A medida que amainaba la sensación de sorpresa del momento, mi tormento, cuyo igual espero no volver nunca a sentir, me arrancó de la consciencia, y sé lo que ocurrió después por la relación de los hechos de Elias.
Siendo entonces un extraño absoluto para mí, Elias Gordon había decidido, con premuras de jugador, apostar cien libras contra el luchador favorito. Cuando aterricé en el suelo como un amasijo retorcido, dio un brinco y gritó: «¡Dos mil libras!», con toda la fuerza de sus pulmones. Creo que jamás había estado en posesión de una suma tan inmensa, y abrumado por las posibilidades que mi desgracia le brindaba, quedó con el señor Yardley en que él mismo se ocuparía de mí sin percibir remuneración alguna. Mi supuesto amigo, Yardley, aceptó encantado, ya que Elias expresó cierta preocupación por la lesión. La rotura era tan grave que creyó que mi vida peligraría en los próximos días, y, en caso de sobrevivir, dudaba de que volviese a caminar, y desechaba del todo la idea de que volviera a boxear jamás. Como todos los hombres de medicina, Elias quizá exageró la gravedad de mi estado, de modo que si las cosas se ponían feas sus predicciones resultarían acertadas, y si me recuperaba, él parecería un obrador de milagros. El señor Yardley escuchó la valoración de Elias y dictaminó que a él le daba todo lo mismo y que no sentía ningún aprecio por los luchadores caídos; no volví a ver a aquel hombre excepto cuando vino a entregarme mi parte de las ganancias.
Elias, sin embargo, hizo de mi convalecencia su única ocupación; permaneció a mi lado en mis aposentos casi todas las noches durante la primera semana, para asegurarse de que la fiebre no acababa conmigo. Es prueba de su talento como cirujano que pueda simplemente caminar, puesto que la mayoría de los hombres que sufren daños de semejante envergadura se mueven sólo con ayuda de muletas, o deben soportar la indignidad y el tormento de la amputación. Mientras estuve bajo sus cuidados, encariñándome con este escocés caprichoso, confieso que sentía por él la mayor de las envidias. A mí me habían arrebatado mi forma de ganarme la vida, y aquí estaba este hombre dotado para su profesión que había conseguido tanto dinero que podía establecerse con elegancia y no estar nunca más falto de pan.
Elias, desgraciadamente, igual que mi nueva amistad, Sir Owen, era aficionado a los placeres de la ciudad, y tenía también un algo de poeta. Un algo digo, nada más, como podrá comprobar cualquiera que haya leído su volumen de versos, El cirujano poético.
Elias nunca me explicó en qué se gastó aquel dinero —sin duda lo había derrochado en innumerables expediciones a lupanares, en casas de juego y en composiciones poéticas—; sin embargo, después de recuperarme de mi lesión, y de pasar los años más oscuros de mi vida lejos de Londres, regresé a visitar a mi viejo amigo y le encontré tan alegre como siempre, vestido a la moda y al cabo de la calle de todas las diversiones de la capital, pero pese a su jovialidad, no tenía ni un chelín.
Se podría decir que Elias era un frívolo, supongo, pero un frívolo pensante —si puede decirse así sin incurrir en contradicción—. Yo sabía que era un cirujano de excepcional talento, si bien eso no le animaba en absoluto a dedicarse a su arte. Si hubiese pasado tanto tiempo dedicándose a la cirugía como se pasaba persiguiendo a las mujeres, creo que podría haberse convertido en el hombre más notorio de la clase elegante, pero su amor por su profesión no podía competir con su amor por el placer. Elias era amigo de todas las fulanas, de todas las prostitutas y de todos los juerguistas de la ciudad. A las putas, sospecho, les gustaba yo porque era agradable y cortés, y quizá porque encontraban curiosa mi fisonomía hebrea. Elias, sin embargo, les gustaba porque con ellas se gastaba todo su dinero y era por tanto un invitado de honor en todas las casas de latrocinio de Londres.
Este modo de vida disoluto le hacía feliz, pero le dejaba escaso de liquidez. Por consiguiente, siempre estaba dispuesto a ofrecerme su colaboración por las pocas libras que pudiesen acabar en su bolsillo.
A la luz de la poca atención que brindaba Elias a las artes cirujanas, me sorprendió saber que estaba en algún lugar de la ciudad atendiendo a un paciente cuando fui a visitarle, de modo que esperé en el salón de la señora Henry, su casera. Era una viuda encantadora; en su día supongo que debió de ser bastante bonita, pero ahora, pasados los treinta y cinco, estaba en el otoño de su belleza. Sin embargo aún tenía encantos de sobra para mantenerme ocupado en un salón, y puesto que a menudo había detectado en ella un cariño especial por mi persona, el pasar el rato con ella albergaba para mí no pocas satisfacciones.
—¿Viene usted hoy por algún asunto en concreto? —me preguntó la señora Henry al sentarnos. Me miraba fijamente a la cabeza.
Casi me había olvidado de que llevaba peluca. Me habría olvidado del todo de no ser por la calidez poco habitual de aquella tarde.
—Necesitaba parecer un gran caballero por un asunto de negocios en el que ando últimamente ocupado —le expliqué.
—Me encantaría que me contase más detalles —me dijo, mientras su criado traía el té en una bandeja con ruedas.
Pensé que la señora Henry tenía un servicio de lo más completo. El té no había adquirido aún su condición de necesidad doméstica, pero la señora Henry estaba enamorada del brebaje, y en la bandeja había gran variedad de exquisitas porcelanas. La taza que me sirvió era de una mezcla fuerte que, según me contó, le había enviado un hermano suyo que trabajaba en la Compañía de las Indias Orientales.
—Me han contratado para un asunto complejo, aunque carente de interés —le dije evasivamente, mientras le indicaba delicadamente que no quería el azúcar que estaba a punto de ponerme en el té.
—¿Los hebreos no toman azúcar? —me preguntó con curiosidad genuina.
—Tanta como cualquiera, en teoría —contesté—. Pero este hebreo que tiene delante disfruta demasiado del sabor del té como para estropearlo con una dulzura excesiva.
Frunció el ceño confundida, pero me pasó la taza de todas formas.
—¿Puede usted hablarme de ese trabajo?
—Me temo que no, señora. Opero en este momento bajo la confidencialidad más estricta. Quizá cuando el asunto se resuelva pueda informarle, omitiendo los nombres, como comprenderá.
Se inclinó hacia delante.
—En su trabajo debe usted enterarse de tantas cosas que los demás no saben.
—Usted hace que parezca mucho más interesante de lo que es, se lo aseguro. Sospecho que una mujer de su posición tiene mucho más conocimiento de lo que pasa en la ciudad que el que yo pueda llegar a tener nunca.
—Entonces, de necesitar usted alguna información, espero que no dude en pedírmela.
Le agradecí su amabilidad en el momento en que Elias hacía su aparición, para obvia decepción de la señora Henry. Entró en la sala vistiendo un chaleco escarlata sobre una camisa azulona de volantes. Su peluca era demasiado grande, casi una reliquia de una moda ya pasada —un poco desigual en algunas zonas y con demasiados polvos—. Se derramaba por su rostro anguloso que, como el resto de su cuerpo, era delgado y estaba marcado por afiladas e inesperadas protuberancias del esqueleto. Los pantalones de Elias tenían un roto muy evidente por encima de la rodilla izquierda, y aunque lo suficientemente parecidos como para no llamar la atención, no pude evitar percibir que sus zapatos no eran exactamente del mismo color. Y aun así mi amigo entró con la dignidad de un conquistador de vuelta a su patria y el paso confiado de un cortesano favorito en tiempos de Carlos II.
—Hace tantísimo calor fuera, señora Henry —le dijo a su casera, agitando un pañuelo de color añil—. Lady Kentworth casi se desmaya, aunque apenas si le extraje un dedal de sangre. Tiene una constitución de lo más delicada, ¿sabe? Obviamente no está preparada para soportar estas temperaturas en el mes de octubre.
Elias había ido avanzando hacia la señora Henry, sin duda dispuesto a abonarle en cotilleos el alquiler que no podía pagarle, pero me vio dirigiéndole una débil sonrisa desde mi cómodo aunque raído sillón.
—Oh —dijo, como si yo fuera un recaudador de deudas—. Weaver.
—¿Llego en mal momento, Elias?
Forzó una sonrisa, recomponiéndose.
—En absoluto. Sólo estoy ligeramente indispuesto, por este calor espantoso. Tú también, estoy seguro. ¿Te hago una sangría? —me preguntó, recuperándose de su momentánea confusión y mostrando la media sonrisa simiesca que reservaba para las ocasiones en las que quería incordiarme, bien a base de bromas, bien con peticiones de dinero.
Elias creía que mi negativa a ser sometido a flebotomías era posiblemente lo más entretenido que había visto nunca, y se mofaba de ello constantemente.
—Por supuesto, sángrame —le dije—. Y quizá quieras también despojarme de mis órganos vitales y meterlos en una caja, donde estén seguros.
—Te burlas de la medicina moderna —comentó Elias mientras cruzaba tranquilamente el salón y se sentaba—. Pero tus burlas no disminuyen el valor de mis habilidades quirúrgicas.
Se dirigió a la señora Henry.
—La verdad es que tomaría un poco de té, señora.
La señora Henry se ruborizó. Luego se puso en pie y, en una postura anormalmente estirada, se alisó las faldas.
—Espera usted muchos honores, señor Gordon, para ser un hombre que no me ha honrado a mí con la renta desde hace tres meses. Sírvaselo usted mismo —dijo al tiempo que abandonaba la habitación.
En cuanto ella hubo salido le pregunté a Elias cuánto tiempo hacía que compartía su cama.
Se sentó frente a mí y sacó su cajita de rapé, tomando una delicada pizca.
—¿Tan evidente resulta, entonces?
Se volvió a mirar un cuadro colgado en la pared para que yo no fuese testigo de su bochorno. Elias siempre prefería que yo creyese que él sólo tenía éxito con las damas más hermosas de la ciudad. La señora Henry era aún agraciada, pero no era, ciertamente, del tipo con el que a Elias le gustaba que le identificasen.
—Nunca he oído que una casera se niegue a servirle a un huésped el té por ninguna otra razón —le expliqué—. Te lo aseguro, Elias, yo mismo he negociado mi propio alquiler de manera similar.
—¡Dios! —exclamó, a punto de expeler el rapé por toda la habitación—. No estarás hablando de la marimacho con quien te alojas ahora, espero.
Me reí.
—No, no puedo decir que haya tenido el honor de compartir mi intimidad con la señora Garrison. ¿Crees que merece la pena intentarlo?
—He oído que los hebreos sois lascivos —me dijo Elias—, pero nunca he visto ninguna prueba de que te falte juicio.
—Yo tampoco he dudado del tuyo —le contesté, esperando hacer que se sintiera cómodo con mi descubrimiento.
Apartó la cajita de rapé y se levantó para servirse una taza de té.
—Bueno, ha sido un acuerdo bastante agradable, ¿sabes? No es una amante demasiado exigente, y el dinero que me ahorro en alquiler me viene bien.
—Elias —dije—, tu vida privada siempre me ha resultado fascinante, y me encantaría oírte contar tu conquista amorosa de todas las caseras de Londres, pero vengo por un asunto de trabajo.
Regresó a su sillón y tomó un sorbo cuidadoso del caliente brebaje.
—Un tema muy empelucado, ya veo. ¿Qué te ocupa el pensamiento, Weaver, ese pensamiento flemático en exceso y con necesidad de ser sangrado?
—Bastantes cosas, la verdad. Tengo un asunto complejo entre manos y otro peliagudo del que debo deshacerme antes de poder concentrarme en el primero.
Fortalecido por el excelente té de la señora Henry, me tomé tiempo para contarle a Elias no sólo lo de mi inesperado encuentro con Balfour sino también lo de mis problemas a la hora de recuperar la cartera de Sir Owen. Me sentía ya completamente tranquilo de compartir mis confidencias con Elias, puesto que aunque le gustaba el cotilleo como al que más, nunca había traicionado mi confianza cuando le había pedido silencio.
—No me sorprende en absoluto que a Sir Owen Nettleton le estén complicando la vida las putas y la viruela —me aseguró Elias, con un petulante y repentino movimiento de cejas.
—¿Así que le conoces?
—Conozco a los más principales del mundo elegante igual que conozco a cualquiera en esta metrópoli. Además —añadió con la mirada estudiada del canalla astuto—, ¿quién te crees que ha tratado a Sir Owen cada vez que se contagia?
—¿Qué puedes contarme de él?
Elias se encogió de hombros.
—Nada que no puedas imaginar. Tiene una hacienda grande y próspera en Yorkshire, pero lo que le renta no alcanza ni de lejos para cubrir los gastos de sus placeres. Es notorio que es un putañero y un seductor, excepcionalmente vigoroso además, incluso para mí. No me sorprendería que hubiera catado a todas las putas de la ciudad.
—Ya se enorgullece bastante de sus frecuentes escarceos con las damas de mala vida.
—Estos hombres de posibles tienen que hacer algo para ocupar el tiempo. Pero, veamos, ¿quién es esta fulana que le robó sus cosas? Me gustaría saber qué mercancía has dejado fuera de circulación con tu pequeña y desafortunada aventura.
Le di su nombre.
—¡Kate Cole! —exclamó—. Caramba, pues yo también he probado su mercancía, y no es mala, todo hay que decirlo. Vaya, has arruinado a una puta que no estaba nada mal, Weaver.
—¿Acaso soy el único en todo Londres que no se ha beneficiado a la tal Kate Cole? —exclamé.
—Bueno, no creo que sea demasiado tarde —me dijo Elias con una sonrisilla—. Seguro que te debe algo si le has pagado una habitación en el Patio de la Prensa. Puedes pagarte revolcones por un año con lo que te va a costar un mes en el Patio de la Prensa.
Abrí la boca para cambiar de tema, pero Elias, como de costumbre, se apoderó de la conversación.
—El asunto de Balfour, eso sí es interesante. Me imagino lo nervioso que te pondrías cuando le oíste hablar así de la muerte de tu padre. Ahora sí que te pondrás en contacto con tu tío.
Elias conocía mi distanciamiento de mi familia y, de hecho, me había animado con frecuencia a acercarme a mi tío. Él también había pasado varios años enfrentado con su propio padre. Siendo estudiante en la universidad de Saint Andrews, le llegaron a su padre rumores maliciosos, aunque absolutamente ajustados a la realidad, referentes al frecuente libertinaje de mi amigo. Esta información provocó la ruptura entre Elias y su familia, y en lugar de continuar con los estudios que le hubieran asegurado una carrera en el mundo de la medicina, Elias se vio obligado a abandonar y a establecerse como cirujano —sin tener así que cargar con el coste de asistir a los siete años de aprendizaje habituales—. Después de muchos años sin comunicarse con ellos, Elias consiguió resolver las dificultades que le separaban de su familia, si no del todo, sí al menos hasta el punto de recibir una asignación trimestral. Este estado de cosas parecía ser del agrado de todos, ya que el hermano mayor de Elias, quien heredaría la hacienda familiar, era un tipo enfermizo, y el patriarca deseaba tener una relación al menos cordial con Elias por si sucedía que el destino lo convirtiera a él en heredero. Yo me identificaba con facilidad con los problemas que le causaba a Elias ser el hijo menor, puesto que mi hermano mayor, José, siempre le pareció a mi padre estar destinado a grandes cosas, mientras que a mí, portador del defecto congénito de haber nacido cuatro años después que él, me había hecho sentir como un apéndice prescindible.