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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga, polcíaco, espionaje

Un traidor como los nuestros (41 page)

BOOK: Un traidor como los nuestros
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—Solo en la zona de Georgia —respondió Luke en voz alta.

—Esto me encanta, ¿me oye, Dick? Me encanta. Y usted también, ¿eh?

Brevemente —aunque seguía preocupado por el policía—, Luke pudo disfrutar de aquello, y siguió disfrutándolo mientras ascendían hacia el collado del Kleine Scheidegg y atravesaban el arco de luces anaranjadas proyectadas por el gran hotel que lo dominaba.

Iniciaron el descenso. A su izquierda, bañadas por la luz de la luna, se elevaban las nervudas sombras de un glaciar, de un color negro azulado. A lo lejos, al otro lado del valle, alcanzaron a ver las luces de Mürren, y de vez en cuando, a través de la espesura del bosque cuando volvió a rodearlos, las luces titilantes de Wengen.

Capítulo 16

Para Luke, los días y noches en el pequeño enclave turístico alpino de Wengen estaban misteriosamente preordinados, unos insoportables, otros colmados de esa paz lírica propia de una amplia reunión de familiares y amigos en vacaciones.

El chalet espacioso y feo, construido para alquilar, que Ollie había elegido ocupaba un triángulo de tierra entre dos senderos en el extremo más apacible del pueblo. En los meses de invierno se alquilaba a un club de esquí de la Alemania meridional, pero en verano estaba a disposición de quien quiera que pudiese pagarlo, desde teósofos sudafricanos hasta rastafaris noruegos, pasando por niños pobres del Ruhr. Por tanto, una familia dispar de edades y orígenes incompatibles era justo lo que el pueblo esperaba. Ni una sola cabeza se volvía cuando, en verano, desfilaban por sus calles bandadas de turistas: o eso dijo Ollie, que dedicó muchos minutos libres a vigilar desde detrás de las cortinas de las ventanas de la planta superior.

Desde dentro, el mundo era hermoso. Al mirar hacia abajo desde el piso de arriba, se disfrutaba de una vista del legendario valle de Lauterbrunnen; al mirar hacia arriba, se alzaba ante uno el monte Jungfrau en todo su esplendor. Por detrás se extendían, intactos, los prados y las estribaciones boscosas. Desde fuera, en cambio, era un vacío arquitectónico: grande y lúgubre, sin personalidad, anónimo y sin la menor afinidad con el entorno, con paredes blancas de estuco y elegantes detalles rústicos que servían solo para poner de relieve sus aspiraciones de periferia urbana.

También Luke había vigilado. Cuando Ollie salía en busca de provisiones y chismes locales, era Luke, con su propensión a preocuparse, quien se apostaba como vigía, atento a cualquier transeúnte sospechoso. Pero por más que vigiló, ninguna mirada curiosa se posó en las dos niñas pequeñas que se ejercitaban en el jardín con sus combas nuevas bajo la supervisión de Gail, o cogían prímulas en la pradera inclinada detrás de la casa, para conservarlas eternamente en tarros de sagú seco comprados por Ollie en el supermercado.

Ni siquiera suscitaba comentarios la mujer menuda, sentada en el balcón, inmóvil como una muñeca, con las manos en el regazo y gafas de sol: una señora de cierta edad, vestida de luto, con las mejillas empolvadas y los labios pintados. Los pueblos suizos acogen a gente así desde los inicios del negocio turístico. Y si por una de esas casualidades un transeúnte alcanzaba a ver entre las cortinas a un hombre corpulento con gorro de lana inclinado sobre un tablero de ajedrez frente a dos adversarios adolescentes —con Perry en función de árbitro y Gail y las niñas en otro rincón viendo DVD adquiridos en Photo Fritz—… bueno, si esa casa no había alojado antes a una familia de fanáticos del ajedrez, había alojado de todo lo demás. ¿Cómo iban a saber, o por qué había de importarles, que el blanqueador de dinero número uno del mundo, enfrentado al intelecto conjunto de sus precoces hijos, podía aún superarlos?

Y si al otro día se veía a esos mismos adolescentes, vestidos con ropa concienzudamente distinta, trepar por el escarpado sendero rocoso que discurría desde el jardín trasero hasta la cresta del Männlichen, precedidos y apremiados por Perry, jurando Alexei que iba a partirse el cuello de un momento a otro, joder, e insistiendo Viktor en que acababa de avistar abajo un ciervo adulto aun cuando fuera una gamuza… bueno, ¿qué tenía eso de especial? Perry incluso formó una cordada con ellos. Descubrió cerca de allí un saliente aceptable, alquiló botas y compró cuerda —siendo la cuerda para el montañero, explicó con severidad, algo a la vez íntimo y sacrosanto— y les enseñó a quedar suspendidos sobre un abismo, por más que el abismo tuviera solo cuatro metros de profundidad.

En cuanto a las dos mujeres jóvenes —una de unos dieciséis y la otra quizá diez años mayor, las dos hermosas— tumbadas con sus libros en hamacas bajo un arce de amplias ramas que por alguna razón había escapado al bulldozer del constructor… bueno, un hombre suizo tal vez las mirase y luego simulase no haber mirado, o si era italiano, tal vez las mirase y aplaudiese. Pero no correría al teléfono para informar en voz baja a la policía de que acababa de ver a dos mujeres sospechosas leyendo a la sombra de un arce.

O eso se decía Luke, y eso se decía Ollie, y en eso coincidían Perry y Gail en tanto miembros incorporados a la vigilancia del barrio —¿qué iban a hacer, si no?—, lo cual no significaba que ninguno de ellos, ni siquiera las niñas, acabara de librarse del todo de la sensación de que estaban escondiéndose y viviendo a contrarreloj. Cuando Katia preguntó en el desayuno, con los crepes, el beicon y el jarabe de arce preparados por Ollie: «¿Hoy nos vamos a Inglaterra?» —o Irina, más quejumbrosamente: «¿Por qué no hemos ido todavía a Inglaterra?»—, hablaban en nombre de todos los presentes en la mesa, empezando por el propio Luke, el héroe del grupo por el hecho de llevar la mano derecha escayolada después de caerse por la escalera del hotel en Berna.

—¿Vas a ponerle un pleito a ese hotel, Dick? —preguntó Viktor con actitud agresiva.

—Consultaré a mi abogado al respecto —contestó Luke, dirigiendo una sonrisa a Gail.

En lo que se refería a cuándo viajarían a Londres exactamente: «Bueno, quizá hoy no, Katia, pero puede que mañana, o pasado —aseguró Luke—. Todo depende de cuándo lleguen vuestros visados. Y ya sabemos lo que son los
apparatchiks,
incluso los ingleses, ¿no?».

Pero ¿cuándo, ay, cuándo?

Luke se planteaba esa misma pregunta cada hora del día o la noche que pasaba despierto o medio dormido conforme se apilaban los entrecortados partes informativos de Héctor: tan pronto un par de frases enigmáticas entre reuniones como una sarta de lamentos ya de madrugada después de otro interminable día. Desconcertado por el aluvión de informes contradictorios, al principio recurrió al pecado oficialmente imperdonable de consignarlos por escrito en un diario a medida que llegaban. Con las pálidas yemas de los dedos de la mano derecha asomando de la escayola, tomaba nota a toda prisa con su extraña taquigrafía en hojas sueltas de DIN A4 compradas por Ollie en la papelería del pueblo, solo por una cara.

Al modo aprobado por la academia de instrucción, extraía el cristal de un marco para escribir encima, limpiándolo con un trapo después de cada hoja, y al final escondía el fruto de sus esfuerzos detrás de una cisterna de inodoro ante la remota posibilidad de que a Viktor, Alexei, Tamara o el propio Dima se les pasara por la cabeza registrar su habitación.

Pero cuando empezaron a abrumarlo el ritmo y la complejidad de los mensajes de Héctor desde el frente, convenció a Ollie para que le consiguiera un dictáfono, muy parecido al de Dima, y lo conectara a su teléfono móvil codificado: otro pecado mortal a ojos de la Sección de Adiestramiento, pero una bendición del cielo cuando, tumbado en la cama en vela, esperaba el siguiente parte idiosincrásico de Héctor:

Pende de un hilo, Lukie, pero estamos ganando.

– Voy a pasar por encima de Billy Boy y hablar directamente con el Jefe. He dicho que tienen que ser horas, no días.

– Dice el Jefe que hable con el Subjefe.

– El Subjefe dice que si Billy Boy no da el visto bueno, tampoco lo dará él. No dará el visto bueno él solo. Ha de tener el respaldo de toda la cuarta planta o no hay acuerdo. He dicho que un carajo.

– No te lo vas a creer, pero Billy Boy está dando el brazo a torcer. Patalea de lo lindo, pero ni siquiera él puede negarse a ver la verdad cuando se la plantas ante las narices.

Todo esto en el espacio de las primeras veinticuatro horas después de mandar Luke rodando escalera abajo al filósofo cadavérico, hazaña que inicialmente Héctor acogió como una pura y simple genialidad, pero, pensándolo mejor, dijo que de momento no importunaría al Subjefe con eso.

—¿Nuestro muchacho llegó a matar a Niki, Luke? —preguntó Héctor con la mayor naturalidad.

—Eso espera él.

—Ya. Bueno, no creo haber oído nada al respecto. ¿Y tú?

—Ni una palabra.

—Eran otros dos individuos, y cualquier parecido es pura coincidencia. ¿Trato hecho?

—Trato hecho.

A media tarde del segundo día, Héctor adoptó un tono de frustración, sin estar aún sumido en el desánimo. La Oficina del Gabinete había dictaminado que finalmente era necesario el quorum del Comité de Atribuciones, explicó. Insistían en que Billy Boy Matlock debía ser plenamente informado —repito «plenamente»— de todos los detalles operacionales que hasta el momento Héctor se había guardado. Se conformarían con un grupo de trabajo de cuatro hombres compuesto por representantes del Foreign Office, el Ministerio del Interior, Hacienda e Inmigración. Los miembros excluidos serían invitados a ratificar las recomendaciones
post facto,
cosa que, predecía la Oficina del Gabinete, sería una mera formalidad. Con todas las reticencias imaginables, Héctor había aceptado sus condiciones. Y muy de repente —fue la noche de ese mismo día—, cambió el panorama, y la voz de Héctor subió de volumen. El dictáfono ilícito de Luke reprodujo el momento para él:

H: A saber cómo, esos capullos se nos han adelantado. Billy Boy acaba de recibir el soplo de sus fuentes de la City.

L: Se nos han adelantado ¿en qué sentido? ¿Cómo es posible? Nosotros no hemos actuado aún.

H: Según las fuentes de Billy Boy en la City, la Autoridad de Servicios Financieros se dispone a rechazar la solicitud de La Arena para abrir un gran banco, y somos nosotros quienes hemos dado la puñalada.

L: ¿Nosotros?

H: La Agencia. Toda entera. Las grandes instituciones de la City han puesto el grito en el cielo. Treinta diputados independientes en la nómina de los oligarcas están redactando una carta muy desconsiderada para el secretario de Hacienda acusando a la Autoridad de Servicios Financieros de prejuicios contra los rusos y exigiendo que se retire de inmediato todo obstáculo absurdo a la solicitud. Los sospechosos habituales de la Cámara de los Lores han desenterrado el hacha de guerra.

L: ¡Pero eso es una gilipollez absoluta!

H: Tú ve y díselo a la Autoridad de Servicios Financieros. Ellos lo único que saben es que los bancos centrales se niegan a concederse préstamos pese al hecho de que han recibido miles de millones de dinero público para hacer precisamente eso. Y hete aquí que de pronto se presenta La Arena al rescate a lomos de su caballo blanco, ofreciéndose a poner decenas de miles de millones en sus manitas calientes. ¿A quién le importa un carajo de dónde viene el dinero? [¿Esto es una pregunta? Si lo es, Luke no tiene respuesta.]

H: [exabrupto]: ¡No hay «obstáculos absurdos», joder! ¡Nadie ha empezado siquiera a poner obstáculos absurdos! En cuanto a anoche, la solicitud de La Arena se pudría en la bandeja de asuntos pendientes de la Autoridad de Servicios Financieros. No se han reunido, no han hablado, apenas han iniciado sus investigaciones reguladoras. Pero nada de ello ha impedido a los oligarcas de Surrey tocar los tambores de guerra, ni que a los directores de la prensa financiera se les notifique que si se rechaza la solicitud de La Arena, la City londinense quedará en cuarto lugar por detrás de Wall Street, Francfort y Hong Kong. ¿Y quién tendrá la culpa? ¡La Agencia, llevada al huerto por un tal Héctor Meredith, el muy canalla!

Siguió otro silencio, tan largo que Luke se vio obligado a preguntar a Héctor si seguía al aparato, ante lo que recibió un cortante «¿Adonde coño te crees que he ido?».

—Bueno, al menos Billy Boy se ha subido al carro en tu defensa —apuntó Luke a fin de ofrecer un consuelo que él no sentía.

—Un cambio radical, gracias a Dios —respondió Héctor con fervor—. No sé dónde estaría sin él.

Luke tampoco lo sabía.

¿Billy Boy Matlock, aliado de Héctor así de pronto? ¿Converso a la causa de Héctor? ¿Su compañero de armas recién hallado? ¿Un cambio radical? ¿Billy?

¿O acaso Billy Boy buscaba cierto reaseguro bajo mano? No era que Billy Boy fuese malo, «malo» en el sentido de «malvado», malo como podía serlo Aubrey Longrigg. No, Luke nunca había pensado eso de él: no era el típico ser taimado, el típico agente doble o triple, saltando furtivamente entre potencias enfrentadas. Billy no era así ni mucho menos. Era demasiado transparente para eso.

¿Cuándo se había producido exactamente esa gran conversión, pues, y por qué?, se preguntó Luke, maravillado. ¿O acaso Billy Boy se había cubierto ya las espaldas de otra manera y ahora estaba dispuesto a ofrecer a Héctor su amplio frente, para acceder así a los secretos en el cofre del tesoro de Héctor?

Por ejemplo, ¿qué había sentido Billy la tarde de aquel domingo al salir de la casa franca de Bloomsbury, escocido por el humillante desaire? ¿Amor por Héctor? ¿O una considerable inquietud por su posición en el panorama futuro?

En los días de dolorosas cavilaciones posteriores a esa reunión, ¿a qué gran eminencia de la City habría invitado a comer —sabidamente tacaño como era— y habría pedido que guardara el secreto, consciente de que desde la óptica de esa gran eminencia un secreto es lo que uno cuenta a los demás solo de uno en uno? ¿Consciente asimismo de que había ganado un amigo si las cosas se ponían feas?

Y de las muchas ondas que podrían propagarse a partir de una piedrecilla lanzada a las turbias aguas de la City, ¿quién sabía cuáles de ellas podían lamer el finísimo oído de Aubrey Longrigg, ese distinguido elemento de la City y parlamentario en alza?

¿O de Bunny Popham?

¿O de Giles de Salis, el maestro de ceremonias del circo mediático?

¿Y de los otros muchos Longrigg, Popham y De Salis de fino oído que aguardaban para saltar al tiovivo de La Arena en cuanto se pusiera en marcha?

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