de titanio. Ese estaba clavado en el cierre neumático de la puerta de atrás.
—Eso me da igual, Ray. ¿Qué sabes de las dos mujeres?
—Charlie, alguien te disparó con un arma letal. ¿Te da igual?
—Exacto. Me da igual. Es un misterio. ¿Sabes qué me gusta de los misterios? Que son misteriosos.
Ray, que llevaba una gorra de los Giants, le dio la vuelta para mayor énfasis. Si hubiera llevado gafas, se las habría quitado de golpe, pero, como no las llevaba, achicó los ojos como si se las hubiera quitado.
—Lo siento, Charlie, pero alguien os quería a los perros y a ti fuera de casa al mismo tiempo. Te tiraron encima esa alfombra desde el tejado del otro lado del callejón y luego, cuando estabas en el suelo y salieron los perros, dispararon al cierre de la puerta para que se cerrara de golpe. Sabotearon la cerradura de la puerta trasera y sellaron la delantera con pegamento, seguramente antes de lo de la alfombra; después tendieron un cable hasta la ventana del pasillo, se deslizaron entre los barrotes y... Bueno, lo demás no está muy claro.