Isobel echó una mirada rápida por el rabillo del ojo al perfil, tan perfecto, de su hermana y se preguntó qué otros cambios acechaban detrás de la fachada.
—Háblame de los gemelos —dijo Lorna—. Hace siglos que no los veo… desde que papá y mamá se fueron a vivir a Francia y yo fui, sin John, a pasar las vacaciones con ellos y todos vosotros vinisteis también. Sin duda estarán muy cambiados.
—Claro… —Isobel tenía malos recuerdos de aquellas vacaciones en concreto; de Edward, con dos años, todavía incapaz de sentarse sin ayuda, y mucho menos de andar o hablar. Edward, víctima fácil de infecciones súbitas y aterradoras, al que tenían que llevar una y otra vez a urgencias, de forma que las vacaciones fuera de casa estaban llenas de una ansiedad constante. Edward, que no reaccionaba mucho ante nadie, siempre absorto en sus propios dedos, haciendo ruidos extraños, con una lengua que parecía demasiado larga para su boca, con la piel siempre húmeda y una nariz muchas veces llena de mocos. También recordaba la perceptible aversión de Lorna.
En cierta ocasión, sorprendió a su madre reconviniendo a su hermana:
—La verdad, creo que podrías esforzarte un poco más con Edward, cariño… por Isobel.
Y la respuesta de Lorna:
—Lo siento, mamá. De verdad que lo intento, pero no soporto ni tocarlo.
—Lo sé, lo sé —había dicho su madre, con tristeza—; una siente ese irresistible deseo de darle un beso en la nuca a Amy y no siente lo mismo con Edward, pero creo que tendrías que disimular tus sentimientos un poco mejor. Quizá con el tiempo acabarás tomándole cariño.
Isobel se alejó sin que la vieran, para derramar las angustiadas lágrimas privadas que una mano de hierro, invisible, parecía exprimir de su cuerpo. No culpaba a Lorna; comprendía lo que sentía demasiado bien y estaba demasiado familiarizada con sus propios sentimientos, tan parecidos —ella, su propia madre que, al mismo tiempo, sentía un amor tan apasionado y protector hacia su misterioso hijito—, pero le había dolido, como tantas otras actitudes de Lorna. A veces, se preguntaba si era un castigo que le habían impuesto por haber llevado una vida tan alegre y despreocupada durante sus primeros veinte años. «Durante toda nuestra infancia, le robé a Lorna la atención de todos y luego ella pensó que también le había robado a su hombre. El hecho de que no lo hiciera intencionadamente no nos ayuda a ninguna de las dos.»
—Amy está haciendo unos progresos asombrosos con la música —añadió Isobel—. Giles se ha metido a fondo en todo eso del método Suzuki. Ha empezado a tocar el violín y toca con Amy. Es un vínculo fabuloso entre ellos. Todo empezó cuando fuimos a una conferencia con unos amigos, en Edimburgo, y pidieron que levantaran la mano los que lamentaban no haber aprendido a tocar un instrumento —o que lo habían dejado— cuando eran jóvenes. No tienes ni idea de la cantidad de manos que aparecieron… incluyendo la de Giles y la mía. Se ha convertido en algo muy importante en nuestra vida.
—¿Y cómo está… Edward? —preguntó Lorna.
Isobel notó el conocido tirón al cruel anzuelo que tenía clavado de forma permanente en el corazón y deseó que, cuando le preguntaban por Edward, nadie hiciera aquella delicada pausa especial. Sabía que era terriblemente injusta; aunque todavía era peor si evitaban cuidadosamente mencionarlo de la manera que fuera y no preguntaban nada.
—Edward es estupendo —dijo—. Está haciendo cosas asombrosas en la escuela. Ha sido una gran suerte que hubiera una escuela especial tan maravillosa en la zona. Nos hace reír mucho… A veces, es terriblemente divertido.
—¿Divertido? —Lorna parecía desconcertada.
—Sí, divertido —dijo Isobel, con fiereza—. Con Edward tienes que reír o llorar. Cuando puedo, prefiero reír.
Se produjo un silencio momentáneo, mientras las dos hermanas recordaban, incómodas, lo incomprensibles que cada una encontraba siempre las reacciones de la otra. Luego Lorna añadió, con una voz neutra:
—Tengo muchas ganas de que me lo contéis todo sobre vuestros nuevos planes. Siempre he pensado que había mucho potencial en Glendrochatt… es un lugar lleno de magia y con ese maravilloso pequeño teatro. Parecía un desperdicio usarlo solo durante una quincena en verano. ¿Añoras alguna vez los escenarios, Izz?
—No, en realidad no. Solo había hecho pequeños papeles y, a diferencia de la chiflada de Atalanta, nunca fue una obsesión para mí. Para ser sincera, es probable que no fuera lo bastante buena; además, odio tener que dejar solos a Giles y los niños. Supongo que no soy lo bastante ambiciosa, pero todavía me excita sentir la adrenalina de la representación, aunque yo no tome parte. Un concierto, un espectáculo al aire libre, una conferencia… lo que sea, no puedo resistirme al embrujo de los focos. He participado en unas cuantas producciones del festival y he hecho recitales de poemas, de vez en cuando, pero lo que de verdad me encanta es participar, y por eso creo que el Centro de las Artes será tan fantástico. Tu ayuda nos será enormemente útil para hacer despegar el proyecto, Lorna —añadió, con escrupulosa generosidad.
—¿De quién fue la idea? —Lorna confiaba en que no hubiera sido de Isobel.
—Pues… la verdad, no lo sé. La idea «creció», igual que un personaje de videojuego. Sabíamos que teníamos que hacer algo que justificara económicamente mantener la propiedad, conseguir que diera algún rendimiento, aunque no pudiéramos tener beneficios de verdad. De vez en cuando, le sugeríamos cosas a Hector, pero él no podía ni pensar en hacer cambios. Técnicamente, le había cedido toda la finca a Giles desde hacía años, pero siempre estuvimos de acuerdo en que todo seguiría igual que si Hector fuera todavía el propietario. Cuando murió tan de repente, todas las ideas aparecieron sobre el tapete. Giles está en su elemento —dijo Isobel, riéndose—. Tendrías que verlo, manejando a todas esas damas de Perthshire que forman el comité de la nueva fundación… se les cae la baba. Parece como si les organizara la vida por completo y algunas no saben hacer nada sin consultárselo. No me extrañaría que acabara eligiéndoles la ropa… lo cual, bien pensado, no sería tan mala idea; especialmente para un par de ellas; no habría tantas chaquetas de punto de mezclilla. Se pasan la vida llamándolo por teléfono.
—¿No te importa? —preguntó Lorna, curiosa.
—En absoluto. Me parece hilarante. Y tremendamente útil, además; están de acuerdo con todo lo que él quiere.
Después de rodear Perth y dirigirse hacia el norte por la A9, Isobel tomó el desvío a Blairalder. Miró a su hermana, preguntándose qué sensación le produciría volver después de tanto tiempo.
—Eh, mira —dijo Lorna—. Esa es la casa que pertenecía a los Carver. ¿De quién es ahora?
Lorna recordaba fiestas de adolescentes donde bailaban danzas escocesas. En particular, pensó en el primer baile al que invitaron a su hermana pequeña y también al grupo de Lorna, de más edad. Intentó por todos los medios convencer a sus padres de que Isobel se sentiría fuera de su ambiente. Su padre se echó a reír y dijo:
—No seas como el perro del hortelano, Lorna… ¿Izzy fuera de su ambiente? Disfrutará de cada minuto.
Sus palabras le dolieron y, además, se demostró que tenía razón, como Lorna había temido. Isobel tuvo un éxito instantáneo con todo el mundo. A mitad de la noche, Lorna, que no había conseguido pareja para
El duque de Perth
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y daba gracias a Dios de que Giles, a quien había conocido hacía poco, no estuviera entre los invitados para presenciar aquella humillación, tuvo que ver cómo su hermana menor, con los rizos al viento, daba vueltas en brazos de uno de los compañeros de Lorna. Todos lanzaron hurras y se rieron, indulgentes, cuando Isobel y su pareja, después de girar descontroladamente, acabaron cayéndose al suelo.
—La casa vuelve a estar en venta —dijo Isobel—. ¡Dios, lo que llegamos a divertirnos allí! Yo adoraba a los Carver, ¿tú no?
—Bueno, a veces. Estaba pensando en aquella horrible fiesta en la que te portaste tan mal que tuvieron que venir a buscarte para llevarte a casa. ¿Te acuerdas?
Isobel se echó a reír.
—Lo recuerdo perfectamente. ¡Me lo estaba pasando de fábula! Me quedé de una pieza cuando papá apareció de repente y se me llevó a casa muy temprano; no tenía ni idea de por qué diablos había venido.
—Bebiste demasiado —dijo Lorna, ella había telefoneado a su padre para que fuera a recoger a Isobel—. A punto estuve de morirme de vergüenza.
Isobel, que recordaba claramente que estaba alegre debido a la excitación de la música, a la satisfacción de bailar con unas parejas mayores que ella y a su propio buen humor, pero no al alcohol que, como les había prometido a sus padres, ni siquiera había probado, pensó que era mejor cambiar de tema.
—Ya casi hemos llegado. No podías haber elegido un momento mejor para venir. Estamos teniendo un tiempo sensacional y pronto los narcisos estarán espléndidos. Me encanta esta época del año cuando todo está tan lleno de promesas; las hayas justo a punto de rebrotar, las prímulas en flor a lo largo del camino hasta la casa y todos los pájaros haciendo sus nidos. Tenemos muchas ganas de enseñártelo todo.
—Yo también estoy impaciente por verlo. ¿Qué cambios habéis hecho hasta ahora?
—Bueno, el teatro tiene una iluminación completamente nueva. Por un momento, casi fuimos presas del pánico, porque pensábamos que la nueva instalación no estaría lista a tiempo, pero ya está terminada, gracias a Dios. La novedad más interesante es que un pintor joven, que en opinión de Giles tiene un gran futuro en el diseño de decorados, va a venir a pintar algunos telones. Quizá recuerdes que nunca había habido decorados. Algunas de las reformas de la casa tendrán que esperar hasta el invierno, porque es un trabajo interior, pero los apartamentos que hemos hecho en los establos están listos y yo estoy entusiasmada con ellos. De hecho —dijo Isobel—, he decorado el primero especialmente para ti.
—Oh, pero no tenías que desperdiciar un piso absolutamente nuevo conmigo. A mí no me importa dónde me alojes —protestó Lorna.
—No es ningún desperdicio. Servirá como prueba. Además, si vas a pasar el verano con nosotros, quizá te alegre disponer de un poco de intimidad, de vez en cuando; somos una familia bastante caótica.
—¿Intentas desterrarme antes incluso de empezar? —preguntó Lorna, empleando un tono ligero, para indicar que hablaba en broma.
—Claro que no, tonta. De todos modos, espero que comas con nosotros la mayoría de las veces —dijo Isobel.
Al enfilar la pequeña carretera con el letrero que indicaba Glendrochatt, la casa apareció a la vista, en lo alto. Para la gente del pueblo era un hito; veías Glendrochatt, con su alta torre blanca, y sabías que ya casi estabas en casa. Los turistas siempre preguntaban por ella, ansiosos de las obligadas historias llenas de damas grises, bebés emparedados y hechos siniestros… aunque la mayoría de esas historias habían nacido en el Glendrochatt Arms.
Lorna se quedó sin respiración.
—Siempre pienso que parece un decorado de teatro. No sabes cuánto he deseado volver a verla —dijo.
La casa desapareció de la vista cuando tomaron la carretera para empezar a subir. Isobel condujo por el camino de entrada, pasando bajo el arco que era, en parte, la casa del guarda, y el coche traqueteó sobre la reja para el ganado. Lorna se volvió para mirar a su hermana.
—Quiero que sepas que deseo ayudaros a ti y a Giles todo lo que pueda este verano. No solo con la administración, aunque ahora soy un genio de la informática, sino con los niños y, en especial —Lorna hizo una pausa bien calculada—… en especial con Edward —acabó, con el aire de alguien muy consciente de su magnanimidad. Se retocó el pelo, inmaculadamente bien peinado, que llevaba recogido en un moño, y volvió a colocarse el sombrero, como si se estuviera poniendo una armadura, preparándose para la batalla.
Isobel se sentía como si acabaran de desafiarla a tomar parte en alguna complicada prueba ritual de fuerza, de la cual ignoraba las reglas, y se le cayó el alma a los pies. Detuvo el coche frente a la puerta principal de Glendrochatt y tocó la bocina para avisar a Giles de que habían llegado.
Después de que Isobel se marchara a recoger a Lorna al aeropuerto, Giles Grant fue a ver cómo avanzaban las obras del muro que Mick y Joss estaban levantando, usando los guijarros que habían arrancado del viejo patio, junto al teatro, el cual iban a convertir en un jardín cerrado. Giles e Isobel esperaban que el público saliera a pasear durante los entreactos en las agradables noches de verano; si es que había agradables noches de verano, se dijo Giles, irónico. Habían arrancado los guijarros —sobre los que resultaba difícil andar, sobre todo con tacones altos— y los habían sustituido por unas nuevas losas de hormigón, tan bien hechas que imitaban a la perfección las antiguas, reproduciendo incluso las sutiles variaciones de un gris rosáceo de la piedra de la zona. Ahora los guijarros resultaban un recubrimiento atractivo para la parte interior del muro que cerraba el patio; una idea genial de Mick, que tenía un almacén lleno de buenas ideas.
Él y su amigo Joss se habían presentado en Glendrochatt en busca de un trabajo temporal que les ayudara a pagarse un viaje de seis meses por toda Europa. Había pasado un año y seguían allí, dos gigantes rubios y afables que, sumados, podían echar una mano para hacer cualquier cosa, desde cuidar a los niños a la albañilería, desde trabajar en el jardín hasta cualquier tarea doméstica. Joss, en particular, era un cocinero experimentado y él e Isobel se pasaban horas hablando de recetas.
Al principio, la gente del pueblo los miraba con suspicacia, hacían insinuaciones sobre los mariquitas y los llamaban las chicas
au pair
. Sin embargo, su ingenio mordaz, su capacidad para ingerir alcohol y su, al parecer, inagotable capacidad para el trabajo duro, combinada con el buen humor, pero acompañada de unos enormes bíceps —en especial los bíceps, que en una ocasión y bajo una extrema provocación, impulsaron un colosal puñetazo del carnoso puño de Mick directo al ojo de Angus Johnstone, el hombre para todo de la propiedad—, acabaron granjeándoles la aprobación general. El ojo morado de Angus tardó semanas en curarse y cuando Mick preguntó educadamente si alguien más quería recibir un poco de medicina de la mano de una chica
au pair
, no se presentó ningún candidato. La primavera anterior, su experta ayuda en la época del nacimiento de los corderos demostró lo indispensables que eran, y los dos kiwis
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fueron definitivamente aceptados. Ahora vivían, sin pagar alquiler, en la vieja casa de la granja Mains de Glendrochatt y, en su tiempo libre —aunque nadie sabía cómo conseguían encontrar tiempo libre— la estaban restaurando magníficamente. A veces, se marchaban al continente para sumergirse en unas semanas de cultura, con visitas al Louvre, la Capilla Sixtina o el Prado, que les dejaban frescos para lanzarse de nuevo a la construcción o la limpieza. Giles e Isobel no sabían cómo se las arreglarían sin ellos y temían el día en que decidieran volver a su Nueva Zelanda natal. Amy y Edward los adoraban.