Un verano en Escocia (9 page)

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Authors: Mary Nickson

Tags: #Romántico

BOOK: Un verano en Escocia
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—No, Edward está bien. Demasiado bien, de hecho. No empezó con buen pie con Lorna y no fue culpa de ella.

Aunque Isobel se rió al recordarlo e hizo reír a su amiga contándole cómo Edward se había envuelto en las cortinas, Fiona se dio cuenta de que, cuando pasó, no fue una situación divertida.

—¿Y qué me cuentas de Lorna? ¿Sigue siendo la noble mártir, toda suspiros, dulzura y ejemplos sensatos de cuando éramos niñas? Apuesto a que no ha cambiado nada.

—Pues, mira, te equivocas. Ha cambiado. Te quedarás boquiabierta cuando la veas. Ahora está absolutamente deslumbrante. —Isobel se moría por contarle a Fiona lo de la cirugía estética de Lorna, pero resistió el impulso escrupulosamente. Siguió diciendo—: No sé explicar exactamente por qué, pero me pone nerviosa. Tengo una sensación de lo más desconcertante —se detuvo para buscar las palabras precisas—… la de que ha… la de que ha vuelto a casa para declararme la guerra.

—¡Bromeas! —dijo Fiona, pero enseguida se dio cuenta de que no era así—. Lorna no puede esperar en serio quitarte a Giles después de todo este tiempo. Si lo intentara, no tendría ni la más mínima esperanza.

—No sé qué espera. Puede que ni ella lo sepa. Solo sé que está decidida a crear problemas.

—¿Has hablado con Giles?

—Lo intenté la noche en que llegó Lorna, pero luego deseé no haberlo hecho. Ya sabes lo avestruces que pueden ser los hombres. Fingen que una dificultad no existe y entonces, ¡abracadabra!, como no miran, no la ven. Piensa en todo el tiempo que Giles se las arregló para engañarse y pensar que a Edward no le pasaba nada grave… siglos después de que yo lo hubiera aceptado y mucho después de que él lo supiera en lo más profundo de su corazón. De todos modos, fue una tontería por mi parte llamarle la atención sobre los sentimientos de Lorna hacia él, porque aunque lo negó, me parece que encuentra la situación muy excitante.

A Fiona se le cayó el alma a los pies. A lo largo de los años, había presenciado con una admiración llena de angustia las batallas que Isobel libraba por su hijito, tan desconcertante y, a veces, tan descorazonador. Con frecuencia, Fiona había hecho compañía a Isobel durante las interminables esperas en las salas de pediatría de diversos hospitales para que otro eminente profesor más viera a aquel interesante espécimen, a cuya dolencia, después de diez años, todavía no habían conseguido ponerle una etiqueta específica. Fiona recordaba la desesperación de Isobel ante el entusiasmo de los médicos cuando se discutía la posibilidad de otro síndrome que tenía todo el aspecto de ser horrible.

—¿Y por qué no lo meten en un tarro de cloroformo y lo ponen en un sitio donde todos puedan verlo bien? —le preguntó, furiosa, Isobel a un interno lleno de celo, pero muy poco sensible, que en su presencia, y sin ninguna consideración por ese hecho, había preguntado, excitado, a su jefe:

—¿Cree que lo podríamos convertir en un caso Prader-Willi, señor?

Edward casi tenía tres años en aquel momento, un niño que ya tendría que caminar, pero cuyas flojas piernas no mostraban ninguna señal de poder hacerlo y que era incapaz de usar el índice y el pulgar en el exigido movimiento de pinza, mientras que su hermana gemela ya cogía un violín y extraía notas de él. Fue un alivio cuando descartaron aquella dolencia, particularmente sobrecogedora.

En aquellos días, Isobel siempre se estaba preparando para enfrentarse a alguna posibilidad terrible. Ahora, con un conocimiento médico infinitamente mayor, daba constantemente gracias a su buena estrella por las cosas que Edward no tenía. El alcance de sus expectativas había cambiado y ya había pasado la etapa aguda de unos diagnósticos que parecían ir a la caza del monstruo. Si sus peculiaridades no tenían un nombre concreto, Isobel había acabado por encontrar consuelo en el hecho de que tampoco había un techo definitivo para lo que el niño podía lograr. La doctora Connor, la pediatra sensata y compasiva que ahora se encargaba del caso de Edward, decía que este debía de tener una fuerza vital asombrosa para haber capeado las muchas crisis de sus primeros años. Incluso con la ayuda de los medicamentos y la experiencia médica modernos, seguía siendo extraordinario que hubiera sobrevivido. La pequeña chispa de Edward se había negado, sencillamente, a que la apagaran. El hecho de que ahora fuera capaz de hacer tantas de las cosas que antes se decía que eran imposibles para él —andar y hablar, por ejemplo— era, en opinión de la doctora Connor, no solo debido a los esfuerzos y a la determinación de su madre, sino también a una persistente característica del propio Edward. Su tenacidad, junto con sus diversas obsesiones, era una de las cosas que hacía que fuera tan cansado lidiar con él. Edward era capaz de agotar a cualquiera. Pero Isobel había luchado por él en cada centímetro de su incierta vida, incluso cuando, en su interior, se hacía a gritos atormentadas preguntas sobre el valor de lo que estaba haciendo.

Fiona admiraba el coraje de su amiga con todo su corazón, pero ella y su esposo Duncan, que era contable y uno de los fiduciarios de la Fundación Glendrochatt, apreciaban también mucho a Giles y, a veces, sentían lástima por él cuando Isobel, sin pretenderlo, lo dejaba fuera de las batallas que libraba por Edward. Para modificar su extraña conducta y conseguir que llegara a ser socialmente aceptable, muchas veces era necesario ser duro con el niño. Fiona sabía lo doloroso que le resultaba a Isobel, pero también sabía que si Giles intentaba respaldarla, colaborar en ese aspecto, la mayoría de las veces Isobel volaba, protectora, en defensa de su hijo. A Fiona le recordaba a una pequeña moscareta parda que había observado una vez yendo y viniendo desesperadamente para alimentar a un exigente polluelo, desconcertantemente diferente de los demás, que había empollado de forma inesperada… literalmente una cría de cuclillo aparecida en su nido. Fiona entendía perfectamente por qué Giles se concentraba en Amy.

Pese a las dificultades que con frecuencia habían sometido al matrimonio a una enorme tensión, Fiona pensaba que Giles e Isobel tenían una de las relaciones más sólidas entre todos sus amigos. A veces —a menudo—, se exasperaban el uno al otro, pero seguían estimulándose y divirtiéndose mutuamente. Su matrimonio estaba lleno de risas y alegría.

—Templa los nervios, señora Grant —dijo ahora, dándole ánimos—. Si Lorna cree que puede desbaratar tu vida, es que se ha olvidado de tu banda de devotos compinches. Pronto le diremos adiós. Lo que necesitamos es un tío que esté muy bueno —y que no sea ni tu esposo ni el mío— y hacer que se enamore de él. ¿A quién podríamos invocar?

—¿A Neil Dunbarnock? —propuso Isobel, y las dos se echaron a reír a carcajadas.

Lord Dunbarnock era el excéntrico del lugar. En su juventud, por una apuesta, había decidido no afeitarse ni cortarse el pelo durante todo un año y, no se sabía cómo, había mantenido la costumbre. Se paseaba vestido con el traje típico de las tierras altas, con una pinta como si fuera la caricatura de un escocés peludo. Era difícil saber dónde acababa su barba y dónde empezaba su
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y el pelo solía ahuecársele con el viento, como si fuera un chal entrecano; aunque los domingos, a veces, si leía el sermón en la iglesia, se lo recogía en una coleta, como concesión especial a Dios. Pese a su disfraz de «hombre salvaje de los bosques», en realidad era un gran erudito, pero los años que había vivido bajo el ojo petrificador de la vieja gorgona de su madre —que había muerto hacía poco, a la edad de noventa y dos años— lo habían vuelto tan retraído que le resultaba difícil sostener una charla intrascendente. Su aspecto hirsuto era su único acto de desafío y, además, temía que, al igual que Sansón, su fuerza desapareciera por completo si visitaba al barbero. Giles era una de las pocas personas que conseguía mantener una conversación normal con él durante un rato, y lord Dunbarnock, que no solo era inmensamente rico, sino que también era generoso, apoyaba decididamente las actividades musicales de Glendrochatt.

—Es una idea genial —dijo Fiona—. Trabajaremos en ella. Lorna sería una lady Dunbarnock ideal. ¡Dios mío, Izzy! Pero ¡mira qué hora es! Llámame para contarme lo último que se le ocurra a tu hermana.

—¿Te has olvidado de que se espera que mañana acompañes a tu suegra a la reunión del comité? Podrás ver a Lorna por ti misma.

—Ah, claro, es verdad. —Fiona alzó su taza y apuró los restos del café—. Por Lorna, la futura lady Dunbarnock del lugar del mismo nombre —dijo.

Isobel fue en coche hasta el supermercado sintiéndose mucho más animada después de haber estado con Fiona.

7

Para cuando Isobel llegó a Glendrochatt era casi la una. Llevó el coche hasta un lado de la casa, junto a la puerta de la cocina, y fue a buscar a Joss para que la ayudara a descargar la compra. Iban a ofrecer un almuerzo en la reunión del comité de los Amigos de Glendrochatt al día siguiente, así que el coche estaba lleno hasta los topes de cajas y bolsas desbordantes de comida. Con frecuencia, Joss y ella hacían la compra juntos, pero esta mañana él había preferido quedarse para adelantar la preparación de la comida.

—¡Hola! Siento haber tardado tanto, pero me había olvidado de recoger el salmón y he tenido que dar toda la vuelta por Inverbeith; la carretera estaba levantada y había una cola tremenda. Espero que Lorna esté bien. ¿La has visto?

—Oh, sí… está muy ocupada. Ha llamado la señora Shepherd para decir que no podía venir esta mañana, ha tenido que ir al hospital a ver a su madre de forma inesperada, pero se va a llevar una buena sorpresa cuando venga mañana. Una situación interesante. —Joss parecía divertido.

Sheila Shepherd era la secretaria de Giles y, antes que para él, había trabajado para su padre. Aunque la mayor parte de su trabajo tenía que ver con la administración de la propiedad, siempre se había ocupado también del festival de junio. Como el nuevo Centro de las Artes representaría mucho más trabajo para todos, fue a petición suya que Giles e Isobel pusieron el anuncio para buscar ayuda extra. Entre todos, habían ideado el título de administrador adjunto; pensaban que sonaba atractivo, sin ser específico. Como dijo Sheila: «"Se necesita persona competente para todo" no resulta atractivo». Cuando se planteó contar con la ayuda temporal de Lorna, después de que el anuncio original no diera resultado, Sheila se mostró muy entusiasmada, pero estaba claro que no pensaba que iba a producirse una operación de toma del poder.

—Cielos —dijo Isobel—. ¿Debo ir y procurar aplicar un poco de diplomacia?

—Siempre puedes intentarlo —dijo Joss, guiñándole el ojo—. Una señora muy potente, tu hermana. Ve y ten tu pequeña charla con ella, que yo me encargo de guardar la compra. Me alegra que hayas traído el pescado. Lo prepararé ahora mismo.

—¿Dónde está Giles?

Joss soltó una enorme carcajada.

—Si quieres saber lo que pienso, creo que se ha batido en retirada a toda velocidad. Nos pidió a Mick y a mí que moviéramos algunos muebles siguiendo los deseos de tu hermana y luego se fue al teatro con Mick con la sana intención de prepararlo para ese pintor que llega mañana.

—Oh, cielos, me había olvidado de él por completo; solo me faltaba eso. Será mejor que vaya al despacho para calmar las ideas de Lorna un poco. Gracias, Joss.

El despacho estaba en el sótano, en la habitación que Lorna recordaba como la vieja cocina. Era un lugar ideal para las oficinas; se trataba de una estancia amplia, alargada, con ventanas que daban a los macizos de flores de la zona más baja delante de la casa, por debajo de la escalinata que conducía a la puerta principal. Como tenía un acceso independiente desde el patio, en la parte trasera, no era necesario que los que fueran al despacho pasaran por la parte principal de la casa. Por lo general, la puerta estaba cerrada. Isobel la abrió y miró a su alrededor, estupefacta.

Toda la distribución estaba cambiada. Habían trasladado la mesa de la señora Shepherd a un extremo de la habitación, y laque Giles usaba al opuesto. En el centro, Lorna estaba sentada ante el impresionante escritorio de caoba que había pertenecido a Hector Grant y que habían llevado al sótano y guardado allí, cuando convirtieron la vieja sala de billar en cocina.

Lorna levantó la mirada y le dedicó una agradable sonrisa a Isobel.

—¿Sorprendida? ¿Qué te parece? Es una enorme mejora, ¿verdad? O por lo menos, un buen principio.

—Pero ¿qué has hecho, Lorna? Sheila se va a poner furiosa.

Lorna enarcó las cejas.

—Seguro que no. Esto le hará la vida mucho más fácil. Allí, puede ocuparse de todos los asuntos de la propiedad y mantenerlos separados del resto. Yo puedo encargarme de todo lo relativo al concierto y estar disponible fácilmente para contestar el teléfono o responder a cualquier pregunta en persona… y Giles sigue teniendo su mesa cerca de las dos.

A Isobel no se le pasó por alto que la mesa de Giles estaba mucho más cerca de Lorna que de la señora Shepherd. Se quedó mirando a su hermana, temporalmente sin habla, consternada.

—He estado revisando las carpetas del ordenador —dijo Lorna—. Debo decir que la señora Shepherd parece muy eficiente, pero Giles está de acuerdo en que ahora necesitaremos otra máquina, donde transferiré todos los datos relevantes. Pensaba que podía ir a Perth o Edimburgo y solucionarlo de inmediato. Me compraré un coche en algún momento, pero Giles cree que, de todos modos, necesitamos un coche extra para el centro, así que dice que se hará con uno de segunda mano este fin de semana. Mientras, ¿te parece bien si cojo prestado el tuyo esta tarde?

—Lorna… a ver, espera un momento, —Isobel se sentó en la silla que su hermana había colocado delante de la mesa, sintiéndose como si fueran a entrevistarla para un trabajo—. Siento ser una aguafiestas, pero la verdad es que no puedes hacer esto. Este es el despacho de Sheila Shepherd.

—Lo sé… y no me importa compartirlo con ella —dijo Lorna—. Ella puede seguir con el trabajo de la propiedad y yo administraré el Centro de las Artes. Después de todo, eso es lo que me habéis pedido que haga, ¿no?

—No —dijo Isobel, desesperada—. Te hemos pedido que actúes como ayudante temporal de administración… ayudante de Giles, mía y de Sheila.

—Mira, Izzy… —la voz de Lorna, llena de tranquila competencia, pero con un ligero toque de amenaza subyacente para quienes supieran detectarlo, devolvió a Isobel a los días del viejo orden jerárquico de la infancia, cuando la sensata hermana mayor trataba, con mucha frecuencia, de frenar a la atolondrada y aturdida hermana menor—… tú ya tienes mucho que hacer con los niños y la organización doméstica. Esta es una carga que puedo quitarte fácilmente de encima. ¿Por qué no lo dejas en mis manos? Cielo santo, es que no has cambiado nada, sigues siendo la misma impulsiva Isobel. Siempre te precipitas a sacar conclusiones, ¿no es verdad? Me parece que descubrirás que puedo manejar a Sheila con mucho tacto. Es una lástima que no haya podido venir hoy porque, por supuesto, la habría consultado si hubiera estado aquí… En realidad, pensaba que tú volverías mucho más temprano. Pero, como no ha sido así, conseguí la autorización de Giles. Solo faltan seis semanas para el concierto inaugural, ¿sabes?, y hay mucho que hacer, pero si no crees que podamos trabajar juntas, entonces… —Lorna se encogió de hombros y extendió las manos. Se recostó en la silla y sonrió a Isobel, dulcemente razonable, pero lanzando el guante, sin ninguna duda.

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