Repasé con ella lo que me había contado y luego le entregué un monedero con cinco libras, lo suficiente para que comiese, bebiese y se vistiese con relativa comodidad hasta el juicio.
Una vez que hubiese abandonado su celda tendría que organizar el asunto de su alojamiento. Para que colaborase conmigo tenía que ponerla cómoda, y eso significaba que debía trasladarse al Patio de la Prensa, un lugar que no era barato, les aseguro, ya que se trataba de la zona más deseable de la prisión. Allí los presos disfrutaban de habitaciones relativamente amplias y limpias, se paseaban sin ser molestados al aire libre del patio y eran atendidos por guardianes que parecían más dueños de taberna que carceleros. Con plata se conseguía de todo en el Patio de la Prensa. Mientras que la bebida era floja y a veces estaba avinagrada, era mejor que el agua asquerosa de la Zona Común. Y si la comida era cara e insípida, superaba con mucho a las gachas que habían de sufrir los prisioneros más pobres, a menudo tan infestadas de gusanos que eran casi incomestibles.
El precio de este alojamiento me iba a suponer una carga severa: veinte libras para procurarle acceso al Patio de la Prensa, y después cinco chelines diarios de renta. Y luego estaba el dinero que iba a tener que pagarle al villano, el tal Arnold, más los distintos sobornos que ya habían aligerado mi monedero, de modo que no veía posibilidad alguna de que la notable cantidad de cincuenta libras que recibía de manos de Sir Owen llegase siquiera a cubrir mis gastos. Un asunto que creí que sería sencillo y lucrativo me iba ahora a costar una cifra a contar en chelines, cuando no en libras. Deshacerme de una suma de tal calibre para hospedar a Kate me abatía, pero veía que no me quedaba otra salida. Pagaría lo que fuera para comprar su silencio.
—Volveré para asegurarme de que estás bien —le dije, aunque fuera mentira, del mismo modo que mi afirmación de que no iban a ahorcarla era mentira también. Esperaba que la absolvieran las pruebas, pero no sabía a qué extremos llegaría Jonathan Wild para conseguirle testigos a la acusación. A pesar de todo, no podía convertirme en el protector de Kate, así que abandoné la prisión de Newgate esperando pensar en ella lo menos posible durante las siguientes semanas.
En lugar de volver a casa me dirigí inmediatamente a los alrededores de Bloomsbury Square, donde mi amigo Elias Gordon se alojaba, muy por encima de sus posibilidades, en Gilbert Street. En aquellos días yo era más joven, y necesitaba poca ayuda, pero en momentos en los que no podía servir yo solo a alguno de mis clientes adecuadamente, acostumbraba a llamar a Elias, un cirujano escocés y mi amigo de confianza. Conocí a Elias tras mi última pelea, cuando me lesioné tan irreparablemente la pierna. Fue durante mi tercer combate organizado contra Guido Gabrianelli, el italiano a quien había vencido ya dos veces y con cuyas palizas adquirí tanta notoriedad.
Gabrianelli venía de Padua, donde se le conocía como el Martillo Humano o alguna cretinada similar pronunciada en su afeminada lengua nativa. No era la primera vez que boxeaba contra extranjeros; al señor Habakkuk Yardley, que contrataba mis combates, le encantaban las luchas con extranjeros, pues los ingleses pagaban sus chelines gustosamente por ver a un compatriota —o incluso a un judío que ellos considerasen que podía pasar por un auténtico inglés— batirse con un dandi afrancesado. Las peleas de puños tenían algo de igualitarias: los judíos se convertían en ingleses y todos los extranjeros en franceses.
El tal Gabrianelli, el Martillo Humano, llegó a Inglaterra y, sin siquiera ponerse en contacto conmigo o con el señor Yardley para organizar un combate oficial, procedió a publicar un más que ofensivo anuncio en el Daily Advertiser:
Me he enterado de que hay en esta isla un boxeador a quien atribuyen la fuerza de Sansón —un tal Benjamin Weaver, que se hace llamar el León de Judea—. Pero si osa decir que puede vencerme, le llamaré el Mentiroso de Judea. En mi Italia natal nadie se atreve a batirse conmigo, porque le rompo la mandíbula con el puño a todo adversario. Veamos si este Weaver tiene el coraje de comparar su fuerza con la mía. En guardia y a su servicio, soy
Guido Gabrianelli, el Martillo Humano
Mis colegas luchadores y yo nos quedamos atónitos ante la beligerancia de este extranjero. No era raro que los boxeadores colocasen anuncios provocadores en este periódico, pero normalmente uno esperaba a que algún conflicto diese pie a una enemistad —iniciar una relación basada en la enemistad era una cosa muy ridícula—. Pero el señor Yardley vio que había plata en la tontería de Gabrianelli, y que estas llamativas bravatas nos brindarían una buena taquilla. Así que mientras él llegaba a un acuerdo con este importante personaje, yo contestaba a su estilo, publicando mi propio anuncio, que el señor Yardley me había aconsejado que hiciese lo más provocador posible.
Que sepa el señor Gabrianelli, ese luchador de Italia, que estoy preparado y ansioso de boxear contra él en cuanto me cite. No dudo de la veracidad de su afirmación de que en su tierra natal le rompe la mandíbula a cualquier contrincante con el puño, pero al señor Gabrianelli alguien debiera advertirle de que aquí luchará contra hombres de arrestos, y tengo razones para dudar de que pueda romperle la mandíbula a un británico con un yunque. Si fuera el señor Gabrianelli tan osado como para acordar desafiarme al duelo que propone, espero con todo mi corazón que todos los nativos de esta isla vengan a ver qué les ocurre a los extranjeros que arriban a estas costas a proferir absurdas bravatas contra ????
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Ben. Weaver
Esta pelea se convirtió en la comidilla de los aficionados al arte pugilístico y congregó a más público del que nos habíamos atrevido a desear, llenando hasta los topes el aforo del teatro del señor Yardley en Southwark. De hecho, hicimos una taquilla a la puerta de más de ciento cincuenta libras, de las que el señor Yardley se llevó un tercio, y los luchadores los otros dos.
Gabrianelli llegó con la apariencia de ser un boxeador capaz. Yo había visto a este hombre en una ocasión, y de lejos, mientras se paseaba por la ciudad con su ridículo traje rojo adornado con encajes y lazos, y por su aspecto pensé que cualquier británico podría tumbarle sin más armas que su propio aliento. Ahora, desprovistos como estábamos ambos de todo menos de los calzones, medias y zapatillas, pude ver que era un individuo musculoso. Es más, poseía un temible aire animal, pues bajo la cabeza recién afeitada tenía la espalda y el pecho alfombrados de un vello negro y espeso como un simio de África. La multitud también esperaba a un petimetre bobalicón que no acertaría ni a quitarse la peluca para el combate, y muchos miraban con mudo asombro a esta criatura peluda dar brincos de un lado a otro en su extremo del cuadrilátero, ejercitando los músculos del pecho y de los hombros.
Mis temores, al menos en este combate, resultaron infundados. Una vez hubo comenzado la pelea, Gabrianelli me atacó con un puñetazo tremendo a la barbilla. Me alcanzó de repente y me dolió una barbaridad, he de admitirlo, pero me complací en demostrarle a la afición que no tenía rota la mandíbula. Le di la espalda a mi adversario y me palmeé la cara suavemente en ambas mejillas, un gesto que despertó vivas clamorosos.
Gabrianelli intentó acercarse a mí sigilosamente por la espalda, para aprovecharse de mis bromas. Yo sabía que mi comportamiento era arriesgado, pero al público le gustaba, y por lo tanto le gustaba también al señor Yardley, que nunca escatimaba las propinas con sus mejores luchadores, del mismo modo que era inmisericorde con los que perdían con demasiada frecuencia. En cualquier caso, esquivé justo a tiempo el golpe de este Martillo Humano, y, aprovechando mi postura encorvada, dirigí un derechazo al centro de su panza, elevando el puño en el momento de establecer contacto, con la esperanza de levantarlo por los aires.
Me salió bien. No es vana fanfarronería decir que lo mandé volando hacia atrás, como si le empujara un gran golpe de viento, hasta que fue a dar con los pies en las cuerdas del ring, tropezando y cayendo sobre un grupo de espectadores entusiastas que se sumaron a la diversión dándole golpes hasta que acabó del todo enredado en la maleza de piernas. La multitud estaba ya muy encendida, y alcé los brazos en señal de victoria, sin dejar de provocar a Gabrianelli para que regresara al ring. Él permaneció tumbado e inmóvil sólo un segundo, y luego empezó a moverse y se puso en pie, con la boca abierta por la total confusión. Cuando se volvió a mirarme, vi que su rostro, además de gran parte de su cabeza pelada, se había tornado de un rojo intenso, y comenzó a agitar el puño en señal de desafío, gritando quién sabe qué cosas en su caprichoso idioma.
El señor Yardley, un luchador famoso en sus tiempos y ahora convertido en un ser gordo y afable, me llamó desde abajo.
—Creo que te está retando, Ben.
—¿Retándome a qué? —le pregunté con cierta dificultad, puesto que mi mandíbula estaba ya hinchada por el golpe que había encajado—. Esto es un ring de boxeo, ¿qué más reto puede querer?
Resultó que pretendía desafiarme a un duelo con espadas. Por lo visto en Italia nadie pega al adversario en el estómago. Se considera una falta de hombría. Allí supongo que se pasan el día pegándose en la cara, de ahí que no sea sorprendente que se les quiebren las mandíbulas con tanta frecuencia. Gabrianelli consideraba que mi comportamiento había sido escandaloso y se negaba a meterse de nuevo en el ring con un hombre que no sabía lo que era el honor. Así que me declararon vencedor, y el señor Yardley evitó por poco una batalla campal, puesto que la multitud empezó a murmurar, furiosa, que había pagado un chelín para no ver más que tres golpes. Anunciando que su admisión les había dado derecho a ser testigos de la evidencia de que la fuerza de un británico era superior a la de un extranjero, Yardley salvó el pescuezo, y nuestras ganancias.
Mi reputación no hizo más que aumentar como resultado de este combate, y mientras que yo continué peleando, y con frecuencia venciendo, por toda la ciudad —en Smithfield, en Moorfields, en los jardines feriales de San Jorge, además de en el teatro de Yardley en Southwark—. Gabrianelli se retiró a lamerse las heridas y a aprender que en Inglaterra el boxeo es algo más que una mera sucesión interminable de golpes a la mandíbula. Después de entrenar unos cuantos meses a la manera británica, me envió otro desafío, al que respondí encantado. Gabrianelli había mejorado sus habilidades, pero aún le encontré débil por la cintura. Me dio en la mandíbula. Yo se la devolví en el vientre. Me propinó otro gancho en la cara, y yo de nuevo a la cintura. Esto continuó, casi monótonamente, durante un cuarto de hora, hasta que, de pura rabia, dirigí un golpe con todas mis fuerzas a su barbilla, mandándolo de espaldas. Me apresuré hacia donde había caído, dispuesto a darle más de lo mismo, aunque no podía creer que su mandíbula estuviese más dolorida que mi propia mano, puesto que la barbilla de Gabrianelli era bien sólida, y dolía mucho menos darle en la cintura. Afortunadamente, no fueron necesarios más golpes, ya que estaba inmóvil boca arriba, con los brazos levantados por encima de la cabeza y las piernas dobladas hacia arriba como las de un bebé. No se movió de esa postura en más de media hora.
Cuando Yardley y yo recibimos un tercer reto de Gabrianelli, dudamos en aceptarlo. No estaba claro que la afición fuese a pagar por verme vencer a este hombre por tercera vez, pero mientras vacilábamos, Gabrianelli nos asaltó con anuncios insultantes casi diarios, llamándome primero «cobarde» y «bufón». Desprecié con risas estos insultos, pero cuando cambió de táctica y empezó a llamarme «un cobarde de una isla de cobardes» y «bufón británico, el más risible bufón que existe en el mundo», Yardley consideró que estos insultos generarían suficiente interés como para organizar otro combate. Y de hecho asistió numeroso público a esta tercera pelea. A estas alturas yo había adquirido demasiada confianza en mi capacidad para vencer a este hombre, cosa que supuso una falta de prudencia por mi parte, ya que sabía que Gabrianelli tenía cierta habilidad; yo mismo había saboreado la potencia de sus golpes. Pero tenía una fe excesiva en mis victorias anteriores, y las apuestas del combate eran un eco de mi propia confianza, puesto que la posibilidad de que perdiese era de veinte a uno.
Mi adversario se había entrenado para este combate. Más tarde me enteré de que se había pasado horas dejando que la gente le pegase en el estómago, esperando ganar resistencia. Ahora, al empezar como en las otras ocasiones, con un asalto frenético a su cintura, encajó mis golpes con hombría. Él continuó con su estrategia de martirizarme la cara y yo, con idéntica y masculina determinación, aguanté sus mejores jugadas. Nos pegamos ferozmente durante casi una hora, hasta que la piel desnuda me brillaba de sudor y su vello negro se enredaba desordenadamente por su cuerpo. El combate fue tan largo que creo que el público empezó a inquietarse, puesto que hacia el final empezamos a rondarnos desmayadamente, como si estuviéramos bajo el agua, apuntando algún golpe o esquivándolo despacio.
Fue entonces cuando me golpeó. Fue un puñetazo maravilloso y artero, un golpe que no creí que tuviera en la recámara. Apuntó directamente a mi mandíbula, y debido a mi cansancio no lo vi venir. O, más bien, lo vi venir pero no recordé bien qué debía hacer frente a un puñetazo que me venía directamente a la cara. Lo observé, surcando el aire hacia mí como un pájaro diabólico, hasta que me dio con fuerza en la barbilla. Recuerdo haber pensado, mientras una blancura caliente y cegadora me nublaba la visión y perdía todo sentido del equilibrio, que me convertiría en un objeto de incesante mofa si resultaba que por fin me había roto la mandíbula. Mi preocupación estaba mal fundada, puesto que mi mandíbula sobrevivió a ese día con sólo una hinchazón severa, pero la fuerza del puñetazo de Gabrianelli me tumbó de espaldas y caí fuera del ring, en un reflejo exacto de nuestro primer combate.
No puedo describir fácilmente lo que sentí: confusión, horror, vergüenza, y una especie de agonía concreta tan intensa que no sabía decir si era dolor o una sensación completamente novedosa en mi experiencia. Al principio no fui capaz de localizar la fuente del dolor, pero a medida que se me aclaraba la visión, percibí, con esa tranquila aceptación que a veces sienten las víctimas del infortunio, que mi pierna izquierda yacía en un ángulo de lo más endiablado. Al salir volando del ring, mi pie derecho se había enganchado en el borde mismo del escenario, y había aterrizado con todo mi peso sobre la pantorrilla izquierda, que se había roto por dos sitios distintos.