Él pareció sorprendido.
—Sí, soy yo. ¿Es que conoces a los Grant?
—Soy Isobel Grant, la esposa de Giles.
—Vaya, mira por dónde. —Daniel se llevó el pulgar a la sien, apretó la lengua contra la mejilla y puso los ojos en blanco—. Ahora sí que la he hecho buena, ¿verdad? Pareces mucho menos aterradora en carne y hueso.
—Bueno, gracias, pero en realidad nunca hemos hablado antes —dijo Isobel—. Me parece que debes de haber hablado con mi hermana Lorna. Es tan maravillosamente eficiente que lleva una especie de mapa del mundo incrustado en el cerebro. Es una suerte que te haya encontrado. Siento mucho que hayas tenido tantos problemas. Por lo general, Giles da unas indicaciones muy claras.
—Es del todo culpa mía. Es difícil enviar indicaciones a las personas que no tienen una dirección. —Le sonrió, disculpándose.
—Eso es verdad. —Se rió mirándolo—. Ya tengo una ligera idea de lo difícil que es dar contigo. Debe de ser complicado para conseguir trabajo. ¿Cómo te las arreglas?
—No me lo merezco, pero por lo general parece que tengo suerte y me las arreglo bastante bien.
—Entonces, te llevarás bien con Giles. Siempre le digo que tiene un montón de suerte sin merecerla. Oh, Dios. —Miró la hora—. Iba a recoger a mi hija en casa de una amiga y voy a llegar tarde. Mira, ¿por qué no subes?, podemos llamar a Giles y pedirle que vea si Bruce puede venir. Luego nos reuniremos con ellos de camino a casa. ¿Te importa dar un poco de vuelta?
—Por mí, está bien —dijo Daniel. Pensaba que podía llevarse bien con aquella mujer alegre, de expresión franca—. Solo tengo que cerrar el coche con llave. Llevo todas las cosas de pintar en el maletero.
El coche era un Volvo muy viejo. Varias abolladuras oxidadas daban fe de una vida dura; parecía un candidato evidente a sufrir averías. A juzgar por su aspecto, Isobel se preguntó si su propietario tenía dificultades para llegar a fin de mes; un artista joven, sin un penique, aunque Giles le había dicho que Daniel ya empezaba a hacerse un nombre y que su precio para el telón de fondo lo reflejaba. «Si no conseguimos que lo haga pronto, será demasiado caro para nosotros, y además tendrá demasiados compromisos», había dicho Giles. En realidad, solo habían conseguido contratarlo para el verano porque otro encargo le había fallado inesperadamente. Daniel Hoffman no era, en absoluto, lo que Isobel esperaba, pero lo encontraba interesante. Tenía una manera de ladear la cabeza y enarcar una ceja que le daba el aspecto de encontrar la vida permanentemente divertida.
Rescató el móvil y cerró el coche con llave. Isobel hizo que Flapper pasara a la parte de atrás.
—No es necesario; me gustan los perros.
—Oh, a Flapper solo se le permite ir delante cuando estamos solas las dos; entonces tiene un trato especial. Es mi sombra constante.
—Afortunada Flapper.
—¿Quieres marcar el número por mí? —pidió Isobel mientras ponía en marcha el coche y salían disparados por la estrecha carretera.
Giles contestó casi al instante y Daniel le pasó el teléfono a Isobel, quien lo sujetó con la barbilla y le explicó lo que había sucedido.
—Estupendo. De acuerdo, hasta ahora. Adiós cariño. —Apagó el teléfono—. Giles tratará de encontrar a Bruce Johnstone, así que o bien se reunirán con nosotros en tu coche, cuando volvamos, o si no están allí, podemos ir primero a casa y acompañarte a su taller más tarde. Esto te dará la oportunidad de admirar el paisaje.
—Es lo que he estado haciendo todo el rato. Gracias. Eres muy amable.
—De amable nada; es puro interés. Queremos que pintes nuestro telón de fondo. —Y añadió—: ¿De verdad no tienes una dirección fija?
—De verdad. No la tengo.
—Pero debe de ser muy difícil. —Le lanzó una mirada curiosa. Él le sonreía, de nuevo con un aire divertido—. ¿Qué pasa si alguien necesita ponerse en contacto contigo con urgencia?
—Hay varias personas que tienen el número de mi móvil.
—Nosotros teníamos el número de tu móvil, pero eso no nos sirvió de mucho —replicó Isobel—. ¿Y dónde guardas tus cosas, por ejemplo? Debes de tener alguna base.
—No tengo muchas cosas, aparte de mis pinturas, y por lo general, llevo casi todo conmigo.
—Pero debes de tener algunas cosas —insistió—. Con los años uno va acumulando posesiones.
—Acumular posesiones no va conmigo —dijo él y luego añadió, como a regañadientes, pensó Isobel—. Les alquilo un garaje a unos amigos y supongo que hay un par de cosas guardadas en el cobertizo del jardín de mi madre.
—O sea que sí que tienes una casa.
—No. —Había rechazo en su voz—. Tengo una madre. No he tenido un hogar desde hace años.
Hubo un corto silencio y luego Isobel añadió:
—Lo siento. No quería meter las narices donde no me importa. Es solo que no puedo imaginarme a mí misma sin una casa… y siempre me interesa tanto la gente que quiero saberlo todo de todos. Pero mi hija Amy, a la que estás a punto de conocer, se queja de que someto a un interrogatorio a todo el mundo. No tendría que haberlo hecho contigo.
—No pasa nada. Ahora me toca a mí. ¿Por qué tener una base es tan terriblemente importante para ti?
Isobel lo pensó seriamente.
—Supongo que es mi nido —dijo—. Tengo hijos, ¿sabes? Eso lo cambia todo. Entiendo que tú no tienes, ¿verdad?
—No, no tengo hijos. Pero eso no significa que no me gusten los niños… y las mujeres —añadió, lanzándole una mirada divertida, burlándose ligeramente de ella—. ¿Cuántos hijos tienes?
—Sólo dos, gemelos.
—Los gemelos deben de dar un montón de trabajo. ¿Son idénticos?
—No. Uno de cada sexo: Amy y Edward. Pero Edward —siguió Isobel— no es como las demás personas. —Se sorprendió de lo que acababa de decir. Por lo general, no le hablaba a nadie de Edward hasta que se conocían mejor.
—Bravo por Edward. ¿Quién quiere ser como los demás?
—Yo quiero que sea como los demás.
—Sí —respondió Daniel, seriamente, en absoluto violento por la conversación—. Sí, puedo imaginar que como madre quieras que sea así. Tal vez esa es una de las razones de que yo no quiera tener hijos. Pero Edward debe de ser interesante… ¿Un reto?
—Oh, sí que es interesante; a veces descorazonador, pero nunca aburrido, y Amy es una niña llena de vida.
—Estoy impaciente por conocerlos a los dos —dijo Daniel.
Habían llegado a Blairalder, lo que facilitó que cambiaran de conversación de forma natural. Isobel le fue comentando las cosas del vecindario durante el resto del viaje. Deseaba que lady Fortescue ya no estuviera en casa de Fiona cuando llegaran; no creía que, con aquella pinta, Daniel fuera su tipo.
Los Fortescue vivían en la clase de casa de piedra gris que Daniel había esperado encontrar en Glendrochatt. Había un viejo poni en el prado junto al camino y, cuando llegaron a la puerta, salieron a recibirlos dos labradores negros y un alborotador terrier Jack Russell.
—Entra, Daniel, y conocerás a los Fortescue. Son muy amigos nuestros y nos han oído hablar mucho de ti —dijo Isobel, saliendo del coche—. A callar, perros. Abajo, Piper… es un amigo.
El Jack Russell se las arreglaba, de alguna manera, para dar una bienvenida entusiasta a Isobel mientras seguía lanzando unos cuantos ladridos amenazadores en dirección a Daniel. Flapper, que tenía muy buenas relaciones con los perros de la casa, había saltado fuera del coche y en aquellos momentos estaba enredada en un juego mareante con el ruidoso Piper, corriendo los dos como locos por el césped y pasando como centellas por en medio de los parterres. Isobel no hizo ningún intento por llamarla. Había un tobogán para niños en la hierba, que no había sido segada recientemente, y un tractor de juguete volcado, además de varias prendas de vestir esparcidas por todas partes. Daniel pensó con alivio que estaba claro que no era un lugar lleno de formalidades. Siguió a Isobel al interior de la casa. En el recibidor había un arcón de roble del siglo XVI que brillaba con la pátina proporcionada por años de amoroso cuidado, pero que estaba cubierto por un desorden de gorras de montar de los niños, un par de tijeras de podar y varios chubasqueros.
Isobel entró en un pasillo.
—¿Fiona? —gritó—. Fi, ¿estás ahí?
—¡En la cocina! —fue el grito de respuesta.
Fiona estaba pelando patatas en el fregadero y se había cambiado de ropa, quitándose el bonito traje que llevaba en la reunión de los Amigos y poniéndose unos tejanos y un suéter de algodón de cuello alto. Era una de esas mujeres afortunadas que están igual de bien vestidas para una fiesta como en ropa de trabajo; algo que tenía que ver con un pelo domable más que con cualquier otra cosa. Daniel vio a una mujer al principio de la treintena, con cabellos de tono rubio rojizo, recogidos atrás para dejar despejada la cara. Era más alta que Isobel.
—Hola —dijo Isobel, intercambiando un beso con ella—. Este es Daniel Hoffman, nuestro pintor para el teatro, nada menos. ¿A que no adivinas lo que ha pasado? Lo he encontrado languideciendo a un lado de la carretera con un coche averiado. ¿No ha sido toda una suerte?
—Encantada de conocerte, Daniel. Bienvenido a Escocia. Perdona que no te dé la mano. —Fiona señaló sus manos chorreantes y le sonrió amistosamente—. ¿Quieres decir una suerte que lo encontraras, Izz, o una suerte que su coche se estropeara?
—Las dos cosas. Sin duda suerte para el coche, a juzgar por su aspecto —dijo Isobel, riendo—. No me parece que tenga mucha vida por delante. A mí me pareció que estaba en estado terminal.
—No os permito que habléis mal de mi coche… hemos pasado muchas aventuras juntos. Todavía le quedan muchos años de vida —protestó Daniel, mientras pensaba que quizá se había apresurado al catalogar a los Grant como unos estirados.
—¿Dónde está Amy? —preguntó.
—Arriba, con Emily. Se están disfrazando. Han encontrado mis viejos trajes de noche en el armario de la habitación de invitados y ahora están haciendo experimentos con mi maquillaje. Dios sabe la que estarán armando. Es desconcertante lo mucho que Amy se parece a ti cuando se pone pinturas de guerra, Izzy.
—A mí, que me maquillo tan a menudo. —Isobel puso una cara compungida—. A Giles le encantaría que lo hiciera. ¿Puedes darles un grito?
—Esperaba que pudieras quedarte a tomar una copa, hacer la autopsia de la reunión y escuchar mis impresiones de tu hermana. Por cierto, ella sí que sabe cómo maquillarse.
—Gracias por la comparación —dijo Isobel riendo—. Ya te dije que se había metamorfoseado en algo extraordinario. Ya le ha dado un susto de muerte a Daniel por teléfono —continuó—. Lo siento, pero tenemos que marcharnos porque quizá Giles y el hombre del garaje estén esperando junto al coche de Daniel y no pueden hacer nada hasta que nosotros lleguemos.
—Lástima. Duncan no tardará en llegar y le encantaría conocer a Daniel. Pero lo entiendo. Iré a meterles prisa a las niñas.
Dos auténticas bellezas —en su opinión— descendían con afectados movimientos las escaleras, caminando inseguras sobre los zapatos de tacón alto de Fiona, que hacían que sus pies parecieran los de Minnie Mouse.
—¡Cielo santo! —dijo Isobel—, pero si teníamos a la realeza entre nosotros. Preciosas, decidle hola al señor Hoffman, tenemos que salir volando.
Amy y Emily, con los brazos y los dedos cubiertos de brazaletes y anillos guardados de viejas galletas de Navidad, extendieron unas lánguidas manos. Daniel, poniéndose a la altura de la ocasión con un gran aplomo, hizo una profunda reverencia y les besó la punta de los dedos con reverencia, murmurando:
—Sus Altezas Reales…
Una reacción más que satisfactoria. Isobel pensó que estaba acostumbrado a las niñas, por muy reservado que se mostrara sobre su familia.
—Mami, ¿se puede quedar Amy a dormir? Estamos en mitad de un juego absolutamente súper —pidió Emily.
—Por mí, no hay problema, pero me parece que Isobel quiere que vaya a casa —dijo Fiona, mirando interrogadora a Isobel.
—Lo siento de verdad, preciosas, pero hoy no puede ser. Tenemos que darnos prisa porque el coche del pobre señor Hoffman se ha averiado y quiere volver y ocuparse de él y, de todos modos, Amy tiene que practicar por la mañana.
—¡Venga, mamá, por favor! Por una práctica no importa. No es justo. Nadie tiene que trabajar tanto como yo. —Amy dejó de tener un aspecto distante y principesco, y volvió a ser una niña rebelde.
—No, de verdad que lo siento, cariño. Otro día. ¿Qué tal si Mungo y Emily vienen a casa el sábado a pasar el día? A Edward también le gustaría mucho.
—Para entonces, ya habremos perdido el juego por completo. Los juegos nunca vuelven a ser los mismos una vez que se enfrían —dijo Amy, con aire trágico. Pero se dio cuenta de que Isobel no estaba de humor para que la hicieran cambiar de opinión; además, estaba aquel forastero al que había que estudiar para después hablar de él con Mick y Joss, así que cedió con solo una muestra testimonial de resentimiento y quedó acordado que los Fortescue irían a Glendrochatt el fin de semana.
—Ponte cómodo, Daniel. Sírvete algo de beber mientras despojamos de sus ropajes a estas damas de la realeza —dijo Fiona. Acto seguido, ella e Isobel desaparecieron escaleras arriba dejando que Daniel mirara la colección de acuarelas de la primera época victoriana que había en la sala. Las encontró deliciosas y sorprendentemente vigorosas; muy por encima de los trabajos insípidos que, a veces, adornaban las paredes de las casas rurales. Habían sido enmarcadas con mucho gusto y colgadas cuidadosamente, y observó que encima de cada una había un estor que podía bajarse para protegerlas de la luz demasiado intensa.
—Son unos cuadros muy bonitos los que tienes aquí… inusuales. Espero que no te importe que los haya estado admirando —dijo, cuando volvió todo el mundo.
Fiona sonrió, encantada.
—Gracias. Me alegro mucho de que te gusten, porque yo siempre he pensado que eran especiales. Los encontramos en un baúl viejo cuando la abuela de Duncan murió e hicimos que los enmarcaran. Los pintó su tatarabuela. Su esposo estaba en el ejército indio y ella pintaba dondequiera que los destinaran. Estoy segura de que, de haber vivido hoy, habría sido profesional. Cuando los encontramos, me quedé atónita por los colores; no creo que hubieran estado expuestos a la luz desde que se pintaron.
Se intercambiaron las debidas «gracias». Llamaron con un silbido a Flapper, que apareció, jadeando y cubierta de abrojos, y el contingente de Glendrochatt se metió en el coche de Isobel y se puso en marcha.