Un trabajo muy sucio (36 page)

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Authors: Christopher Moore

Tags: #Humor, Fantástico

BOOK: Un trabajo muy sucio
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Charlie suspiró.

—No vas a contarme lo de las dos mujeres hasta que acabes, ¿no?

—Lo organizaron todo muy bien. No fue un ataque al azar.

—La ventana del pasillo tiene barrotes, Ray. Nadie puede entrar por ahí. No entró nadie.

—Bueno, ahí es donde la cosa se desquicia. Verás, no creo que fuera un asaltante humano.

—¿Ah, no? —Charlie ya parecía prestarle atención.

—Para meterse por esos barrotes, debía de medir menos de sesenta centímetros de alto y pesar menos de, pongamos, trece kilos. Creo que era un mono.

Charlie dejó su café sobre la mesa con tanta fuerza que un geiser surgió de la taza y se derramó sobre los papeles que había encima.

—¿Crees que me disparó un mono que lo tenía todo muy bien organizado?

—No seas así...

—¿Quién, si no, tendió un cable, entró en el edificio e hizo qué sé yo qué? ¿Fugarse con un montón de fruta?

—Deberías haber oído la cantidad de chorradas que dijiste la otra noche en el hospital. ¿Y tú te ríes de mí?

—Estaba drogado, Ray.

—Pues no hay otra explicación. —Para la imaginación de macho beta de Ray, la explicación del mono parecía completamente razonable, salvo por la falta de un móvil. Pero ya se sabe cómo son los monos, te tiran mierda solo por pitorreo, así que quién sabe...

—La explicación es que es un misterio —repuso Charlie—. Te agradezco que intentes llevar a ese... ese cabrón peludo ante la justicia, Ray, pero necesito saber algo sobre esas dos mujeres.

Ray asintió con la cabeza, derrotado. Debería haber mantenido el pico cerrado hasta averiguar por qué alguien quería introducir un mono en casa de Charlie.

—Hay gente que entrena monos, ¿sabes? ¿Tienes joyas de valor en tu apartamento?

—¿Sabes? —contestó Charlie mientras se rascaba la barbilla y miraba el techo, como recordando—, hubo un cochecito aparcado todo el día enfrente de la tienda, en Vallejo. Y al día siguiente, cuando miré, había allí un montón de mondas de plátano, como si alguien hubiera estado vigilando la tienda. Alguien que comía plátanos.

—¿Qué tipo de coche era? —preguntó Ray, con la libreta lista.

—No estoy seguro, pero era rojo y del tamaño de un mono.

Ray levantó la vista de sus notas.

—¿En serio?

Charlie se quedó callado un momento, como si se pensara cuidadosamente la respuesta.

—Sí —dijo muy sinceramente—. Del tamaño de un mono.

Ray volvió a las primeras hojas de la libreta.

—No hace falta ponerse así, Charlie. Solo intento ayudar.

—Puede que fuera más grande —añadió Charlie, recordando—. Como un todoterreno para monos. Como el que llevaría uno si transportara, qué sé yo, un barril lleno de monos.

Ray hizo una mueca y se puso a leer las páginas de su libreta.

—Fui a casa de esa tal Johnson. Allí no vive nadie, pero la casa no está a la venta. No vi a la sobrina de la que me hablaste. Lo curioso del caso es que los vecinos sabían que había estado enferma, pero nadie había oído que hubiera muerto. De hecho, un tipo me dijo que la semana pasada creía haberla visto montar en un camión de mudanzas con un par de operarios.

—¿La semana pasada? Pero si su sobrina dijo que murió hace dos.

—No tiene sobrinas.

—¿Qué?

—Esther Johnson no tiene ninguna sobrina. Era hija única. No tenía hermanos ni hermanas, y tampoco tiene sobrinas por el lado de la familia de su difunto marido.

—Entonces, ¿está viva?

—Eso parece. —Ray le dio una fotografía—. Es la foto de su último carné de conducir. Esto cambia las cosas. Ahora estamos buscando a una persona desaparecida, a alguien que tiene que haber dejado un rastro. Pero lo de la otra, esa tal Irena, es aún mejor. —Le dio otra fotografía.

—¿Tampoco está muerta?

—Bueno, apareció una esquela en el periódico hace tres semanas, pero hay una pista que la ha delatado: sigue pagando todas sus facturas con cheques nominales. Cheques que firma ella misma. —Ray se echó hacia atrás en su asiento, sonriendo; sentía la dulzura de la justa indignación por su teoría del mono y también cierta mala conciencia por no haberle hablado a Charlie de aquellas transacciones especiales.

—¿Y bien?—preguntó por fin Charlie.

—Está en casa de su hermana, en el Sunset. Aquí tienes la dirección. —Ray arrancó una hoja de la libreta y se la dio.

Capítulo 21
Cortesía corriente

Charlie se sentía dividido: le apetecía mucho llevarse su bastón espada, pero no podía manejarlo mientras llevara las muletas. Pensó en pegarlo con cinta aislante a una de las muletas, pero le pareció que llamaría demasiado la atención.

—¿Quieres que vaya contigo? —preguntó Ray—. Quiero decir que si puedes conducir, con la pierna y todo eso.

—Me las arreglaré —dijo Charlie—. Alguien tiene que vigilar la tienda.

—Charlie, antes de que te vayas, ¿puedo hacerte una pregunta?

—Claro. —No preguntes, no preguntes, no preguntes, pensó.

—¿Para qué necesitabas que encontrara a esas mujeres?

Tenías que preguntar, cabrón con pescuezo de robot.

—Ya te lo dije, por un asunto de herencias. —Charlie se encogió de hombros. No pasa nada, déjalo ya, aquí no hay nada que fisgar.

—Sí, ya sé que eso fue lo que me dijiste, y normalmente tendría sentido, pero resulta que he descubierto un montón de cosas sobre esas dos mujeres mientras las buscaba... y en sus familias no ha muerto nadie últimamente.

—Es curioso —dijo Charlie mientras jugueteaba con las llaves, el bastón, la agenda y las muletas junto a la puerta trasera—. Los legados que recibieron no eran de parientes. Eran de viejos amigos. —No me extraña que no gustes a las mujeres, eres un pelmazo.

—Ajajá —dijo Ray, poco convencido—. ¿Sabes?, cuando la gente huye, cuando llega hasta el punto de fingir su propia muerte para escapar, suele huir de algo. ¿Eres tú ese algo, Charlie?

—Ray, escucha lo que estás diciendo. ¿Otra vez estás con ese rollo del asesino en serie? Pensaba que Rivera te lo había explicado.

—Entonces, ¿esto tiene que ver con Rivera?

—Digamos que está interesado en el asunto —contestó Charlie.

—¿Y por qué no lo has dicho antes?

Charlie suspiró.

—Ray, se supone que no debo hablar de estas cosas, ya lo sabes. La Cuarta Enmienda y todo eso. Recurrí a ti porque eres bueno y tienes contactos. Cuento contigo y confío en ti. Creo que tú también sabes que puedes contar conmigo y confiar en mí, ¿no? Quiero decir que, en todos estos años, nunca he puesto en peligro tu pensión de invalidez por un descuido en nuestro acuerdo, ¿verdad?

Era una amenaza, aunque sutil, y Charlie se sintió mal por ello, pero no podía permitir que Ray siguiera indagando, sobre todo teniendo en cuenta que él mismo se hallaba en territorio ignoto: ni siquiera sabía a qué clase de enredo se enfrentaba.

—Entonces, ¿la señora Johnson no va a acabar muerta porque la haya encontrado para ti?

—No voy a ponerle una mano encima a la señora Johnson ni a la señora Pojo... a la señora Pokojo... a esa otra señora. Te doy mi palabra. —Charlie levantó la mano como si jurara sobre la Biblia y se le cayó una muleta.

—¿Por qué no usas solo el bastón? —preguntó Ray.

—Tienes razón —dijo Charlie. Dejó las muletas contra la puerta e intentó apoyar el peso del cuerpo en la pierna mala y el bastón. Los médicos habían dicho que la herida era, en efecto, superficial, de modo que no había dañado ningún tendón, sino solo tejido muscular, pero apoyarse en aquel pie le dolía a rabiar. Resolvió que le bastaría con el bastón.

—Estaré de vuelta antes de las cinco para relevarte. —Salió cojeando por la puerta.

A Ray no le gustaba que le mintieran. Ya le habían mentido bastante las filipinas desesperadas y empezaba a tomarse a mal que lo tomaran por tonto. ¿A quién se creía Charlie Asher que estaba engañando? En cuanto tuviera organizada la tienda, daría un toque a Rivera para comprobarlo por sí mismo.

Entró en la tienda y limpió un poco el polvo; después, se acercó a la estantería «especial» de Charlie, donde guardaba las cosas raras, sacadas de legados de difuntos, por las que tanto se desvivía. Se suponía que solo había que vender uno de aquellos objetos por cliente, pero durante las dos semanas anteriores Ray había vendido cinco a la misma mujer. Sabía que debería habérselo dicho a Charlie, pero la verdad, ¿para qué? Por lo visto, Charlie no estaba siendo franco con él en nada.

Además, la mujer que había comprado aquellas cosas era muy guapa, y le había sonreído. Tenía el pelo bonito, una figura atractiva y unos ojos de color azul claro realmente llamativos. Además, había un algo en su voz... Parecía tan... ¿tan qué? Tan serena, quizá. Como si supiera que todo iba a salir bien y que no había que preocuparse por nada. Tal vez Ray estuviera proyectando en ella sus deseos. Y, además, no tenía nuez, lo cual era un gran aliciente para él últimamente. Había intentado averiguar su nombre y hasta echar un vistazo a su cartera, pero ella siempre pagaba en efectivo y ocultaba el interior de su cartera con tanto cuidado como un jugador de póquer sus cartas. Si iba allí en coche, aparcaba tan lejos que Ray no la veía meterse en él desde la tienda, de modo que no había podido anotar el número de la matrícula para seguirle la pista.

Resolvió preguntarle su nombre si iba ese día. Y seguramente iría. Solo aparecía cuando él estaba solo. Ray la había visto mirar por el escaparate una vez, cuando estaba trabajando con Lily, y ella solo había entrado en la tienda después, cuando Lily ya no estaba. Confiaba de todo corazón en que apareciera.

Intentó serenarse para llamar a Rivera. No quería parecerle un cretino a un tipo que todavía estaba en el oficio. Utilizó su teléfono móvil para hacer la llamada; de ese modo, Rivera sabría que era él quien llamaba.

A Charlie no le hacía ninguna gracia dejar sola a Sophie tanto tiempo después de lo sucedido hacía apenas unos días, pero, por otro lado, fuera lo que fuese lo que amenazaba a su hija, estaba claro que se debía al hecho de que él hubiera extraviado las vasijas de aquellas dos almas. Cuanto antes resolviera el problema, antes disminuiría la amenaza. Además, los cancerberos eran la mejor defensa de Sophie, y Charlie había dado instrucciones precisas a la señora Ling para que Sophie no se separara ni un segundo de los perros, por ningún motivo.

Tomó Presidio Boulevard a través del parque Golden Gate para salir al Sunset, y se dijo que debía llevar a Sophie al Jardín de Té Japonés para dar de comer a las carpas, ahora que su mala sombra con las mascotas parecía haber remitido.

El distrito de Sunset se extendía justo al sur del parque Golden Gate, bordeado por la American Highway y Ocean Beach al oeste, y por Twin Peaks y la Universidad de San Francisco al este. Antaño había sido un suburbio, hasta que la ciudad se expandió y acabó por incluirlo en ella, y muchas de sus casas eran modestas viviendas unifamiliares de una sola planta, construidas en serie en las décadas de 1940 y 1950. Eran como los mosaicos de cajitas que salpicaban los vecindarios de todo el país en aquel periodo posbélico, pero en San Francisco, donde se habían construido tantas cosas después del terremoto y el incendio de 1906, y más tarde durante el boom económico de fines del siglo XX, parecían un anacronismo. Charlie tenía la impresión de ir atravesando la era Eisenhower, al menos hasta que dejó atrás a una madre que, con la cabeza afeitada y tatuajes tribales en el cuero cabelludo, empujaba un carrito para gemelos.

La hermana de Irena Posokovanovich vivía en una casita de madera de una sola planta y con un porche de reducidas dimensiones en cuyas espalderas, a cada lado, crecían jazmines trepadores que se erizaban en el aire como cabelleras la mañana después de haber practicado el sexo. El resto del jardín diminuto estaba cuidado con esmero, desde el seto de acebo al pie de la acera hasta los geranios rojos que flanqueaban el caminito de cemento que llevaba a la casa.

Charlie aparcó a una manzana de allí y fue andando hasta la casa. Por el camino estuvo a punto de ser arrollado por dos corredores distintos, uno de ellos una madre joven que empujaba un carrito de bebé para correr. Aquellas personas no podían verlo: estaba de servicio. Pero, ¿pero cómo iba a ingeniárselas para entrar en la casa? ¿Y qué haría luego? Si era el Luminatus, quizá su sola presencia se ocupara de resolver el problema.

Echó un vistazo a la parte de atrás y vio que había un coche en el garaje; sin embargo, las persianas de todas las ventanas estaban bajadas. Por fin se decidió por el ataque frontal y llamó al timbre.

Unos segundos después abrió la puerta una mujer menuda de unos setenta años, vestida con una bata de felpilla rosa.

—¿Sí? —dijo mientras miraba el bastón de Charlie con cierto recelo. Rápidamente, echó el cerrojo de la puerta mosquitera—. ¿Puedo servirle en algo?

Era la mujer de la fotografía.

—Sí, señora, estoy buscando a Irena Posokovanovich.

—Pues no está aquí—dijo Irena Posokovanovich—. Se habrá equivocado usted de casa. —Empezó a cerrar la puerta.

—¿No salió su esquela en el periódico hace un par de semanas ? —preguntó Charlie. De momento, su sobrecogedora presencia de Luminatus no estaba surtiendo mucho efecto sobre ella.

—Pues sí, creo que sí —dijo la mujer, presintiendo una vía de escape. Abrió la puerta un poco más—. Fue una tragedia. Todos la queríamos mucho. Era la mujer más amable, más generosa, más encantadora, atractiva (bueno, para su edad, ya sabe) y culta que...

—Y evidentemente no sabía que se considera un gesto de cortesía corriente, cuando se publica una esquela, el morirse de verdad. —Charlie le mostró la fotografía agrandada de su carné de conducir. Se le pasó por la cabeza añadir «¡Aja!», pero le pareció que sería pasarse un poco.

Irena Posokovanovich cerró la puerta de golpe.

—No sé quién es usted, pero se ha equivocado de casa —dijo a través de ella.

—Sabe perfectamente quién soy —contestó Charlie. La verdad era que seguramente aquella mujer no tenía ni idea de quién podía ser—. Y sé quién es usted, y se supone que murió hace tres semanas.

—Se equivoca. Ahora váyase antes de que llame a la policía y les diga que hay un violador en mi puerta.

A Charlie le dieron unas cuantas arcadas; luego, insistió.

—No soy un violador, señora Poso... Posokev... Soy la Muerte, Irena. Eso es lo que soy. Y usted está caducada. Tiene que morirse, en este preciso instante, si es posible. No hay nada que temer. Es como quedarse dormido. Bueno...

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