—Quizá sea mejor que venga en otro momento. Estoy intentando ordenar las cosas de mi tía, y lo estoy haciendo yo sola, así que ando un poco liada. Mi tía vivió en esta casa durante treinta y dos años. No doy abasto.
—Por eso estoy aquí —dijo Charlie mientras pensaba, ¿
De qué coño estoy hablando
?—. Yo hago estas cosas constantemente, señorita...
—Señora. Señora Elizabeth Sarkoff.
—Bueno, señora Sarkoff, yo hago mucho estas cosas, y a veces es abrumador repasar las posesiones de un ser querido, sobre todo si llevaba viviendo en un mismo sitio tanto tiempo como su tía. Para organizar las cosas, conviene estar acompañado de alguien que no tenga vínculos emocionales con ellas. Además, yo tengo muy buen ojo para lo que es de valor y lo que no.
Le dieron ganas de darse una palmada por habérsele ocurrido aquello a pesar de tanto ajetreo.
—¿Y cobra usted por ese servicio?
—No, no, no, pero hago una oferta si me interesa comprar algo de lo que quiera desprenderse. O podría dejar las cosas en depósito en mi tienda, si lo prefiere.
Elizabeth Sarkoff suspiró profundamente y bajó la cabeza.
—¿Está seguro? No quisiera aprovecharme.
—Será un placer —dijo él.
Ella abrió la puerta de par en par.
—Menos mal que ha venido usted, señor Asher. Me he pasado una hora intentando decidir con qué juego de salero y pimentero en forma de elefante me quedaba y cuáles tiraba. ¡Tiene diez pares! ¡Diez! Pase, por favor.
Charlie cruzó la puerta sintiéndose muy orgulloso de sí mismo. Seis horas después, cuando estaba hundido hasta la cintura en vacas de porcelana y aún no había encontrado la vasija del alma de Esther Johnson, se había olvidado por completo de su hazaña.
—Entonces, ¿sentía debilidad por las vacas Holstein? —le gritó a la señora Sarkoff, que estaba en la habitación de al lado, dentro de un armario empotrado, revisando otro enorme montón de morralla coleccionable.
—No creo. Pasó toda la vida aquí, en la ciudad. No estoy segura de que viera alguna vez una vaca, como no fueran esas que hablan y anuncian queso en la tele.
—Genial —dijo Charlie. Había registrado palmo a palmo la casa, excepto el armario en el que estaba atareada Elizabeth Sarkoff, y no había encontrado la vasija del alma. Se había asomado al armario un par de veces y había hecho un rápido inventario de su contenido, pero no había visto nada que brillara con luz rojiza. Empezaba a sospechar que, o había llegado demasiado tarde y los moradores del Inframundo le habían birlado la vasija del alma, o Esther Johnson se la había llevado a la tumba.
Iba otra vez de camino al sótano cuando sonó su móvil.
—Aquí Charlie Asher —dijo.
—Charlie, soy Cassie. Sophie quiere saber si vas a volver a casa a tiempo de contarle un cuento y arroparla. Le he dado la cena y la he bañado.
Charlie subió corriendo las escaleras y miró por las ventanas de la fachada. Había oscurecido y él ni siquiera se había dado cuenta.
—Vaya mierda, Cassie, lo siento. No me he dado cuenta de que era tan tarde. Estoy con un cliente. Dile que estaré allí para arroparla.
—Vale, se lo diré —dijo Cassandra, que parecía exhausta—. Y también puedes limpiar el suelo del baño, Charlie. Tienes que hacer algo para que esos perros no se metan en la bañera con ella. Hay pegotes de espuma por toda la casa.
—Les gusta mucho bañarse.
—Muy gracioso, Charlie. Porque quiero a tu hermana, que, si no, pagaría a alguien para que te rompiera las piernas.
—Mi madre acaba de morir, Cassie.
—¿Ahora vas a venirme con que ha muerto tu madre? Charlie Asher, eres...
—Tengo que dejarte—dijo Charlie—. Enseguida estoy en casa. —Apretó el botón de desconexión cuatro veces y luego otra más, por si acaso. Con lo dulce que era Cassandra hacía solo unos días... ¿Qué le pasaba a la gente?
Charlie entró en el dormitorio.
—¿Señora Sarkoff?
—Sí, sigo aquí —dijo una voz desde dentro del armario.
—Voy a tener que irme. Mi hija me necesita.
—Espero que no haya pasado nada.
—No, no es ninguna emergencia. Pero he estado fuera un par de días. Mire, si necesita más ayuda...
—No, creo que no. ¿Por qué no me da unos días para ordenar todo esto? Luego llevaré unas cuantas cosas a su tienda.
—No me importa volver, de veras. —Charlie se sentía estúpido por hablar a gritos con alguien metido en un armario.
—No, yo lo llamaré, se lo prometo.
A Charlie no se le ocurrió ningún modo de insistir y tenía que irse a casa.
—Bueno, está bien. Me voy.
—Gracias, señor Asher. Ha sido usted mi salvación.
—De nada. Adiós. —Charlie salió de la casa y la puerta se cerró tras él con un clic. Oyó removerse algo bajo la calle (un susurro de plumas, el graznido distante de unos cuervos) camino del lugar donde había aparcado. Y naturalmente, cuando llegó, la grúa se había llevado su furgoneta.
Cuando oyó cerrarse la puerta de la calle, Audrey volvió al armario, apartó una gran caja de cartón y dejó al descubierto a una anciana señora que hacía punto tranquilamente sentada en una silla jardinera plegable.
—Se ha ido, Esther. Ya puedes salir.
—Pues ayúdame a levantarme, querida, porque creo que me he quedado encajada —dijo Esther.
—Lo siento —contestó Audrey—. No sabía que iba a quedarse tanto.
—No entiendo por qué le has dejado pasar —dijo la anciana, que, aunque entumecida, había logrado ponerse en pie.
—Para que satisficiera su curiosidad. Para que lo viera con sus propios ojos.
—¿Y de dónde sacaste ese nombre de Elizabeth Sarkoff?
—Era mi maestra de segundo curso. Fue el primero que se me ocurrió.
—Pues creo que lo has engañado. No sé cómo darte las gracias.
—Volverá, lo sabes, ¿no? —dijo Audrey.
—Espero que no sé dé mucha prisa —repuso Esther—. Tengo que ir al tocador.
—¿Dónde está, mi amor? —siseó la Morrigan desde la alcantarilla de la calle Haight, cerca de donde Charlie intentaba parar un taxi—. Estás fallando, Carne —añadió el coro infernal.
Charlie miró a su alrededor para ver si alguien más había oído aquella voz, pero los transeúntes parecían enfrascados en sus conversaciones o, si iban solos, miraban fijamente a un punto a unos seis metros por delante de sí, ambas estrategias para evitar el contacto visual con los mendigos y chiflados que bordeaban la acera. Ni siquiera los locos parecían haberse dado cuenta.
—Que os jodan —murmuró Charlie, furioso, desde el bordillo—. Putas arpías.
—¡Ay, mi amor, este vacile es tan delicioso...! ¡La sangre de la pequeña estará riquísima!
Un joven mendigo que estaba sentado en el bordillo, un poco más allá, miró a Charlie.
—Colega, dile a tu médico que te suba la dosis de litio y desaparecerán. A mí me funcionó.
Charlie asintió con la cabeza y le dio un dólar.
—Gracias, me lo haré mirar.
Por la mañana tendría que llamar a Jane a Arizona para saber hasta qué punto había descendido la sombra por la colina, en caso de que se hubiera movido. ¿Por qué afectaba lo que él hiciera o dejara de hacer en San Francisco a lo que pasaba en Sedona? Todo aquel tiempo había intentado convencerse de que no se trataba de él, y de pronto parecía que, en efecto, se trataba de él, y mucho. El Luminatus se alzaría en la Ciudad de los Dos Puentes, había dicho Vern. Pero ¿hasta qué punto era de fiar una profecía obtenida de un tipo que se llamaba Vern? («Visiten Profecías de saldo Vern: el Nostradamus del bajo coste»). Era absurdo. Tenía que seguir adelante, cumplir su parte y hacer lo posible por recoger las vasijas de las almas que le llegaran. Y si no... En fin, las Fuerzas de la Oscuridad se alzarían y dominarían el mundo. ¿Y qué? ¡Adelante, putas del arroyo! Vaya cosa.
Sin embargo, el macho beta que llevaba dentro, aquel gen que había hecho perdurar a los de su especie durante tres millones de años, alzó su voz: ¿
Las Fuerzas de la Oscuridad dominando el mundo
? Menuda putada, dijo.
—Le gustaba tanto el olor del fregasuelos... —dijo la tercera señora que ese día aseguraba haber sido la mejor amiga de la madre de Charlie. El funeral no había ido tan mal, pero después se celebraba una comida en el club de una residencia de mayores privada de por allí, en la que Buddy había vivido antes de mudarse a casa de Lois. La pareja había vuelto a menudo a la residencia, a jugar a las cartas y a alternar con la antigua pandilla de Buddy.
—¿Has probado los sandwiches de chile? —preguntó la mejor amiga número tres. A pesar de que estaban a treinta y siete grados, lucía un chándal rosa adornado con caniches de pedrería y allá donde iba llevaba bajo el brazo un caniche negro muy pequeño y nervioso. El perro lamía su ensalada de patata mientras ella estaba distraída hablando con Charlie—. No sé si tu madre comía alguna vez sandwiches de chile. Siempre la veía tomando cócteles de güisqui. Le gustaba echarse una copita.
—Sí, así es —dijo Charlie—. Y creo que yo también voy a tomarme una ahora mismo.
Charlie había llegado a Sedona en avión esa misma mañana, tras pasar la noche en San Francisco intentando encontrar las dos vasijas pasadas de fecha. Aunque no había encontrado ninguna esquela sobre el entierro de Esther Johnson, aquella morena tan guapa que estaba en su casa le había dicho que la habían enterrado al día siguiente de que él visitara por primera vez la casa de Haight, y Charlie dedujo que, de nuevo, la vasija de su alma había sido enterrada con ella (¿Se llamaba Elizabeth la morenita ? Claro que se llamaba Elizabeth, se estaba engañando si pretendía siquiera haberlo olvidado. Los machos beta nunca olvidan los nombres de las mujeres guapas. Charlie se acordaba del nombre de la chica del póster central del primer Playboy que había birlado de las estanterías de la tienda de su padre. Hasta se acordaba de que a aquella chica le daban asco el mal aliento, la mala gente y el genocidio, y de que él resolvió no tener, ser o cometer nunca ninguna de aquellas faltas, por si acaso se la encontraba alguna vez cuando ella estuviera oreándose los pechos sobre el capó de un coche). De la otra mujer, Irena Posokovanovich, que supuestamente había muerto hacía días, no había encontrado ni rastro. Ni esquela, ni registros en los hospitales, ni nadie que viviera en su casa. Era como si se hubiera evaporado y se hubiera llevado con ella la vasija de su alma. Charlie tenía aún un par de semanas para encontrar a la tercera persona cuyo nombre figuraba en su agenda, pero no estaba seguro de a qué tendría que enfrentarse para llegar hasta ella. La Oscuridad empezaba a alzarse.
Alguien dijo a su lado:
—Charlar de tonterías nunca es tan insoportable como cuando uno ha perdido a un ser querido, ¿eh?
Charlie se volvió hacia aquella voz y se sorprendió al ver a Vern Glover, el raquítico Mercader de la Muerte, masticando un poco de ensalada de col con alubias a la ranchera.
—Gracias por venir —dijo automáticamente.
Vern hizo un ademán con el tenedor de plástico para quitarle importancia al asunto.
—¿Viste la sombra?
Charlie asintió con la cabeza. Esa mañana, al llegar a casa de su madre, la sombra de la mesa había alcanzado ya el jardín delantero y los graznidos de los pájaros carroñeros que pululaban por sus márgenes eran ensordecedores.
—No me dijiste que los demás no podían verla. Llamé a mi hermana desde San Francisco para preguntarle si había avanzado, pero no vio nada.
—Perdona, ellos no pueden verla. Por lo menos, eso creo. Desapareció durante cinco días. Y volvió esta mañana.
—¿Cuando volví yo?
—Supongo. ¿Será culpa nuestra? ¿Nos tomamos un café con unos dónuts y es el fin del mundo?
—Perdí dos almas en casa —dijo Charlie mientras sonreía a un señor con traje de golf color burdeos que al pasar por su lado se llevó la mano al corazón en señal de pésame.
—¿Que las perdiste? ¿Se las...? ¿Cómo las llamas tú? ¿Se las llevaron las arpías del alcantarillado?
—Podría ser —contestó Charlie—. Pero, sea lo que sea lo que está pasando, parece que me persigue.
—Lo siento mucho —dijo Vern—. De todos modos, me alegro de que habláramos. Ya no me siento tan solo.
—Sí —dijo Charlie.
—Y siento lo de tu madre —añadió Vern rápidamente—. ¿Estás bien?
—Todavía no lo he asimilado —dijo Charlie—. Supongo que ahora soy huérfano.
—Estaré atento para ver quién se lleva su collar —dijo Vern—. Tendré cuidado.
—Gracias —contestó Charlie—. ¿Tú crees que tenemos algún control sobre quién se lleva las almas después? Quiero decir de verdad. El gran libro dice que pasan a quien deben pasar.
—Imagino que sí —dijo Vern—. Cada vez que he vendido una, el resplandor ha desaparecido enseguida. Eso no pasaría si no fuera la persona adecuada, ¿no?
—No, supongo que no —dijo Charlie—. Entonces, hay cierto orden en todo esto.
—El experto eres tú —repuso Vern... y luego se le cayó el tenedor—. ¿Quién es esa? Está buenísima.
—Es mi hermana —contestó Charlie. Jane iba cruzando la habitación hacia ellos. Se había puesto el traje cruzado de Armani gris oscuro de Charlie y las sandalias negras de tiras; se había peinado y lacado el pelo rubio platino en ondas estilo años treinta, que parecían fluir por debajo de un sombrerito negro con un velo que le tapaba la cara hasta los labios, los cuales relucían como rojos Ferraris. A ojos de Charlie parecía, como siempre, un cruce entre un robot asesino y un personaje del doctor Seuss
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, pero si hacía un esfuerzo por olvidarse de que era su hermana, y lesbiana, podía comprender que alguien pensara que, con su pelo, sus labios y su verticalidad, estuviera buenísima. Sobre todo si se trataba de alguien como Vern, que necesitaría equipamiento de escalada y bombonas de oxígeno para trepar hasta su altura.
—Vern, quiero que conozcas al bellezón de mi hermana Jane. Jane, este es Vern.
—Hola, Vern. —Jane le dio la mano y el Mercader de la Muerte hizo una mueca de dolor, cuando se la estrechó.
—Te acompaño en el sentimiento —dijo Vern.
—Gracias —contestó ella—. ¿Conocías a nuestra madre?
—Vern la conocía muy bien —dijo Charlie—. De hecho, uno de los últimos deseos de mamá en su lecho de muerte fue que dejaras que Vern te invitara a un dónut. ¿A que sí, Vern?
Vern asintió con tanto ímpetu que a Charlie le pareció oír el crujido de sus vértebras.