Durante una visita oficial a Noruega, la presidenta de Estados Unidos es secuestrada. Warren Scifford, del FBI, requerirá la ayuda del superintendente de la policía noruega, Yngvar Stubø, para rastrear cualquier vestigio y peinar centímetro a centímetro el país con el fin de dar con la mandataria. Dada la magnitud del caso, el secuestro despierta intranquilidad a nivel mundial y provoca un sinfín de especulaciones. ¿Podría estar el caso relacionado con los atentados del 11 de septiembre? ¿Existe algún secreto en la vida pasada de la presidenta que la haga vulnerable? Inger Johanne Vik, quien fuera profiler del FBI, se ve involucrada en la investigación. La relación entre ella y Stubø no está en su mejor momento y la aparición de Scifford —con quien mantuvo una relación en el pasado— no hace sino agravar la situación.
Anne Holt aborda temas de actualidad internacional en una trama de ritmo vertiginoso en esta tercera entrega de la serie protagonizada por la pareja de investigadores Vik y Stubø.
Anne Holt
Una mañana de mayo
Vik, Stubo 3
ePUB v1.1
Enylu15.12.11
© Anne Holt, 2006
Título original
Presidentens valg
© de la traducción: Cristina Gómez Baggethun
Editor original Pantagruel, octubre/2006
© de esta edición Roca Editorial de Libros, S. L.
Primera edición: marzo de 2009
Impreso por Brosmac, S.L.
ISBN: 978-84-92 429-75-2
Depósito legal: M. 228-2009
A Amalie Farmen Holt,
mi escudera,
la niña de mis ojos, que ya se está haciendo mayor.
«I got away with it.»
La constatación de haberse salido con la suya hizo que vacilara por un instante. El viejo había bajado las cejas y el frío de enero había teñido de un tono azulado su rostro maltratado por la enfermedad. Helen Lardahl Bentley tomó aire y al fin repitió lo que le pedía el hombre:
—
I do solemnly swear…
La profunda religiosidad de tres generaciones de Lardahl había tornado casi ilegible el texto de la vieja Biblia encuadernada en piel, de más de cien años de antigüedad. Pero la propia Helen Lardahl Bentley, tras su luterana fachada de éxito estadounidense, en el fondo era una escéptica y por eso prefería prestar juramento con la mano derecha sobre algo en lo que al menos sí creía firmemente: la historia de su propia familia.
—…
that I will faithfully execute…
La mujer intentó atrapar su mirada. Quería mirar a los ojos al
Chief justice
del mismo modo en que todo el mundo la miraba a ella: una enorme masa de gente que se estremecía de frío bajo el sol invernal y una gran cantidad de manifestantes que se encontraban a demasiada distancia como para que se los pudiera oír desde el podio, aunque ella sabía que chillaban
«TRAITOR, TRAITOR»,
con un ritmo constante y agresivo, hasta que sus palabras se ahogaron tras las puertas de acero de los vehículos especiales que esa misma mañana había traído la Policía.
—…
the office of President of the United States…
Todos los ojos del mundo descansaban sobre Helen Lardahl Bentley. La miraban con odio o con admiración, con curiosidad o con recelo, o tal vez, en alguno de los rincones más apacibles de la Tierra, con mera indiferencia. Durante aquellos eternos minutos y bajo el fuego cruzado de cientos de cámaras de televisión, ella era el centro del mundo y no debía pensar en eso único, ni lo iba a hacer.
Ni entonces ni nunca más.
Presionó la Biblia con más fuerza y elevó una pizca la barbilla.
—…
and will, to the best of my ability, preserve, protect and defend the Constitution of the United States.
El júbilo se extendió entre las masas. Se habían llevado a los manifestantes. La gente del podio de honor la felicitaba sonriente, unos de forma efusiva, otros de modo más comedido. Sus amigos, sus críticos, sus colegas, su familia y algún que otro enemigo que nunca había querido su bien, todos ellos pronunciaban las mismas palabras, ya fuera, según el caso, apagadamente o con alegría:
—¡Enhorabuena!
De nuevo sintió aquella ráfaga de angustia que llevaba veinte años reprimiendo. Y en ese mismo momento, a los pocos segundos de empezar a ejercer sus servicios como cuadragésimo cuarta Presidenta de Estados Unidos de América, Helen Lardahl Bentley enderezó la espalda, se pasó la mano por el pelo mientras contemplaba la aglomeración de gente y tomó la determinación de olvidarse del tema de una vez por todas:
«I got away with it. It's time I finally forgot».
Los cuadros no eran de ningún modo bellos.
Especial suspicacia le despertaba uno de ellos. Le mareaba del modo en que lo hace el mar. Cuando se inclinaba hasta casi rozar el lienzo, podía ver que las onduladas rayas de color amarillo rojizo se resquebrajaban en una infinidad de surcos diminutos, como heces de camello tostándose al sol. Se sintió tentado de acariciar la grotesca boca abierta del motivo principal del cuadro, pero se abstuvo. La pintura ya había sufrido bastantes daños durante su traslado. La barandilla a la derecha de la aterrada figura extendía sus arrugas por la habitación, con unos tristes flecos en la punta del lienzo.
Conseguir que alguien reparara el burdo desgarro estaba descartado. Eso requeriría a un experto. Si las famosas pinturas se encontraban en esos momentos en uno de los palacios más modestos de Abdallah al-Rahman, situado a las afueras de Riad, se debía ante todo a que el hombre siempre, y en la medida de lo posible, procuraba evitar a los expertos. Apostaba por la llana artesanía. No le veía sentido a usar una sierra eléctrica cuando un cuchillo podía resolver perfectamente la situación. En el traslado hasta Arabia Saudí desde un museo carente de medidas de seguridad, situado en la capital de Noruega, las pinturas fueron manejadas por delincuentes menores que no tenían la menor idea de quién era él y que era probable que acabaran en las cárceles de sus respectivos países de origen sin ser nunca capaces de decir algo sensato sobre dónde habían acabado los cuadros.
A Abdallah al-Rahman le gustaba más la figura de la mujer, aunque también en ella había algo que le producía rechazo. A pesar de haber pasado más de dieciséis años en Occidente, diez de los cuales transcurrieron en prestigiosas escuelas de Inglaterra y de Estados Unidos, aún seguían chocándole los pechos descubiertos y la vulgaridad con que se ofrecía la mujer; indiferente e intensa al mismo tiempo.
Se volvió hacia otro lado. Iba descalzo y desnudo, a excepción de unos amplios pantalones cortos, blancos como la nieve. Volvió a subirse a la cinta de correr, agarró un mando a distancia y aceleró la cinta. De los altavoces que rodeaban la colosal pantalla de televisión en la pared opuesta salía un sonido: «…
protect and defend the Constitution of the United States».
Era difícil de comprender. Cuando Helen Lardahl Bentley no era más que senadora, ya le impresionaba la valentía de aquella mujer. Después de licenciarse como la número tres de su promoción en la prestigiosa Vassår, Helen Lardahl, miope y rellenita, avanzó como un torrente hacia un doctorado en Harvard. Antes de cumplir los cuarenta estaba bien casada y era socia del séptimo mayor bufete de abogados de Estados Unidos, cosa que por sí misma dejaba clara su extraordinaria eficiencia y revelaba una buena dosis de cinismo y perspicacia. Además se había vuelto delgada y rubia, y ya no llevaba gafas. Muy lista, también en eso.
Sin embargo, presentarse como candidata a la presidencia era pura
hybris.
Ahora la habían elegido, bendecido e investido.
Abdallah al-Rahman sonrió cuando, presionando una tecla, incrementó la velocidad de la cinta. La piel endurecida de las plantas de sus pies ardía contra la cinta de goma. Luego aumentó una vez más la velocidad, hasta rozar su propio límite del dolor.
—
It's unbelievable
—jadeó en su fluido inglés, con la certeza de que nadie en todo el mundo podría oírlo a través de aquellas paredes de varios metros de grosor y de la puerta con triple aislamiento—.
She actually thinks she got away with it!
—Un gran momento —dijo Inger Johanne Vik plegando las manos, como si sintiera que lo adecuado era pronunciar un rezo por la nueva Presidenta de Estados Unidos.
La mujer de la silla de ruedas sonrió, pero no dijo nada.
—Que nadie diga que el mundo no avanza —continuó Inger Johanne—. Después de cuarenta y tres hombres seguidos... ¡Por fin, una Presidenta!
«…
the office of President of the United States…
»
—Tendrás que estar de acuerdo en que esto es un gran momento —insistió Inger Johanne volviendo a fijar la atención sobre la pantalla—. La verdad es que pensaba que elegirían antes a un afroamericano que a una mujer.
—La próxima vez será Condoleezza Rice —dijo la otra—. Dos pájaros de un tiro.
Tampoco es que se pudiera hablar de un gran avance, pensó. Blanco, amarillo, negro o rojo, hombre o mujer; el puesto de la presidencia de Estados Unidos era un trabajo para hombres, con independencia de la pigmentación de la piel o los órganos sexuales.
—No ha sido la feminidad de Bentley la que la ha llevado hasta donde está —dijo la mujer despacio, casi con desinterés—. Y desde luego tampoco la negrura de Rice. Dentro de cuatro años se derrumbarán. Y no será de un modo especialmente femenino ni ventajoso para las minorías.
—Bueno, bueno…
—Lo que me impresiona de estas mujeres no es su feminidad ni su estirpe de esclavas. Eso lo utilizan, desde luego, le sacan todo el partido que pueden, pero en realidad lo impresionante es que…
Hizo un gesto de dolor e intentó enderezarse en la silla de ruedas.
—¿Estás bien? —preguntó Inger Johanne.
—Sí, sí. Lo impresionante es que… —se incorporó un poco apoyándose contra los reposabrazos de la silla de ruedas y consiguió girar el cuerpo para acercarse más al respaldo, luego se alisó el jersey sobre el pecho con un gesto ausente—, es que tuvieron que decidirse muy pronto, joder.
—¿Cómo?
—Decidieron muy pronto trabajar así de duro. Ser así de eficientes. No hacer nunca nada malo. Evitar cualquier error. Que nunca, nunca, las pillaran con las manos en la masa. En realidad es inconcebible.
—Pero si siempre hay algo…, alguna cosa…, incluso George W., que era tan profundamente religioso, también él tenía…
De pronto la mujer de la silla de ruedas sonrió y giró la cara hacia la puerta del salón. Una niña de año y medio aproximadamente asomó por la rendija de la puerta con cara de culpabilidad. La mujer le tendió la mano.
—Ven aquí, bonita. Pero si te ibas a dormir.
—¿Consigue salir sola de la cuna? —preguntó Inger Johanne con incredulidad.
—La dejamos dormir en nuestra cama. ¡Ven aquí, Ida!
La niña cruzó la habitación y dejó que la subieran al regazo de la mujer. Grandes rizos negros caían en torno a sus mofletes, pero los ojos eran del color azul del hielo, con un pronunciado aro negro en torno al iris. La cría dedicó a la invitada una suave sonrisa de reconocimiento y se acomodó en el regazo de la mujer.