La historia de una cultura que posee una extraña religión y la mujer que sucumbe a las consecuencias de su sistema de creencias… un hombre atrapado entre los reinos de los real y lo no real… un héroe cuya vida ejemplar es un simple comodín en manos de sus superiores… encuentros de fútbol a vida o muerte que deciden la supervivencia de las naciones… un coche de época blanco y maravillosos que desafía a su joven conductor a una carrera sobre el filo de la navaja de la realidad… éstas y otras historias definen el mundo futuro de George R.R. Martín, complejo, ingenioso, profético, pero intensamente real.
Una canción para Lya ha sido galardonada con el Premio Hugo.
George R. R. Martin
Una canción para Lya
ePUB v1.1
Halfinito07.04.2012
Título original:
A Song for Lya
Traducción: Marcelo A. Sánchez
© 1976 by George R. R. Martin
© 1981 Luis de Caralt Editor S.A.
Fecha Edición: 01/1982
ISBN 10: 84-217-4310-4
ISBN 13: 978-84-217-4310-2
Tema: Ciencia ficción
Las ciudades de los shakeen son viejas, mucho más viejas que las del hombre, y lamgran metrópoli que se levanta en las tierras de su colina sagrada había demostrado ser la más antigua de todas. La ciudad de los shkeen no tenía nombre. No necesitaba ninguno. Pese a que construían cientos y miles de pueblos y ciudades, la ciudad de las colinas no tenía rival. Era la mayor en tamaño y población, y era la única que se levantaba en las colinas sagradas. Era su Roma, Meca, Jerusalén, todo en una. Era la ciudad, y todos los shkeen venían a ella en los últimos días antes de la Unión.
Esta ciudad ya era antigua en los días de la caída de Roma, y había sido grande y extensa cuando Babilonia todavía era un sueño. Pero no daba la impresión de su edad. El ojo humano sólo veía kilómetros y kilómetros de achatados domos de ladrillo rojo; montecillos de barro seco que cubrían las ondulantes colinas como una erupción. Por dentro eran sombríos y casi sin aire. Los cuartos eran pequeños y el moblaje tosco.
Sin embargo, no era una ciudad severa. Día tras día acampaba en esas colinas achaparradas, asándose bajo el sol caliente que se suspendía en el cielo como un aburrido melón anaranjado. Pero en la ciudad pululaba la vida: olores de comida, sonidos de risas y charla y de niños corriendo, el bullicio y el sudor de los albañiles reparando los domos, las campanillas de los Unidos tañendo en las calles. Los shkeen eran gente lozana y exuberante, casi como los niños. Por cierto que no había nada en ellos que dijera de una edad antigua o de una añeja sabiduría. Ésta es una raza joven, decían los letreros, ésta es una cultura en su infancia.
Pero esa infancia había durado más de catorce mil años.
El verdadero infante era la ciudad humana, con menos de diez años terrestres. Había sido construida al borde de las colinas, entre la metrópolis shkeen y las polvorientas llanuras marrones donde se extendía el aeropuerto. En términos humanos, era una ciudad hermosa: abierta y aireada, llena de gráciles arcadas, fuentes relucientes y amplios bulevares alineados con árboles. Los edificios eran de metal forjado, plástico de color y maderas locales, la mayoría, salvo… la Torre de la Administración, que era como una lustrosa aguja de acero azul que hendía el cielo de cristal.
Se la podía ver desde cualquier dirección, a muchos kilómetros a la redonda. Lyanna ya la había divisado antes que aterrizáramos, y la admiramos desde el aire. Los delgados rascacielos de Antigua Tierra y Baldur eran más altos, y las fantásticas ciudades colgantes de Aracne eran mucho más hermosas, pero esa escuálida Torre azul era bastante imponente puesto que se elevaba sin rivales dominando en solitario las colinas sagradas.
El espaciopuerto quedaba a la sombra de la Torre, a corta distancia, pero de todos modos nos fueron a recibir. Un aerocoche escarlata de baja autonomía esperaba ronroneando junto a la base de la rampa cuando desembarcamos. El conductor ganduleaba junto a la barra y Dino Valcarenghi, sentado en el interior, hablaba con un ayudante.
Valcarenghi era el administrador del planeta, el niño prodigio del sector. Joven, por supuesto, pero yo ya lo sabía. Bajo y atractivo, en un sentido intenso y oscuro, con negros cabellos rizados y espesos sobre el cráneo, y una sonrisa fácil y afable.
Nos irradió esa sonrisa cuando bajamos de la rampa y nos estrechamos las manos.
—¡Hola! —comenzó—. Me alegro de verle.
No se perdió el tiempo con presentaciones formales. Él sabía quiénes éramos, y nosotros quién era él. Valcarenghi no era el tipo de hombre que le da importancia al ritual.
Lyanna tomó su mano ligeramente entre la suyas, y lo caló con su mirada de vampiro: ojos negros y grandes bien abiertos y observando, boca delgada dibujando una leve sonrisa. Lyanna es una muchacha pequeña, casi con aspecto de desamparo, con su cabello castaño corto y su rostro de niña. Puede parecer muy frágil, muy inútil… cuando quiere. Pero desconcierta a la gente con la mirada. Si supieran que Lya es telépata, pensarían que está escarbando entre sus secretos más profundos. En realidad lo que hace es jugar. Cuando Lyanna está leyendo de verdad todo su cuerpo se vuelve rígido y uno puede darse cuenta de que tiembla. Esos enormes ojos que sorben el alma se hacen pequeños, duros y opacos.
Pero no mucha gente lo sabe, así que se retuercen bajo su mirada de vampiro, miran hacia otro lado y se apresuran a soltar la mano. No así Valcarenghi. Éste tan sólo sonrió, miró a su vez y luego se dirigió hacia mí.
Yo sí estaba leyendo cuando le di la mano. Ésa es mi forma normal de proceder.
También es un mal hábito, supongo, ya que ha liquidado en germen prometedoras amistades. Mi talento no se compara al de Lya, pero tampoco es tan absorbente. Yo leo emociones. La afabilidad de Valcarenghi se sintió fuerte y genuina, sin nada por detrás, o al menos nada lo suficientemente próximo a la superficie como para percibirlo.
También estrechamos las manos con el ayudante, una cigüeña rubia de mediana edad llamado Nelson Gourlay. Luego Valcarenghi acomodó a todo el mundo en el aerocoche, y partimos.
—Me imagino que estarán cansados —dijo en el camino—, de manera que obviaremos la visita a la ciudad y enfilaremos directamente hacia la Torre. Nelse les enseñará sus habitaciones, y luego nos podemos encontrar para tomar un trago, y analizaremos el problema. ¿Han leído los informes que envié?
—Sí —dije. Lya asintió—. Es una información interesante, pero no estoy seguro de por qué estamos aquí.
—En seguida llegaremos al punto —replicó Valcarenghi—. Quisiera permitirles gozar del paisaje.
Hizo un gesto hacia la ventana, sonrió, y luego calló.
Así que Lya y yo disfrutamos del paisaje tanto como pudimos en los cinco minutos que duró el viaje del espaciopuerto a la torre. El aerocoche avanzaba rápidamente por la calle principal a la altura de los árboles, desatando a su paso una brisa que barría las ramas delgadas. El interior del coche estaba fresco y oscuro, pero afuera el sol shkeen se aproximaba al mediodía, y uno podía ver las ondas de calor que se desprendían del pavimiento. La población debía estar en los interiores, en torno al aire acondicionado, porque vimos muy poco tráfico.
Descendimos cerca de la entrada principal de la Torre y caminamos a través de un enorme y deslumbrante pasillo. Valcarenghi nos dejó para hablar con unos subordinados.
Gourlay nos condujo hasta uno de los tubos y volamos cincuenta pisos arriba. Luego pasamos de una secretaria a otra, luego al tubo privado, y subimos algunos pisos más.
Nuestros cuartos eran encantadores, alfombrados en un verde fresco, y con paneles de madera. Había una biblioteca completa, la mayoría clásicos de la Tierra encuadernados en cuero sintético, más algunas novelas de Baldur, nuestro planeta natal. Parecía que alguien hubiese estado hurgando en nuestros gustos. Una de las paredes de la habitación era de vidrio coloreado y daba una visión panorámica de la ciudad, muy abajo nuestro, con un mando que la oscurecía para dormir.
Gourlay nos las enseñó a conciencia, como un botones obstinado. Lo leí someramente y no encontré, sin embargo, ningún resentimiento. Estaba nervioso, pero sólo apenas.
Había un afecto sincero por alguien. ¿Por nosotros? ¿Por Valcarenghi?
Lya se sentó en una de las camas gemelas.
—¿Traerá alguien nuestro equipaje? —preguntó.
Gourlay asintió.
—Serán bien atendidos —dijo—. Si necesitan algo, no tienen más que pedirlo.
—No se preocupe, ya lo haremos —dije. Me dejé caer en la otra cama, y le indiqué una silla a Gourlay—. ¿Cuánto tiempo lleva aquí?
—Seis años —dijo, tomando asiento con satisfacción y acomodándose en la silla—.
Soy uno de los veteranos. Ya he trabajado bajo cuatro administraciones. Dino, Stuart antes que él, y Gustaffson antes que éste. Incluso estuve unos meses con Rockwood.
Lya se animó cruzó las piernas por debajo del cuerpo y se inclinó hacia delante.
—¿Eso fue todo lo que duró Rockwood, no es cierto? —dijo.
—Así es —respondió Gourlay—. No le gustaba el planeta, y consiguió un rápido traslado como asistente de administrador en algún otro sitio. No me preocupó demasiado, a decir verdad. Era de tipo nervioso, siempre dando órdenes para probar quién era el jefe.
—¿Y Valcarenghi? —pregunté.
Gourlay puso una sonrisa que pareció un bostezo.
—¿Dino? Dino está bien, es el mejor de todos. Es bueno, sabe que es bueno. Sólo ha estado aquí dos meses, pero ha hecho mucho y se ha hecho muchos amigos. Trata al personal como gente, llama a todo el mundo por su nombre, y todo eso. A la gente le gusta.
Estaba leyendo, y leía sinceridad. Era a Valcarenghi a quien Gourlay quería, entonces.
Creía en lo que decía.
Tenía más preguntas, pero no llegué a formularlas. Gourlay se puso de pronto de pie.
—En realidad no debería quedarme —dijo—. Ustedes quieren descansar, ¿no es cierto? Vengan arriba en unas dos horas y repasaremos los temas con ustedes. ¿Saben dónde está el ascensor?
Asentimos, y Gourlay se marchó. Me volví hacia Lyanna:
—¿Qué piensas?
Ella se recostó en la cama y miró el techo.
—No sé —dijo—. No estaba leyendo. Me pregunto por qué han tenido tantos administradores. Y por qué nos necesitan.
—Porque tenemos Talento —le dije, sonriendo. Con mayúscula, sí. Lyanna y yo hemos sido probados y registrados como Talentos psi y tenemos el diploma que lo prueba.
—Uh-uh —dijo, inclinándose de lado y sonriéndome. No con su media sonrisa de vampiro, esta vez, sino con su sonrisa sexy de niña pequeña.
—Valcarenghi quiere que descansemos —dije—. Tal vez no sea mala idea.
Lya saltó de la cama.
—De acuerdo —dijo—, pero estas camas gemelas están mal así.
—Las podemos poner juntas.
Ella sonrió nuevamente. Las pusimos juntas.
Dormimos algo… En última instancia.
Nuestro equipaje estaba junto a la puerta cuando nos despertamos. Nos pusimos ropa fresca, de sport, contando con la evidente falta de pompa de Valcarenghi. El ascensor-tubo nos llevó al tope de la Torre.
La oficina del administrador planetario apenas parecía una oficina. No había escritorio ni ninguno de los adornos habituales. Tan sólo un bar y una exuberante alfombra azul que tragaba hasta el nivel de las ancas, y seis o siete sillas dispersas. Más mucho espacio y luz solar, con Shkea a nuestros pies del otro lado del vidrio de color en las cuatro paredes.