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Authors: Mary Nickson

Tags: #Romántico

Un verano en Escocia (28 page)

BOOK: Un verano en Escocia
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Pero Isobel no quiso ni oír hablar de ello.

—De ninguna manera. Giles y Amy se sentirían tremendamente desilusionados si no estuvieras allí. Además, eres mi espía. Mañana me llamas para contármelo todo. De verdad, estoy bien.

—¿Quieres que le diga a Giles que suba?

—No, gracias. Dile solamente que Edward está bien, pero que trataré de irme a dormir temprano. Estoy hecha polvo. Buenas noches, Fee, muchísimas gracias por venir a verme.

Aunque bastante a regañadientes, Fiona se marchó.

Pese a sus valientes palabras, Isobel se sintió desconsolada en cuanto Fiona se hubo marchado. Cuando la atacaba la tristeza, algo que, por fortuna, no solía sucederle con frecuencia, su consuelo habitual era sumergirse simultáneamente en un libro apasionante y un baño muy caliente, con mucha agua. Isobel nunca había estado de acuerdo con el vigoroso consejo que el reverendo Sidney Smith le dio a lady Georgiana Morpeth para cuando se sintiera con el «ánimo bajo»; meterse en la ducha con una pequeña cantidad de agua a una temperatura lo bastante baja como para tener una ligera sensación de frío. No obstante, quería estar pendiente de Edward, así que se decidió por una ducha rápida, sin libro y recorrió el pasillo hasta el baño de Giles y suyo. Normalmente, odiaba dormir separada de su marido cuando uno de los niños estaba enfermo. Esta noche, se dijo, lo que sentía era alivio. Con todo, pese al hecho de que le había dicho a Giles que se fuera, se sorprendió de que no volviera a subir. Flavia había venido y Fiona, pero Giles no… no, Giles no.

Cuando volvió a la habitación de Edward, lista para acostarse, después de haber cogido lo que necesitaba para la noche, se detuvo en el rellano. Por las escaleras, le llegaba el ruido de voces y risas desde el vestíbulo, mientras el grupo se preparaba para dirigirse al teatro. Oía la voz de Lorna organizando a todo el mundo. Esperó oír los conocidos pasos de Giles y pensó que subiría corriendo para ver si estaba bien, saltando los peldaños de dos en dos como solía hacer, pero no fue. Luego la puerta de la calle se cerró y la casa quedó en silencio.

Isobel entró en la habitación de Edward y cerró la puerta. Hacía una noche realmente cálida, algo muy raro en Escocia. Antes había abierto la parte inferior de la gran ventana de guillotina. Apoyó los codos en el alféizar y se asomó hacia fuera, oliendo el exuberante perfume de las azaleas y los narcisos de ojo de faisán, que crecían en lechos en el jardín hundido que rodeaba la casa, unos perfumes que evocaban la primavera y la felicidad, la dulzura y el amor. Pensó en su suegra, a la que no había conocido y de la que siempre había pensado que debía de estar muy mimada y ser egoísta hasta un grado inexcusable. Siempre había sentido cierto resentimiento hacia ella, despreciándola por infligir tales heridas en su hijo cuando era pequeño que todavía estaban presentes las cicatrices, rugosas y enconadas, aunque casi siempre ocultas, en el hombre adulto. Pocas veces había pensado en la infelicidad atormentada de la propia Atalanta. Se preguntó si había mirado por las ventanas de Glendrochatt, como Isobel hacía ahora, si había visto toda la belleza y el encanto de lo que la rodeaba, si se había sabido amada y afortunada… y había sido incapaz de extraer consuelo de todo ello.

El silencio de la casa vibraba en torno a Isobel. Se estremeció. Desde la habitación de Edward se vislumbraba apenas el tejado del Old Steading. Por las ventanas Velux del tejado del auditorio vio cómo se encendían las luces y sus sentimientos contenidos latían con tanta fuerza que creyó que iba a estallar. Se dejó caer en la cama auxiliar y las lágrimas, que había logrado contener durante toda la noche, empezaron a aflorar.

20

Daniel se había pasado cuatro días huyendo; de Glendrochatt, de Isobel y de él mismo. Se había sentido absolutamente desconcertado al ver lo decepcionada que parecía Isobel cuando anunció, tan de repente, que se marchaba.

—Pero no verás a los Forbes —dijo—, y yo tenía muchas ganas de que los conocieras. Además, podías haber sido uno de los primeros músicos en tocar en el teatro… y eso habría sido perfecto.

Su desilusión le había sorprendido, encantado y alarmado, en igual medida. También había reforzado su decisión de poner espacio entre él y ella lo más rápidamente posible, mientras examinaba algunas emociones que campaban a sus anchas y trataba de volver a meterlas en su jaula.

De hecho, no había ido al sur, a Londres, ni para cumplir con otros encargos ni para ocuparse de sus asuntos profesionales y, aunque no había dicho que fuera así, sabía que eso era lo que Giles e Isobel daban por sentado. Hacía mucho tiempo que Daniel se había blindado contra el impulso de explicar sus actos a los demás, prefería no verse expuesto a sus opiniones; sin embargo, pese a su supuesta autosuficiencia, la razón de que Daniel se fuera de Glendrochatt era ir a ver a un antiguo mentor suyo, que había desempeñado un papel importante en su turbulenta infancia y cuya influencia todavía titilaba en su conciencia como si fuera una lejana estrella que lo guiaba.

El doctor Carl Goldsmisth, eminente psiquiatra y filósofo casero, era amigo de su abuela. «¿Qué pensaría Carl?», era una pregunta que Daniel todavía se hacía, de vez en cuando, si necesitaba alguna especie de baremo, aunque no actuaba necesariamente, en modo alguno, de acuerdo a las respuestas que se daba. Se dijo que ahora no eran respuestas lo que buscaba y, en cualquier caso, no sería propio de Carl —el menos didáctico de los hombres— ofrecer algo tan masticado como una solución instantánea al problema de otra persona.

¿Habían pasado tres o cuatro años desde que la última vez que se habían visto? Daniel era muy consciente de que llevaba demasiado tiempo con la intención de visitar al anciano, sin haberlo hecho. Desde que se enteró de que Carl se había retirado oficialmente de su consulta y se había instalado en una de las islas Hébridas para concentrarse en escribir libros académicos y supo que era prácticamente un recluso. «Desde que Carl había abandonado Londres y no era fácil llegar hasta él», pensó Daniel, incómodo. Habría estado bien imaginar que iba a verlo por razones puramente altruistas, pero era demasiado honrado para permitirse el lujo de fingir que era así. Daniel, que se enorgullecía de haber alcanzado un equilibrio aceptable en su vida —que, por supuesto, no era perfecto, pero sí le permitía vivir sin altibajos emocionales—, ahora se tambaleaba. Quizá Carl lo ayudara a recuperar ese equilibrio; el hecho de que estuviera encantado de verlo era sólo un premio añadido.

Por vez primera desde hacía años, se miraba a través de los ojos de alguien y encontraba que la experiencia era desconcertante en extremo. Justo antes de que Lorna hiciera su inoportuna entrada en el teatro, interrumpiendo la conversación, Isobel le había ofrecido un vislumbre de sí mismo. Era como si hubieran contemplado juntos su reflejo en un estanque y a él no le hubiera gustado lo que veía.

«Qué actitud tan horrible», le había dicho Isobel, cuando él le expuso su filosofía de autoprotección; le resultaba tan difícil arrancarse esas palabras de la cabeza como la arena de la playa de una toalla.

Metió su vieja mochila en el recién reparado Volvo, junto con pinturas, cuadernos de dibujo, su acordeón y —en una decisión de último momento— el retrato medio acabado de Isobel, y se encaminó hacia Oban. Daniel decidió que si Carl no estaba en casa en la isla de Iona, por lo menos habría hecho el esfuerzo, y quién sabe qué beneficios pueden derivarse de cualquier viaje. Con frecuencia, lo que importa es la propia peregrinación.

Salió de Glendrochatt por la mañana muy temprano, antes de que se levantara nadie, esperando notar una sensación liberadora cuando diera temporalmente la espalda a los peligros de los que se sentía rodeado. Apenas había tráfico y el paisaje a lo largo del lago Tay era maravilloso; sin embargo, por alguna razón, Daniel no sentía la feliz sensación de libertad que, generalmente, le producía conducir solo por lugares desconocidos y naturales.

Se detuvo a poner gasolina en Crianlarich, comprobó la ruta en el mapa y continuó por la A85 a lo largo de la parte alta del lago Awe hasta la costa Oeste. Al bajar de la colina para entrar en la propia Oban, sintió que se le alegraba el ánimo. Puede que se debiera a la cercanía del mar; el olor a algas y un poco a pescado de aquel lugar, las voces de las gaviotas chillando y las barcas en el puerto le proporcionaron una sensación de libertad. Estaba seguro que no eran las tiendas llenas de sombreros de cuadros escoceses, las reproducciones de cruces célticas y los chales de
mohair
de colores pastel.

Siguió las señales hasta el ferry, que lo llevaron hasta el otro extremo de la ciudad, más allá de la estación de ferrocarril.

Se preguntó si tendría que haber hecho una reserva para el transbordador de la Caledonian MacBrayne a Mull, pero era muy a principios de temporada y no creía que tuviera problema alguno. Compró un billete de ida y vuelta para las diez y media, con destino a Craignure, dejó el Volvo en la cola de coches que esperaban ser conducidos a bordo y fue a buscar una taza de café.

Hay algo romántico en viajar hacia el oeste. Cuando era pequeño, su padre solía recitar un poema de Patrick Chalmers sobre Mull que había conquistado su imaginación infantil, y una de sus estrofas apareció ahora en su cabeza:

Hay una isla en Occidente que conozco,

donde la tierra perdida se funde

con los mares grises, abiertos.

Al sur de las Hébridas

y a través de viejas cuevas marinas, pasan

viejos cantos fúnebres del Atlántico.

Algunas palabras están imbuidas de una poderosa magia propia y Hébridas es una de ellas. Sus padres habían pasado su luna de miel en la isla; de hecho, debieron de concebirlo allí. Daniel pensó que era difícil imaginar un lugar peor para que su padre llevara a su madre, urbana y amante de las fiestas. Dedicó su viaje a través del estuario de Lorn a su padre. Isobel había conseguido despertar muchos recuerdos que normalmente prefería mantener cuidadosamente enterrados. Era como si un espacio de resonancia se hubiera abierto en su interior.

Daniel habría dado mucho por que Isobel estuviera a su lado en aquel instante, actuando como guía e intérprete, no solo en esas islas que, como sabía, ella había visitado con frecuencia, sino en un territorio de una clase muy diferente, un territorio que nunca se había atrevido a explorar.

Después de cargar el coche en el transbordador, subió a cubierta. Se quedó mirando el espectacular telón de las colinas, hizo un rápido apunte de su silueta contra el cielo y deseó que hubiera algún modo de reproducir el sabor de la sal en sus labios y la sensación de la brisa en la cara. A bordo, alguien tocaba el «Eriskay Love Lilt» con una armónica. La media hora que duró el pequeño trayecto pasó con demasiada rapidez, y el de Daniel fue uno de los primeros coches en salir; todo parecía muy fácil. Una vez desembarcado, giró a la izquierda y siguió las señales hacia Fionnphort, terminal para la sagrada isla de Iona. Avanzaba lentamente y se apartó un par de veces, metiéndose en la cuneta para dejar pasar a un coche que venía en dirección contraria, pero casi no había tráfico. Se detuvo para coger un trozo de mirto y sujetarlo en el retrovisor, recordando que su padre decía que, además de oler muy bien, traía suerte.

A Daniel no se le había ocurrido que no se permitían vehículos en la isla, salvo los de los residentes. Eso significaba que tenía que dejar el retrato de Isobel dentro del coche, cuando había esperado poder trabajar en él en la intimidad de la casa de Carl. Además, no había querido separarse de él y dejarlo en Glendrochatt, porque desconfiaba de la mirada indiscreta de Lorna. Ocultó la tela debajo de una alfombra vieja y se tranquilizó diciéndose que su viejo y maltrecho Volvo no sería la elección favorita para alguien que quisiera robar un coche. Por otro lado, tampoco parecía un lugar lógico para los que cogen un coche para dar una vuelta y divertirse. Sacó la mochila, con el viejo saco de dormir sujeto en la parte de arriba, cerró el coche con llave y fue a sentarse encima de un muro, junto a la rampa de cemento, para esperar que volviera el pequeño transbordador, cruzando la estrecha franja de agua que separaba Iona de Mull.

Lo primero que vio de Iona lo decepcionó. Esperaba que fuera algo más espectacular que aquel saliente plano de roca y hierba, con la hilera de pequeñas casas de piedra y un embarcadero, que era lo único en que parecía consistir, aunque podía ver la torre cuadrada de la abadía, arriba a la derecha. Se dijo que, de todos modos, el paisaje de Mull ya había sido lo bastante espectacular para cualquiera. Llegaron dos autobuses cargados de turistas, que iban a hacer una excursión de un día a la isla y Daniel, que se había imaginado una soledad espléndida, se sintió un poco molesto.

En cuanto llegó el transbordador y todo el mundo subió a bordo, recorrieron el pequeño trayecto en un par de minutos. El barbudo encargado sabía exactamente dónde estaba la casa de Carl; estaba claro que lo sabía todo de todo el mundo.

—¿Se refiere al doctor extranjero que compró la casa del viejo Mhairi? Siga colina arriba, pase la escuela y está en el camino al Machair. Pregúntele a cualquiera, no tiene pérdida —dijo. Fue bastante sorprendente, pero demostró estar en lo cierto. No podía decirse que fuera fácil equivocarse, no había mucho donde elegir.

Era una casita blanca sin grandes méritos arquitectónicos, rodeada de una valla destartalada y un huerto. Las alondras repetían su canto llano y sincopado en lo alto del tejado, y en un espacio de hierba sin cuidar, desde el cual las verónicas reflejaban un luminoso cielo azul, había un par de pequeñas colmenas. Un letrero clavado en la puerta decía prudentemente:
MIEL… A VECES. POR FAVOR, PREGUNTE, SI QUIERE UN POCO
. Daniel pensó que aquella tenía que ser la casa. Era un aviso muy al estilo de Carl; cautamente optimista, pero sin ofrecer garantías; educado y cordial, pero no insistente. Llamó a la puerta.

Esperó un par de minutos, y ya estaba a punto de dar la vuelta hacia la parte de atrás para ver si había otra entrada, cuando la puerta se abrió y apareció Carl. Había envejecido desde la última vez que Daniel lo había visto. Todavía tenía los blancos cabellos un poco en punta, como siempre, en su cara había muchas más arrugas y estaba mucho más delgado, pero su expresión era tan serena como Daniel la recordaba y llevaba sus ochenta y cinco años como si no le pesaran.

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