Un verano en Escocia (12 page)

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Authors: Mary Nickson

Tags: #Romántico

BOOK: Un verano en Escocia
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—Gracias a todos por su apoyo y entusiasmo —dijo, evitando cuidadosamente mirar al señor McMichael que estaba echando una cómoda cabezadita—. Ahora, si quieren dirigirse al Steading, encontrarán el almuerzo. Aprovechen la oportunidad, echen una buena mirada a todas las mejoras y acudan a mí, a Isobel o a Lorna si tienen cualquier sugerencia.

Joss había preparado un maravilloso bufé de salmón frío con salsa de yogur y eneldo, pollo
chaudfroid
, varios quiches vegetarianos deliciosos y ensalada. Se había superado con unos pudines irresistiblemente perversos, que garantizaban que retrasarían en algunos kilos las ambiciones de diversas personas que trataban de adelgazar. Lorna, que había tomado una instantánea antipatía tanto a Joss como a Mick, tuvo que reconocer, para sus adentros, que eran excepcionalmente buenos en todos y cada uno de los muy diversos trabajos a que se dedicaban, lo cual no disminuyó en modo alguno su resolución de tratar de desacreditarlos. Su devoción por Giles e Isobel era evidente, pero trataban a Lorna con una especie de deferencia burlona que la hacía sentir incómoda. Y no solo eso sino que, además, bajo la superficie, detectaba una clara hostilidad hacia ella. Era como si, de alguna manera, pudieran ver los ocultos deseos que Lorna no admitía ni siquiera ante ella misma.

Fiona y su suegra fueron las primeras en marcharse porque a Fiona le tocaba recoger a todos los niños de la escuela y había prometido quedarse a Amy a merendar, de modo que Isobel pudiera recogerla más tarde.

—Muchas gracias por este delicioso almuerzo —dijo lady Fortescue al despedirse de Isobel—. Tienes una hermana absolutamente encantadora. Me ha contado que ha venido especialmente de Sudáfrica para ocuparse de algunas cosas y aligerar así vuestra carga. Me parece conmovedor. Me ha explicado algunas de sus ideas y estoy segura de que será una gran baza para el Centro de las Artes. Espero que puedas prescindir de ella para que venga a cenar conmigo un día.

—Estoy segura de que le encantará. Gracias. —Isobel estaba medio divertida, medio indignada por la versión que Lorna, obviamente, había decido difundir, pero decidida a no dejarse arrastrar a aquella soterrada guerra de guerrillas. A espaldas de Violet, Fiona puso los ojos en blanco.

—Adiós, Izz. Un almuerzo súper, como siempre. No te preocupes por Amy. Hasta luego, cuando vengas a buscarla —añadió, con intención, evidentemente muriéndose de ganas de comentar la situación creada por Lorna—. ¿Cuándo llega el pintor Daniel Comosellame? Me muero por conocerlo.

—Hoffman —aclaró Isobel—. Daniel Hoffman. Bueno, en teoría, suponemos que se presentará esta tarde, en algún momento, pero no me parece que sea muy meticuloso con sus compromisos. No hemos sabido nada de él desde que Giles lo organizó todo. Estoy empezando a dudar de que exista realmente.

—¿Quieres decir que nunca lo has visto? Pensaba que me habías dicho que estabas loca por él.

—Loca por su trabajo, sí. Pero fue Giles quien se reunió con él, después de ver algunas cosas suyas en Wales. Yo miré su portafolio y luego fuimos, con Giles, a una producción de
Cenerentola
en el festival de Wexford, para la que había hecho los decorados. Me encantaron. Son fabulosos. Tengo muchas ganas de conocerlo, aunque suena un poco excéntrico. Confío en que aparezca, de lo contrario, estaremos metidos en un buen lío.

Daniel Hoffman seguía sin dar señales de vida después de que los últimos Amigos se hubieron marchado y cuando el minibús de Greenyfordham trajo a Edward a casa desde la escuela aún no había aparecido. Isobel esperó todo lo que pudo, con la esperanza de que quizá apareciera antes de que ella fuera a recoger a Amy; aunque no le habría preocupado no estar allí mientras Giles estuviera presente para darle la bienvenida, o incluso Joss y Mick, no quería en absoluto que Lorna lo recibiera e hiciera los honores en su ausencia.

Se dijo a sí misma que se estaba volviendo mezquina y obsesiva y que debía abandonar aquella actitud, pero, al mismo tiempo, le insinuó a Lorna que quizá le apeteciera ir a recoger a Amy.

—Me encantaría, por supuesto, en cualquier otra ocasión —dijo Lorna—. Pero acabo de prometer a Giles que mecanografiaría las actas. Podría ir más tarde, si puede esperar un poco. —Lo cual, por supuesto, sabía perfectamente que no podía ser.

Isobel estuvo tentada de ponerla en evidencia y llamar a Fiona para pedirle que se quedara a Amy media hora más, pero sabía que la niña estaría cansada y que Fiona tenía que acostar a sus propios hijos.

—Oh, no te preocupes. Ya voy yo. —Bajó corriendo la escalera y abrió la puerta del coche—. Espero que contando el tiempo que Fiona me entretendrá, tardaré alrededor de una hora. Sube, Flapper. Arriba.

Isobel se marchó sin saber que su hermana había olvidado decirle que acababa de hablar por teléfono con Daniel Hoffman, que le había dicho que se había perdido y que acababa de llegar a Blairalder por segunda vez. Lorna le había dado unas instrucciones claras y precisas, y le había dicho que esperaban que llegara en menos de diez minutos. Luego, una vez estuvo segura de que Isobel desaparecía por el camino, fue a decirle a Giles que su pintor acababa de llamar y estaba a punto de llegar.

9

Daniel Hoffman había pasado cerca de Glendrochatt varias veces, antes de recurrir al móvil. No tenía prisa y, como siempre, le agobiaba un poco llegar a casa de unos desconocidos y convivir con ellos, con todo ese cortés intercambio de banalidades, la conversación vacía y el esfuerzo de empezar nuevas relaciones.

Claro que había visto la casa en lo alto de la colina —con su revoque blanco y su torre de aspecto romántico dominando el horizonte, era difícil pasarla por alto— pero buscaba un edificio largo y bajo, como una granja, de arenisca gris rosácea, que encajara en la fotografía del teatro Old Steading que aparecía en el folleto que Giles le había dado. Este le había descrito el teatro y todo el trabajo que habían hecho en él tan vívidamente que no se le había ocurrido que aquel edificio espectacular, de aspecto ancestral —casi un castillo, decidió Daniel tristemente— fuera su destino. Mejor acabar de una vez, se dijo severamente, y apartándose a un lado de la carretera, muy cerca ya de Blairalder, marcó el número de los Grant.

Pensó que la mujer al teléfono tenía una voz fría como el hielo; podía apostar a que resultaría ser del tipo estirado y clasista que más detestaba. Supuso que era la esposa de Giles. Preguntó por el señor o la señora Grant y la voz femenina dijo:

—Sí… Lorna al habla.

Sintió la tentación de aconsejarle que escupiera el puñado de canicas que tenía en la boca antes de decirle cómo llegar, pero supo controlarse. Por la manera en que no dejaba de preguntar «¿Lo ha entendido bien?», no le quedaba ninguna duda de que lo consideraba muy incompetente por haberse perdido. Lamentaba haber aceptado la invitación para alojarse con los Grant y deseaba haber insistido en que lo pusieran en algún hostal cercano, donde sería completamente independiente. Al principio se lo había propuesto a Giles, pero este no quiso ni oír hablar del asunto y, en aquel momento, Daniel no tenía ganas de discutir. Estaba dispuesto a dormir casi en cualquier sitio, siempre que estuviera razonablemente limpio. Lo único que le importaba era tener libertad.

Salió del coche para estirar las piernas y fumar un cigarrillo. Se pasaba tanto tiempo subido a una escalera pintando decorados de teatro o murales en casas particulares que, con frecuencia, tenía calambres en las pantorrillas. La mujer mandona le había dado a entender que llegaba con retraso y que más valía que se diera prisa, pero Daniel, que no era en modo alguno impreciso, como con frecuencia le gustaba dar a entender, sabía perfectamente que solo había acordado un día, no una hora, de llegada.

Antes de conocer personalmente a Giles Grant, Daniel se había envuelto concienzudamente en todos sus prejuicios contra los patrones ricos —por muy esenciales que fueran para su sustento— como si fueran una protectora cota de mallas. A primera vista, Giles era la personificación de todo lo que más recelo despertaba en Daniel —un aspecto desenvuelto, unas vocales pretenciosas y la clase de zapatos caros, de aspecto elegantemente corriente, que eran la marca de fábrica de su especie—, aunque en realidad se habían entendido muy bien. Daniel quedó impresionado por lo que Giles sabía de la técnica del diseño de decorados, por su evidente pasión por el teatro y sus patentes conocimientos musicales. Quizá hubiera nacido con una cuchara de plata en la boca, pero estaba claro que sabía de qué hablaba y que no era un simple diletante. Daniel reconoció irónicamente para sus adentros que siempre había que tener en cuenta el factor adulación, pero el entusiasmo de Giles por su trabajo era genuino.

Estaba impaciente por empezar el nuevo encargo; especialmente ahora que el telón de fondo original se había convertido en dos. Había enviado bosquejos a Giles, pero sabía que era inevitable que cambiaran cuando interiorizara el ambiente y las sensaciones del lugar. Su infancia en el centro de la ciudad y sus años de estudiante trotamundos habían hecho que le encantaran los contrastes y que sintiera pasión por vivir nuevas experiencias, y el paisaje de aquella zona era asombroso. Nunca había estado antes en Escocia y había disfrutado de la última parte del viaje hacia el norte, con su mirada extraviándose peligrosamente desde la carretera al campo. Era imposible no mirar las sombras que se movían a través de las colinas. Viajar en coche con Daniel al volante era una experiencia apasionante para cualquiera lo bastante imprudente como para correr el riesgo.

En el último tramo, la carretera se extendía a lo largo de un río, y los árboles que todavía no habían sacado todas las hojas tenían un aspecto parecido a como si hubieran soplado humo escénico a través de ellos; un escenario maravilloso para una gran ópera o quizá un ballet con dríades y ninfas entrando y saliendo veloces y un dios Pan de piernas peludas holgazaneando tumbado encima de una roca, al pie de un serbal. Los alerces, balanceándose al viento, le hicieron pensar en una troupe de coristas; casi esperaba ver cómo se recogían las faldas de color verde claro y se marchaban danzando por el bosque de Birnam, bailando un charlestón a lo largo de todo el camino, hasta Dunsinane. Fue despertado de su romántica ensoñación y devuelto a la tierra por la escandalosa bocina y las violentas luces de un coche que se acercaba en dirección contraria, justo cuando estaba a punto de adelantar a un camión, detrás del cual llevaba atascado demasiado tiempo. Daniel se volvió a meter detrás del camión, intercambiando alegremente gestos obscenos con el conductor del otro coche cuando pasaron rozándose, evitando chocar por un pelo. Después de eso, condujo de una manera más circunspecta, aunque notaba cómo bullían en su cabeza nuevas ideas para el telón de fondo de Glendrochatt. Era su sensación favorita; ese momento de concepción, justo antes de empezar un nuevo proyecto, valía por todas las demás ocasiones de desesperación y ansiedad cuando temía que nunca volvería a estar inspirado.

Se subió al coche, lo puso en marcha, dio la vuelta y cambió de sentido para volver hacia Glendrochatt. Había recorrido unos cinco kilómetros cuando, de repente, el coche empezó a irse de lado; cambió de marcha y pisó con fuerza el acelerador, pero no tenía ninguna potencia y lo único que pudo hacer fue apartarlo a un lado de la carretera.

—Mierda —dijo.

Salió, levantó el capó y miró el motor. No tenía ni idea de mecánica, pero sí sabía que ese gesto era ineludible. Lo que vio no le proporcionó ninguna pista. Le dio una patada al coche, volvió a entrar y le dio a la llave de contacto. Arrancó sin problemas, pero cuando trató de ponerse en marcha, no pasó nada. No había ninguna casa a la vista. Se sentía poco dispuesto a llamar a Glendrochatt de nuevo y confesar aquella nueva señal de incompetencia, pero suponía que tendría que hacerlo, lo cual no era precisamente un gran principio para su visita. Cogió el móvil y estaba a punto de marcar el número, esperando con toda su alma que esta vez pudiera hablar con Giles y no con su esposa, tan altiva, cuando vio a lo lejos un coche que se acercaba. Se puso en medio de la carretera e hizo señales, esperanzado.

Isobel, que iba cantando sola mientras se dirigía a casa de los Fortescue para recoger a Amy, llevaba las ventanas bajadas y el techo solar abierto. El viento le alborotaba el pelo alrededor de la cara y empujaba hacia atrás las orejas de Flapper, que iba derecha en el asiento del pasajero, sacando el morro por la ventana.

Isobel vio al hombre de pie a un lado de la carretera, haciéndole señales. Redujo la marcha y se detuvo al llegar junto al viejo coche, de aspecto baqueteado. El hombre tenía también un aspecto desaliñado. Llevaba unos pantalones de algodón cortos y deshilachados, una andrajosa camiseta y botas de montaña; tenía el pelo muy corto, pero estaba claro que no se había afeitado desde hacía días. Llevaba numerosos aros de oro en las orejas y un tatuaje en el brazo derecho. Algo en él lo hacía parecer extranjero; ciertamente, no tenía aspecto de ser de por allí. Isobel pensó que quizá fuera un estudiante o un turista temprano… ¿Tal vez un gitano? Más avanzada la temporada, habría muchos, buscando algún trabajo temporal, pero era demasiado pronto para ser uno de los recolectores de fruta que llegaban hasta allí. Podría haber dudado en detenerse en un tramo de carretera tan solitario, pero pese a su aspecto variopinto, no le pareció peligroso en absoluto.

—¿Problemas? —preguntó por la ventana—. ¿Puedo ayudarlo?

Él cruzó la carretera.

—Me parece que mi vieja cafetera ha decidido dejarme colgado. ¿Sabe dónde está el garaje más cercano?

Hablaba con acento del sur de Londres. De cerca, Isobel vio que tenía unos ojos tan oscuros que casi parecían negros.

—Hay una gasolinera en Blairalder, pero me parece que no hacen reparaciones. En Drochatt está Bruce Johnstone, que es un mecánico estupendo. Quizá pueda venir si conseguimos encontrarlo. Puedo llamarlo, si quiere. ¿Adónde intentaba llegar?

—Estoy tratando de encontrar una casa llamada Glendrochatt, que pertenece a una familia llamada Grant. —Hizo una mueca irónica—. Pero no estoy teniendo mucho éxito. Ya he tenido que telefonear una vez para que me indicaran el camino y la señora de la casa se ha mostrado más que fría conmigo. —Sonrió—. No se preocupe, ha sido muy amable al parar. Será mejor que los vuelva a llamar.

—¿No serás Daniel Hoffman por casualidad? —preguntó Isobel.

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