Un traidor como los nuestros (11 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga, polcíaco, espionaje

BOOK: Un traidor como los nuestros
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—Ollie.

—Sí.

—¿Casos como cuál, exactamente?

—Como el nuestro. Eso es lo único que sé.

Pasa un taxi negro pero tiene la luz encendida. No es un taxi espía, pues. Es un taxi normal. Conducido por un hombre que no es Ollie. Defraudado una vez más, Perry se vuelve hacia ella:

—Oye, ¿qué más esperas que haga? Si se te ocurre una idea mejor, oigámosla. No has hecho más que poner peros desde que volvimos a Inglaterra.

—Y tú no has hecho más que mantenerme a distancia. Ah, sí, y tratarme como a una niña. Del sexo débil. Me olvidaba de eso.

Perry se ha asomado otra vez por la ventana.

—¿Adam es la única persona que ha leído tu carta-documento-informe-testimonio? —pregunta Gail.

—Imagino que no. Tampoco me atrevería a jurar que su verdadero nombre sea Adam. Ha dicho Adam a modo de contraseña.

—¿En serio? Y eso cómo se hace, me pregunto.

Intenta pronunciar «Adam» a modo contraseña con distintas entonaciones, pero Perry no le sigue el juego.

—Estás seguro de que Adam era un hombre, ¿no? ¿No una mujer con voz grave?

No hubo respuesta. Ni ella la esperaba.

Pasa un taxi más. Tampoco es el nuestro. ¿Cómo se viste una para los espías, querida?, que es lo que habría dicho su madre. Maldiciéndose por planteárselo siquiera, se ha cambiado la ropa de trabajo por una falda y un jersey a juego, encima de una blusa de cuello alto. Y zapatos cómodos, nada en plan calientabraguetas; bueno, salvo la de Luke, quizá, pero ¿cómo iba ella a saberlo?

—A lo mejor ha encontrado un embotellamiento —sugiere ella, y tampoco esta vez recibe respuesta, cosa que se tiene bien merecida—. En fin, da igual. A lo que íbamos: le diste la carta a un tal Adam, y un tal Adam la recibió. De lo contrario, no te habría telefoneado, es de suponer. —Está impertinente, y lo sabe. También él lo sabe—. ¿Cuántas páginas? ¿Nuestro documento secreto? O más bien tuyo.

—Veintiocho —contesta él.

—¿Escritas a mano o con ordenador?

—A mano.

—¿Por qué no con ordenador?

—Decidí que a mano era más seguro.

—¿Ah, sí? ¿Por consejo de quién?

—Por entonces nadie me había aconsejado nada aún. Dima y Tamara estaban convencidos de que les ponían micrófonos por todas partes, así que decidí respetar sus temores y eludir cualquier método… electrónico. Interceptable.

—¿Eso no tiene algo de paranoia?

—Sin duda. Los dos estamos paranoicos. También Dima y Tamara. Estamos todos paranoicos.

—Pues admitámoslo. Estemos paranoicos todos juntos.

No hubo respuesta. La tontuela de Gail cambia de táctica una vez más:

—¿Quieres contarme cómo accediste, para empezar, a ese señor Adam?

—Eso está al alcance de cualquiera. Hoy día no es problema. Puede hacerse por internet.

—¿Y tú lo has hecho por internet?

—No.

—¿No te fiabas de internet?

—No.

—¿Te fías de mí?

—Pues claro.

—Oigo las confidencias más asombrosas todos los días de mi vida. Tú eso lo sabes, ¿no?

—Sí.

—¿Y verdad que en las cenas no me oyes obsequiar a nuestros amigos con los secretos de mis clientes?

—No.

Recarga:

—Sabes también que, como joven abogada, vivo pendiente de un hilo, siempre con el miedo de no saber de dónde llegará, si es que llega, el próximo cliente, y siento poca predisposición profesional hacia los casos misteriosos sin perspectiva de prestigio o recompensa.

—Aquí nadie te ha ofrecido un caso, Gail. Nadie te ha pedido que hagas nada, salvo hablar.

—Y eso para mí es un caso.

Otro taxi que no es. Otro silencio, este incómodo.

—En fin, al menos el señor Adam nos ha invitado a los dos —comenta ella, optando por un tono desenfadado—. Pensaba que me habías excluido por completo de tu documento.

Y de pronto en ese momento Perry es otra vez el Perry de siempre, y el puñal esgrimido por Gail se vuelve contra ella cuando ve que la mira profundamente dolido en su amor, tanto que empieza a preocuparse más por él que por sí misma.

—Intenté excluirte, Gail. Hice todo lo posible por excluirte. Creí que podía evitar implicarte. No lo conseguí. Nos necesitan a los dos. Al menos al principio. En eso Adam ha sido… bueno… inflexible. —Una risa poco convincente—. Como harías tú con un testigo. «Si estaban los dos presentes, lógicamente deben venir los dos.» Lo siento mucho.

Y lo sentía. Eso a Gail le constaba. El día que Perry aprendiese a fingir sus sentimientos sería el día que dejase de ser Perry.

Y ella lo sentía tanto como él. Más aún. Estaba entre sus brazos diciéndoselo cuando el taxi negro con la bandera bajada apareció en la calle, la matrícula acabada en 73, y una voz masculina con un ligero acento anunció por el interfono que era Ollie y debía recoger a dos pasajeros en nombre de Adam.

Y ahora la dejaban otra vez fuera. Inhabilitada, ya exprimida, descartada.

La mujercita obediente, esperando a que su hombre vuelva a casa, y tomándose otro vaso de rioja, grande, como todo un hombre, para ayudarla a pasar el rato.

Sí, muy bien, había sido un pacto absurdo desde el principio. Gail nunca debería habérselo consentido. Pero no por eso tenía que quedarse cruzada de brazos, y no lo hizo.

Esa misma mañana, aunque Perry no lo sabía, mientras él, obediente, esperaba allí la Voz de Adam, ella se afanaba ante el ordenador en su bufete, y no, por una vez, en el caso
Samson contra Samson.

Seguía sin explicarse —mejor dicho, se lo reprochaba abiertamente— por qué había esperado a llegar a su despacho en vez de utilizar su portátil, o por qué había esperado sin más. Se lo achacó al ambiente imperante de conspiración generado por Perry.

El hecho de conservar aún la tarjeta de Dima, aquella de papel de barba, era un delito penado con la horca, porque Perry la había conminado a destruirla.

El hecho de haber usado un método electrónico —y por lo tanto interceptable— también era, como ahora se veía, un delito penado con la horca. Pero como él no la había informado con antelación de ese apartado de su paranoia en concreto, no podía quejarse.

El Consorcio Mercantil Multiglobal La Arena de Nicosia, Chipre, según le informó la página web en un inglés pedestre, era una consultoría «especializada en proporcionar ayuda a empresarios activos». Tenía la sede en Moscú, y representantes en Toronto, Roma, Berna, Karachi, Francfort, Budapest, Praga, Tel Aviv y Nicosia. Pero no en Antigua. Ni bancos reducidos a una placa de latón. O al menos no se mencionaba ninguno.

«El Consorcio La Arena se orgullece [sin «en»] de su alto grado de confidencialidad y su olfato comerzial [con falta de ortografía] a todos los niveles. Ofrece oportunidades de primera categoria [sin acento] y oficinas de banca privada [bien escrito]. Para más información, dirigirse a la sede de Moscú.»

Ted era un norteamericano soltero que vendía futuros en Morgan Stanley. Desde su mesa en el bufete, Gail telefoneó a Ted.

—Gail, cariño.

—Una empresa que se hace llamar Consorcio Mercantil Multiglobal La Arena de Nicosia, Chipre. ¿Puedes desenterrar sus trapos sucios por mí?

¿Trapos sucios? Ted era capaz de desenterrar trapos sucios como nadie. Al cabo de diez minutos volvía a ponerse en contacto con ella.

—Esos rusacos amigos tuyos…

—¿Rusacos?

—Son igualitos que yo: pisando fuerte y podridos de pasta.

—¿Y eso cuánta pasta es?

—Vete tú a saber, pero mucha, por un tubo. Unas cincuenta sucursales, todas con excelentes historiales comerciales. ¿Te dedicas al blanqueo de dinero, Gail?

—¿Cómo lo sabes?

—El dinero corre tan deprisa entre esos rusacos, los muy cabronazos, que nadie sabe de quién es ni durante cuánto tiempo. Es lo único que puedo decirte, pero lo he pagado con sangre. ¿Me amarás eternamente?

—Ya me lo pensaré, Ted.

El siguiente paso fue Ernie, el secretario del bufete, un sesentón con muchos recursos. Gail esperó hasta la hora de comer, cuando ya no había moros en la costa.

—Ernie. Un favor. Circula el rumor de que visita usted cierto chat indecoroso cuando quiere verificar datos sobre las empresas de nuestros muy serios clientes. Estoy profundamente consternada y necesito que haga una consulta por mí.

Pasada media hora, Ernie le había entregado ya una copia impresa de un indecoroso cruce de mensajes con el asunto Consorcio Mercantil Multiglobal La Arena.

¿Hay por ahí algún capullo que sepa quién dirige esa chatarrería? Esa gente cambia de gerente como de calcetines. P. Brosnan.

Lee, subraya, aprende y digiere internamente las sabias palabras de Maynard Keynes: los mercados pueden conservar la irracionalidad más tiempo del que tú puedes conservar la solvencia. El capullo lo serás tú. R. Crow.

Qué c*** ha pasado con la web de La Arena. Se ha caído. B. Pitt.

La página web de La Arena está fuera de servicio pero no ha desaparecido. Los hidepu siempre salen a flote. Capullos todos, andaos con cuidado. M. Munroe.

Pero siento mucha curiosidad. Esa gente viene a mí como si estuviera en celo, y luego me deja jadeando e insatisfecho. P. B.

¡Eh, tíos, oíd esto! Acabo de enterarme de que CMMA ha abierto una oficina en Toronto. R. C.

¿Una oficina? ¡Me tomas el pelo! Es un p*** club nocturno ruso, chaval. Baile con barra, vodka Stolly y
bortsch.
M. M.

Eh, capullo, yo otra vez. ¿Es la oficina que abrieron en Toronto la misma que cerraron en Guinea Ecuatorial? Si lo es, ponte a cubierto, tío. Pero ya. R. C.

El p*** Consorcio Mercantil Multiglobal La Arena no da un solo resultado en Google. Repito: ni uno solo. Todo el montaje es tan hiperamateur que me dan palpitaciones. P. B.

¿Por casualidad crees en el más allá? Si no, ya puedes empezar. Te has metido en el Mayor Tinglado Bananeroski en el ámbito del blanqueo. Como lo oyes. M. M.

Con lo entusiasmados que estaban conmigo, y ahora esto. P.B.

No te acerques. No te acerques ni en broma. R. C.

Gail está en Antigua, arrastrada hasta allí por otro vaso de rioja procedente de la cocina.

Escucha al pianista de la pajarita malva, que interpreta arrulladoramente una melodía de Simón & Garfunkel para una pareja de ancianos norteamericanos en pantalones de dril, los únicos que dan vueltas en la pista de baile.

Elude las miradas de atractivos camareros sin nada que hacer aparte de desnudarla con los ojos. Le llega la voz de una viuda texana, una setentona con mil
liftings
faciales, que pide a Ambrose un vino tinto, a condición de que no sea francés.

Está de pie en la pista de tenis, estrechando por primera vez la mano, recatadamente, a un toro de lidia calvo que se hace llamar Dima. Recuerda la mirada de reproche en sus ojos castaños, la pétrea mandíbula, y el tronco rígido, un tanto inclinado hacia atrás, a lo Erich von Stroheim.

Está en el sótano de Bloomsbury, tan pronto la compañera de Perry para toda la vida como su exceso de equipaje, una carga no deseada al ponerse en camino. Está sentada con tres personas que, gracias a «nuestro documento» y a todo lo que Perry les haya contado aparte, saben muchas cosas que ella desconoce.

Está sentada sola en el salón de su deseable vivienda de Primrose Hill a las doce y media de la noche, con
Samson contra Samson
en el regazo y un vaso de vino vacío al lado.

Poniéndose en pie de un salto —uf—, sube a su dormitorio por la escalera de caracol, hace la cama, sigue el rastro de las prendas de Perry tiradas por el suelo hasta el baño y las mete todas en el cesto de la ropa sucia. Han pasado cinco días desde que me hizo el amor. ¿Batiremos un récord?

Vuelve a bajar, peldaño a peldaño, bien sujeta por si acaso. Ya otra vez junto a la ventana, fija la mirada en la calle, rogando que su hombre llegue a casa en un taxi con la matrícula acabada en 73. Ahora está en el monovolumen de cristales tintados a la una y media de la madrugada, pegada a Perry, topándose contra él a causa de los vaivenes, y Cara de Niño, el guardaespaldas rubio de pelo corto con una cadena de oro en la muñeca, los lleva a su hotel después de la fiesta de cumpleaños en Las Tres Chimeneas.

—¿Se lo ha pasado bien esta noche, Gail?

Es tu chófer quien habla. Hasta el momento Cara de Niño no había dado la menor señal de hablar inglés. Cuando Perry lo desafió a la entrada de la pista de tenis, él no pronunció una sola palabra. ¿Por qué se delata ahora?, se pregunta Gail, más alerta que nunca en su vida.

—De maravilla, gracias —declara ella con la voz de su padre, llenando el vacío dejado por Perry, que parece haberse quedado sordo—. Mejor imposible. Me alegro mucho por esos dos chicos; son fantásticos.

—Yo me llamo, Niki, ¿vale?

—Vale. Estupendo. Hola, Niki —saluda Gail—. ¿De dónde es?

—De Perm, Rusia. Un sitio agradable. Y Perry, dígame, por favor, ¿usted también se lo ha pasado bien esta noche?

Gail se dispone a dar un codazo a Perry cuando él vuelve a la vida por sí solo.

—Muy bien, sí, gracias, Niki. Una cena exquisita. Una gente encantadora. Genial. Hasta ahora ha sido la mejor noche de nuestras vacaciones.

No está mal para un principiante, piensa Gail.

—¿A qué hora han llegado a Las Tres Chimeneas? —pregunta Niki.

—Por poco ni llegamos, Niki —exclama Gail, y se echa a reír tontamente para disimular la vacilación de Perry—. ¿Eh, Perry? Hemos ido por el Sendero de la Naturaleza, y casi hemos tenido que abrirnos paso a machetazos entre la maleza. ¿Dónde ha aprendido ese excelente inglés, Niki?

—En Boston, Massachusetts. ¿Tienen un cuchillo?

—¿Un cuchillo?

—Para abrirse paso a machetazos, se necesita un buen cuchillo.

Esos ojos mortecinos en el retrovisor, ¿qué han visto? ¿Qué ven ahora?

—Ojalá lo hubiéramos tenido, Niki —exclama Gail, aún en la piel de su padre—. Por desgracia, los ingleses no llevamos cuchillos encima.—¿Qué estupideces estoy diciendo?, piensa. Da igual, tú habla—. Bueno, algunos sí, la verdad; pero no las personas como nosotros. Somos de otra clase social. ¿Ha oído hablar de nuestro sistema de clases? Pues en Inglaterra solo lleva arma blanca cierta gente de clase media baja o inferior. —Más carcajadas al doblar en la rotonda y tomar por el camino de acceso hacia la entrada principal.

Aturdidos, avanzan entre los hibiscos iluminados en dirección al bungalow como dos desconocidos. Perry cierra la puerta después de entrar y echa el pestillo, pero no enciende la luz. Se quedan uno frente al otro, en la oscuridad, separados por la cama. Durante una eternidad, no hay banda sonora. Lo que no implica que Perry no haya decidido ya qué va a decir:

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