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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga, polcíaco, espionaje

Un traidor como los nuestros (44 page)

BOOK: Un traidor como los nuestros
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—Claro —convino Dima, moviendo la cabeza calva en un gesto de confirmación—. Claro. Hermosa como su madre.

A continuación dirigió la mirada a un lado y hacia abajo simultáneamente, contemplando un abismo de angustia personal al que Perry no tenía acceso. ¿Lo sabe? ¿Se lo habrá dicho Tamara en un arrebato de despecho o en un momento de intimidad o en un descuido? ¿Acaso Dima, contra todas las expectativas de Natasha, ha cargado con el secreto y el dolor en lugar de partir de inmediato en busca de Max? Lo que Perry tenía claro en todo caso era que el estallido de rabia y rechazo que él había previsto cedía ante el naciente sentimiento de resignación del recluso frente a la autoridad burocrática; y tomar conciencia de eso perturbó a Perry más profundamente que cualquier posible estallido violento.

—Conque un par de días, ¿eh? —repitió Dima con el mismo tono que si hablase de una condena a perpetuidad.

—Un par de días, eso dicen.

—¿Eso dice Tom? ¿Un par de días?

—Sí.

—Parece un buen hombre, ese Tom, ¿no?

—Creo que lo es.

—Dick también. Casi mató a aquel cabrón.

Digirieron juntos el comentario.

—Gail… ¿cuidará de mi Tamara?

—Gail cuidará muy bien de su Tamara. Y los chicos la ayudarán. Y yo también me quedaré aquí. Todos cuidaremos de la familia hasta que salgan para Londres. Después cuidaremos de ustedes en Inglaterra.

Dima también reflexionó a este respecto, y la idea pareció cobrar forma en él.

—¿Mi Natasha irá al colegio Roedean?

—Tal vez no al Roedean. Eso no pueden prometerlo. Tal vez haya otro incluso mejor. Encontraremos buenos colegios para todos. Saldrá todo bien.

Dibujaban los dos un horizonte falso. Perry lo sabía y Dima parecía saberlo también, y alegrarse de ello, porque tenía la espalda arqueada y el pecho hinchado, y su rostro se había relajado hasta aparecer en él la sonrisa de delfín que Perry recordaba de su primer encuentro en la pista de tenis de Antigua.

—Cásese pronto con esa chica, Catedrático, ¿me oye?

—Le mandaremos una invitación.

—Vale muchos camellos —musitó, y esbozó una sonrisa ante su propia broma: no una sonrisa de derrota, a ojos de Perry, sino una sonrisa por el tiempo transcurrido, como si los dos se conocieran de toda la vida, sensación que Perry empezaba a tener.

—¿Jugará conmigo en Wimbledon alguna vez?

—Claro. O en Queen's. Todavía soy socio.

—Nada de tratarme como a un maricón, ¿vale?

—Vale.

—Quiere apostar. ¿Para darle más interés?

—No me lo puedo permitir. Podría perder.

—Es un gallina, ¿eh?

—Me temo que sí.

A continuación el abrazo que temía, la prolongada reclusión en aquel torso enorme, húmedo y tembloroso, una reclusión interminable. Pero cuando se separaron, Perry vio que la vida había abandonado el rostro de Dima, y la luz sus ojos castaños. Luego, como obedeciendo una orden, dio media vuelta y se encaminó hacia el salón donde aguardaban Tamara y la familia reunida.

En ningún momento se planteó la posibilidad de que Perry viajara a Inglaterra con Dima, no aquella noche ni ninguna otra. Luke siempre lo había sabido, y le había bastado con dejar caer la pregunta a Héctor para recibir un «no» rotundo. Si la respuesta, por alguna razón imprevisible, hubiese sido «sí», el propio Luke la hubiese discutido: un aficionado con mucho entusiasmo y sin preparación ninguna como escolta en el viaje de un valiosísimo desertor, eso sencillamente no cuadraba con sus planteamientos profesionales.

Así pues, Luke accedió a que Perry los acompañase en el viaje de Berna a Belp más por un sólido sentido operacional que por compasión. Cuando uno arranca a un informante vital del seno de su familia y lo deja, sin firmes garantías, al cuidado de su Agencia madre, razonó a regañadientes, sí, es prudente proporcionarle el solaz de su mentor elegido.

Pero si Luke esperaba conmovedoras escenas de despedida, se las ahorraron. Anocheció. La casa estaba en silencio. Dima llamó a Natasha y sus dos hijos al salón y les habló mientras Perry y Luke aguardaban, sin oírlo, en el vestíbulo, y Gail seguía viendo
Mary Poppins
con las niñas. Para ser recibido por los caballeros espías de Londres, Dima se había puesto su traje milrayas azul. Natasha le había planchado su mejor camisa, Viktor le había sacado brillo a sus zapatos italianos, y Dima estaba preocupado por estos: ¿y si se le ensuciaban de camino al lugar donde Ollie había aparcado el jeep? Pero no tenía en cuenta las aptitudes de Ollie, quien, además de mantas, guantes y gruesos gorros de lana para el viaje al otro lado de la montaña, tenía un par de chanclos de goma del número de Dima esperándolo en el vestíbulo. Y Dima debió de decir a su familia que no lo siguiera, porque se presentó solo, con el mismo aspecto brioso e incontrito que cuando apareció por las puertas de vaivén del hotel Bellevue Palace con Aubrey Longrigg a su lado.

Al verlo, Luke sintió que se le aceleraba el corazón como no le ocurría desde Bogotá. He aquí a nuestro testigo estrella, y el propio Luke lo será también. Luke será el testigo A detrás de una mampara, o Luke Weaver a las claras delante de ella. Será un paria, como lo será Héctor. Y contribuirá a amarrar al mástil a Aubrey Longrigg y sus alegres bandidos, y al infierno con el contrato de cinco años en la academia de instrucción, y la casa agradable con aire marino y buenos colegios cerca para Ben y la pensión incrementada al final del camino, y la posibilidad de alquilar la casa de Londres en lugar de venderla. Dejaría de confundir promiscuidad con libertad. Lo intentaría una y otra vez con Eloise hasta que ella volviese a creer en él, terminaría todas sus partidas de ajedrez con Ben, y encontraría un trabajo que le permitiese volver a casa a una hora razonable, y disponer de fines de semana auténticos para estrechar la relación, y tenía solo cuarenta y tres años, por amor de Dios, y Eloise no había cumplido siquiera los cuarenta.

Fue, pues, con una sensación tanto de inicio como de final que Luke se colocó a la par de Dima, y los tres se colocaron detrás de Ollie, para descender a pie hasta la granja y el jeep.

En cuanto al viaje, Perry, el fervoroso montañero, en un primer momento solo tomó conciencia difusamente: la furtiva ascensión por el bosque a la luz de la luna hacia el Kleine Scheidegg con Ollie al volante y Luke junto a él en el asiento delantero, y el contacto en el hombro del enorme cuerpo de Dima, que lo embestía lánguidamente cada vez que Ollie, sin más alumbrado que las luces de posición, tomaba una de las cerradas curvas, ya que al parecer Dima prefería sentir los golpes a sujetarse, a menos que no le quedara más remedio. Y sí, claro, la sombra negra y espectral de la cara norte del Eiger acercándose cada vez más fue una visión icónica para Perry: al pasar ante el pequeño apeadero de Alpiglen, contempló con veneración la Araña Blanca, trazando ya una ruta para atravesarla, y prometiéndose que, como último acto de independencia antes de casarse con Gail, lo intentaría.

A punto de superar la cima del Scheidegg, Ollie apagó por completo las luces del jeep, y pasaron a escondidas como ladrones ante las moles gemelas del gran hotel. Ante ellos apareció el resplandor del Grindelwald. Iniciaron el descenso, entraron en el bosque y vieron el parpadeo de las luces de Brandegg entre los árboles.

—En adelante es todo camino de tierra —dijo Luke por encima del hombro, por si Dima notaba los efectos del traqueteo.

Pero Dima no lo oyó o se quedó indiferente. Había echado la cabeza atrás y se había metido una mano bajo la pechera, manteniendo el otro brazo extendido sobre el respaldo por detrás de los hombros de Perry.

En medio de la carretera, dos hombres hacen señales con una linterna.

El hombre sin linterna mantiene en alto la mano enguantada en actitud imperiosa. Viste indumentaria de aspecto urbano: un abrigo largo, bufanda, sin sombrero pese a ser medio calvo. El hombre de la linterna lleva uniforme de policía y capote. Ollie ya ha empezado a hablarles alegremente, a voz en grito, mientras se acerca.

—Eh, chicos, ¿qué pasa? —pregunta con un cantarín argot francés suizo que Perry nunca le había oído—. ¿Se ha caído alguien del Eiger? Nosotros ni siquiera hemos visto un conejo.

Según las instrucciones de Luke, Dima es un turco rico. Estaba alojado en el hotel Park, y su mujer, en Estambul, ha contraído una grave enfermedad. Ha dejado el coche en Grindelwald, y nosotros somos un par de huéspedes ingleses haciendo de buenos samaritanos. No resistiría muchas verificaciones, pero podía servir si se usaba una sola vez.

—¿Por qué no ha cogido el turco rico el tren desde Wengen hasta Lauterbrunnen y se ha trasladado luego a Grindelwald en taxi? —había preguntado Perry.

—Era imposible hacerlo entrar en razón —había contestado Luke—. Calcula que así, cruzando la montaña en jeep, ahorra una hora. A las doce de la noche sale un vuelo a Ankara desde Kloten.

—¿Eso del vuelo es verdad?

Pero de momento ninguno de los dos hombres ha pedido una explicación. El policía ilumina con su linterna el adhesivo triangular morado en el parabrisas del jeep. Lleva estampada la letra G. El hombre con indumentaria urbana se encuentra detrás de él, eclipsado por el resplandor de la linterna. Sin embargo, Perry alberga la perspicaz sospecha de que el individuo observa muy detenidamente al conductor del vehículo y sus tres pasajeros.

—¿De quién es este jeep? —pregunta el policía, reanudando su inspección del triángulo morado.

—De Arni Steuri. Fontanero. Amigo mío. No me diga que no conoce a Arni Steuri, de Grindelwald. En la calle mayor, al lado del electricista.

—¿Han bajado desde Scheidegg esta noche? —pregunta el policía.

—Desde Wengen.

—¿Han viajado por carretera desde Wengen hasta Scheidegg?

—¿Cómo, si no? ¿Volando?

—Si ha viajado por carretera desde Wengen hasta Scheidegg, debería llevar un segundo adhesivo, expedido en Lauterbrunnen. El adhesivo de su parabrisas es para el recorrido Scheidegg-Grindewald exclusivamente.

—¿Y en qué bando está usted? —pregunta Ollie, firme en su buen humor.

—Yo soy de Mürren, en realidad —responde el policía estoicamente.

Sigue un silencio. Ollie empieza a tatarear una melodía, que es otra cosa que Perry no le ha oído hacer antes. Tararea y, con la ayuda del haz de la linterna del policía, rebusca entre los papeles embutidos en el bolsillo de la puerta del conductor. Perry nota el sudor que le corre por la espalda, pese a que permanece casi inmóvil junto a Dima. Ninguna cima difícil ni escalada respetable le ha hecho sudar estando sentado. Ollie continúa tarareando mientras busca, pero su tarareo no presenta ya el inicial tonillo atrevido. Me alojo en el hotel Park, se dice Perry. Luke también. Somos los buenos samaritanos de un turco trastornado que no habla inglés y cuya esposa se está muriendo. Podía servir si se usaba una sola vez.

El hombre de paisano ha dado un paso al frente y se inclina sobre el costado del jeep. El tarareo de Ollie es cada vez menos convincente. Al final, con un papel arrugado en la mano, se recuesta como si se diese por vencido.

—En fin, igual esto les vale —comenta, y tiende al policía un segundo adhesivo, este con un triángulo amarillo en lugar de morado, y sin la letra G superpuesta.

—La próxima vez asegúrese de que lleva los dos adhesivos en el parabrisas —aconseja el policía.

Se apaga la linterna. Están otra vez en marcha.

Para la mirada inexperta de Perry, el BMW aparcado parecía reposar plácidamente donde Luke lo había dejado —sin cepos en las ruedas, ninguna notificación descortés bajo el limpiaparabrisas, solo una berlina aparcada—, y lo que Luke buscaba con ayuda de Ollie, fuera lo que fuese, circundando ambos el coche con cautela mientras Perry y Dima permanecían, como se les había indicado, en el asiento trasero del jeep, no lo encontró, porque ahora Ollie abría ya la puerta del conductor y Luke, con gestos, los instaba a apresurarse, y dentro del BMW repetían la formación: Ollie al volante, Luke en el asiento contiguo, Perry y Dima detrás. Durante la parada y la inspección, Dima no se había movido ni hecho seña alguna. Está en actitud de prisionero, pensó Perry. Lo estamos trasladando de una cárcel a otra, y los detalles no son responsabilidad suya.

Lanzó una mirada a los retrovisores laterales en busca de faros sospechosos a sus espaldas, pero no vio ninguno. A veces daba la impresión de que un coche los seguía, pero en cuanto Ollie reducía la velocidad, los adelantaba. Miró a Dima a su lado. Dormitaba. Todavía llevaba el gorro de lana negro para ocultar su calvicie. Luke había insistido en ello. Con o sin traje mil rayas. A veces, cuando Dima se ladeaba contra él, la lana untuosa hacía cosquillas a Perry en la nariz.

Habían llegado a la Autobahn. Bajo las luces de sodio, el rostro de Dima se convirtió en una máscara mortuoria parpadeante. Perry consultó la hora, sin saber por qué, pero necesitando el consuelo del tiempo. Un letrero azul indicaba la salida del aeropuerto de Belp. Tres líneas, dos líneas, giro a la derecha para tomar la salida.

El aeropuerto estaba más oscuro de lo que era normal en un aeropuerto. Eso fue lo primero que sorprendió a Perry. Sí, pasaba de las doce de la noche, pero preveía mucha más iluminación, incluso en un aeropuerto estacional como el de Belp, que nunca había visto del todo confirmado su pleno rango internacional.

Y no hubo formalidades: a menos que se contara como formalidad la breve conversación en privado entre Luke y un hombre de rostro gris y cansado, con mono azul, que parecía la única presencia oficial allí. Ahora Luke enseñaba a aquel hombre cierto documento, demasiado pequeño para ser un pasaporte, eso desde luego. Era pues un carnet, un permiso de conducir, ¿o quizá un pequeño sobre bien repleto?

Fuera lo que fuese, el hombre de rostro gris con mono azul necesitó mirarlo bajo una luz mejor, porque se volvió y se encorvó bajo el haz de una lámpara situada detrás de él, y cuando se volvió de nuevo hacia Luke, lo que fuera que tenía en la mano no estaba ya en su mano, así que o bien se lo había quedado, o se lo había devuelto a Luke y Perry no se había dado cuenta.

Y después del hombre gris —que había desaparecido sin pronunciar una sola palabra en ningún idioma— se encontraron con una barrera de mamparas grises, pero no había nadie para verlos pasar. Y después de la barrera, una cinta de equipaje inmóvil, y un par de pesadas puertas de vaivén eléctricas que se abrieron antes de llegar ellos: ¿ya estaban en la zona de embarque? ¡Imposible! A continuación, un vestíbulo de salidas vacío con cuatro puertas de cristal que daban directamente a la pista: tampoco había nadie que los registrase a ellos o al equipaje, que los obligase a quitarse los zapatos o las chaquetas, que los mirase con expresión ceñuda a través de una ventana de cristal blindado, les exigiese el pasaporte con un chasquido de dedos o les formulase preguntas intencionadamente inquietantes sobre la duración de la estancia en el país y el motivo de la visita.

BOOK: Un traidor como los nuestros
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