Así que si toda esa privilegiada falta de atención que recibían era el resultado de los esfuerzos privados de Héctor —como Luke había insinuado a Perry, y el propio Héctor de hecho había confirmado—, Perry lo único que podía hacer era quitarse el sombrero ante Héctor.
Perry tuvo la impresión de que las cuatro puertas de cristal de acceso a la pista estaban cerradas y atrancadas, pero Luke, el buen compañero de cordada, sabía que no era así. Fue directo a la puerta de la derecha y dio un ligero tirón, y la puerta —ver para creer— se deslizó obedientemente por el raíl, permitiendo la entrada de una tonificante corriente de aire fresco en la sala que acarició el rostro a Perry, cosa que él agradeció, ya que estaba inexplicablemente acalorado y sudoroso.
Con la puerta abierta de par en par y atraídos por la noche, Luke apoyó una mano —con delicadeza, no en actitud posesiva— en el brazo de Dima y, apartándolo de Perry, lo condujo a través de la puerta, sin la menor objeción por su parte, hasta la pista, donde, como si lo hubieran avisado previamente, giró de golpe a la izquierda, arrastrando a Dima consigo y dejando a Perry incómodamente rezagado detrás de ellos, como alguien que no sabe del todo si está invitado. Algo en Dima había cambiado. Perry advirtió qué era. Al cruzar la puerta, Dima se había quitado el gorro de lana y lo había tirado a un cubo de basura cercano.
Y cuando Perry dobló tras ellos, vio lo que Luke y Dima debían de haber visto ya: un bimotor, sin ninguna luz encendida y con las hélices en suave rotación, estacionado a cincuenta metros, con dos pilotos espectrales apenas visibles en el cono del morro.
No hubo despedidas.
Si eso era algo de lo que alegrarse o entristecerse, Perry no lo sabía, ni en ese momento ni más tarde. Había habido tantos abrazos, tantos saludos, sinceros o forzados, había habido tal festín de adioses y holas y declaraciones de amor, que en el cómputo total sus encuentros y separaciones estaban ya completos, y quizá no había cabida para una más.
O quizá —siempre quizá— Dima estaba demasiado abstraído para hablar, o para mirar atrás, o para mirarlo a él. Quizá las lágrimas corrían por su cara mientras se encaminaba hacia la avioneta, un pie sorprendentemente pequeño delante del otro, con la misma precisión de quien recorre la pasarela del barco.
Y Luke, ahora a un paso o dos por detrás y a un lado de Dima, como si lo dejara disfrutar de las candilejas y las cámaras ausentes, tampoco dirigió a Perry una sola palabra: era el hombre forjado delante de él en quien Luke tenía puesta la mirada, no en Perry, solo detrás de él. Era en Dima, con aquella exhibición de dignidad: calvo, inclinado hacia atrás, la cojera reprimida pero majestuosa.
Y por supuesto había táctica en la forma en que Luke se había situado respecto a Dima. Luke no sería Luke si no hubiese táctica. Era el pastor sagaz y rápido de los montes cumbrios donde Perry había escalado de joven, instando a su trofeo a subir por la escalerilla hacia el agujero negro de la cabina empleando hasta el último ápice de concentración mental y física que poseía, y atento por si él, en el momento menos pensado, vacilaba o salía corriendo o sencillamente se paraba en seco y se negara a subir.
Pero Dima no vaciló, no salió corriendo ni se paró en seco. Ascendió por la escalerilla con paso firme y penetró en la negrura, y en cuanto la negrura lo engulló, el pequeño Luke subió a brincos para reunirse con él. Y o bien había alguien dentro para cerrar la compuerta, o se encargó el propio Luke: un repentino susurro de bisagras, un doble golpe metálico al asegurarse la puerta desde el interior, y el agujero negro en el fuselaje del avión desapareció.
En cuanto al despegue, Perry tampoco conservaba ningún recuerdo en especial: solo que pensó que debía llamar a Gail y decirle que el Águila había alzado el vuelo o alguna otra frase por el estilo, y luego ir a buscar un autobús o un taxi, o quizá sencillamente volver a pie al pueblo. No tenía una idea muy clara de dónde estaba respecto al centro de Belp, si es que había un centro. Pronto despertó con Ollie de pie a su lado y recordó que tenía resuelto el regreso junto a Gail y a la familia sin padre que permanecía en Wengen.
El avión despegó, Perry no le dirigió un gesto de despedida.
Lo vio elevarse y escorarse de manera extrema, ya que el aeropuerto de Belp tiene muchos montes, grandes y pequeños, con los que lidiar, y los pilotos deben ser muy hábiles. Aquellos pilotos lo eran. Un chárter comercial, en apariencia.
Y no hubo explosión. Al menos que llegara a oídos de Perry. Más tarde lamentó que no la hubiese. Fue solo el ruido sordo de un puño enguantado contra un
punching ball
y un destello blanco y alargado que acercó de pronto a él los montes negros, y después nada en absoluto, nada que ver ni que oír, hasta que el ululato de la policía y las ambulancias y los bomberos cuando sus luces intermitentes empezaron a responder a la luz que se había apagado.
Por ahora el veredicto semioficial es que se produjo un fallo en los instrumentos. Otro es un fallo de motor. Ha circulado mucho la posibilidad de negligencia por parte del personal de mantenimiento anónimo. El pobre aeropuerto de Belp viene siendo desde hace tiempo el chivo expiatorio de los expertos y sus detractores no lo libran del castigo: puede que la culpa fuera también del control de tierra. No ha habido consenso entre dos comités de expertos. Es posible que las aseguradoras retengan el pago hasta que se conozca la causa. Los cadáveres calcinados siguen siendo motivo de desconcierto. Al parecer, los dos pilotos no fueron el problema: pilotos de chárter, sí, pero con amplia experiencia de vuelo, hombres serios, los dos casados, sin el menor rastro de sustancias prohibidas o alcohol, ningún dato adverso en sus expedientes, y sus mujeres eran vecinas y mantenían buenas relaciones en Harrow, donde vivían las familias. Dos tragedias, pues, pero, por lo que a los medios de comunicación se refería, dignas de no más de un día de atención. Ahora bien, ¿por qué demonios un antiguo funcionario de la embajada británica en Bogotá compartía avión con un minigarca ruso de dudosa reputación residente en Suiza? Ni siquiera la prensa amarilla encontró explicación. ¿Era por sexo? ¿Era por drogas? ¿Era por armas? A falta de pruebas, no era nada de todo eso. El terrorismo, el gran cajón de sastre de los últimos tiempos, se consideró otra posibilidad, pero se rechazó de plano.
Ningún grupo reivindicó el hecho.
Mi más sincero agradecimiento a Federico Várese, profesor de criminología de la Universidad de Oxford y autor de obras fundamentales sobre la mafia rusa, por sus consejos creativos y siempre pacientes; a Bérengére Rieu, que me llevó a los bastidores del estadio de Roland Garros; a Eric Deblicker, que me enseñó los interiores de un club de tenis exclusivo en el Bois de Boulogne no muy distinto de mi Club des Rois; a Buzz Berger, por corregir mis golpes de tenis; a Anne Freyer, mi sabia y fiel editora francesa; a Chris Bryans, por su información sobre el mercado de valores de Mumbai. Doy las gracias también a Charles Lucas y John Rolley, honrados banqueros, quienes deportivamente me hablaron de las prácticas de otros miembros de su profesión menos escrupulosos; a Ruth Halter-Schmid, que me evitó muchos desvíos equivocados en mi viaje por Suiza; a Urs von Almen, por guiarme por los caminos más silvestres del Oberland bernés; al estimable Urs Bührer, director del hotel Bellevue Palace en Berna, por permitirme escenificar el bochornoso episodio en su establecimiento incomparable; y a Vicki Phillips, mi valiosísima secretaria, por añadir la lectura de pruebas a sus numerosas aptitudes.
JOHN LE CARRÉ, 2010