—¡Viva el 17 de mayo! —jadeó, y por fin consiguió encaramarse al sofá.
«Aún no se sabe con certeza cuando desapareció del hotel la Presidenta Bentley…»
Las palabras se abrieron paso hasta su exhausto cerebro. El hombre intentó encontrar el mando a distancia entre el caos de la mesa. Una bolsa entera de patatas fritas se había desparramado sobre los periódicos viejos y una lata de cerveza se había volcado y lo había mojado todo. Alguien había comido un poco de la pizza casi entera que le había dado el día antes un compañero en el patio trasero y que él se había reservado para el Día Nacional. No podía entender quién habría sido…
«Según la información de la que dispone el Telediario, el vicepresidente estadounidense…»
En muchos sentidos había sido una noche cojonuda.
Aguardiente auténtico, no la mierda de siempre. Había tenido media botella Upper Ten para él solo. Además de alguna que otra cosa más, tenía que admitirlo. Se había servido de las bebidas de los otros cuando pensaba que no lo miraban y sólo una vez se había producido un pequeño altercado. Pero así tienen que ser cosas entre buenos compañeros. Aún otro par de botellitas habían llegado a su bolsillo antes de que acabara todo. A Harrymarry no podía importarle. Harrymarry era una buena chica. Dejó la calle cuando la acogieron aquella señora policía y su novia bollera y forrada, y ahora era criada fina en un barrio bueno. Pero Harrymarry no era de las que olvidaba de dónde venía. Aunque se negaba a salir del fuerte en el que se había encerrado, dos veces al año le enviaba dinero a Berit entre Rejas. El 17 de mayo y en Nochebuena. Y esa noche la vieja pandilla se reunía para celebrarlo. Comida y bebida de calidad.
No debería haberse puesto tan malo después de una noche tan buena.
No era el alcohol, era el maldito cáncer de los cojones.
Cuando cruzó la ciudad al amanecer, debían de ser sobre las cuatro de la mañana, una bella luz caía sobre el fiordo. Los bachilleres estaban montando un buen sarao, claro, pero en los momentos de tranquilidad se había tomado algún que otro descansito. En un banco, tal vez, o sobre una valla junto a un cubo de basura donde había encontrado una botella de cerveza entera y sin abrir.
La luz era tan bonita en primavera. Era como si los árboles resultaran más amables y los coches no le pitaban tan violentamente cuando, alguna que otra vez, perdía el equilibrio e irrumpía en la calzada con algo de brusquedad y el conductor tenía que pegar un frenazo.
Oslo era su ciudad.
«La Policía exhorta a todo el que haya visto algo a…»
¿Dónde coño estaba el mando a distancia?
Ahí. Por fin. Se había escondido debajo de la pizza. Bajó el volumen y volvió a hundirse en el sofá.
—Joder.
Estaban mostrando imágenes de unas prendas de vestir. Un pantalón azul. Una chaqueta rojo intenso. Unos zapatos que sólo tenían aspecto de zapatos.
«… según la Policía, ésta puede ser la ropa que llevaba puesta la Presidenta Bentley en el momento de su desaparición. Es crucial que…»
Fue a las cuatro y diez.
Acababa de mirar el reloj de la torre del edificio de la vieja Estación del Este cuando apareció la mujer. Venía con dos hombres. Llevaba una chaqueta roja, pero era demasiado mayor para ser una bachiller.
Putos cojones, cómo le ardía la entrepierna.
¿Habría perdido algo?
Había sido una buena noche. Tampoco se había desfasado tanto como para no poder volver a casa tambaleándose, con buen cuerpo y la barriga llena. Guirnaldas de bonitos colores adornaban las calles y se había percatado de lo limpio que estaba todo.
El olor del vómito estaba empezando a resultar demasiado incómodo. Tenía que hacer algo. Iba a tener que poner orden en la casa. Hacer limpieza, para que no lo echaran.
Cerró los ojos.
El maldito cáncer. Pero de algo había que morir, pensó. Así es la vida. No tenía más que sesenta y un años, pero si lo pensaba bien, en realidad era suficiente.
Luego se dejó caer despacio sobre un costado y se durmió profundamente, con la oreja apoyada sobre su propio vómito, una vez más.
—… Y así son las cosas, y se acabó.
El primer ministro se volvió a sentar en la silla. Se hizo el silencio en la gran sala. El aire conservaba un ligero olor a humedad, la sala había permanecido mucho tiempo cerrada. Peter Salhus cruzó los dedos detrás de la nuca y recorrió la habitación con la mirada. A lo largo de una de las paredes había un mueble largo que recordaba a un mostrador. Por lo demás, la habitación estaba dominada por una gigantesca mesa de reuniones rodeada de catorce sillas. En una pared colgaba una pantalla de plasma. Los amplificadores descansaban sobre unos estantes de cristal. Un mapamundi amarillento colgaba en la pared opuesta.
—Así que vamos a tener a estos… —el comisario jefe de Oslo, Terje Bastesen, parecía tener ganas de decir «mandriles», pero acabó la frase de otro modo— agentes encima de la chepa. Tendrán acceso a todo lo que descubramos y a lo que hagamos, a cualquier cosa que pudiéramos creer o pensar. En fin.
Antes de que el primer ministro tuviera tiempo de reaccionar, Peter Salhus cogió aire. De pronto se inclinó por encima de le mesa, con los brazos extendidos sobre ella.
—Para empezar, pienso que deberíamos tener una cosa bastante clara —dijo calladamente—. Los estadounidenses, de ninguna manera, van a dejar que su Presidenta se les esfume en el aire sin llegar a los extremos más absolutos para, primero… —alzó el dedo en aire—… encontrarla. Segundo —aún otro dedo señalaba hacia el techo—, para encontrar a quien o quienes se la hayan llevado. Y tercero… —sonrió con esfuerzo—, van a mover cielo y tierra, y el infierno si es necesario, para castigar a quien sea. Y eso no va a suceder en este país, por decirlo así. El castigo, quiero decir.
El ministro de Justicia carraspeó. Todos lo miraron. Era la primera vez que abría la boca en toda la reunión.
—Los norteamericanos son nuestros amigos, y unos buenos aliados —dijo—. La Policía noruega será la encargada de la investigación. Que esto quede muy claro. Y cuando se coja al autor de los hechos, serán los tribunales noruegos quienes…
La voz le falló, él mismo se dio cuenta. Se detuvo y carraspeó una vez más para coger impulso.
—Con todos mis respetos…
La voz de Peter Salhus sonaba burda en comparación. El ministro de Justicia se quedó con la boca medio abierta.
—Primer ministro —continuó Salhus sin dignarse a mirar al supremo responsable de la Policía noruega—, creo que ha llegado el momento de reorientarnos hacia la realidad, por decirlo así.
La directora general de Policía, una mujer escuálida que iba vestida de uniforme y se había pasado la mayor parte de la reunión escuchando, se recostó en la silla y cruzó los dedos sobre el pecho. La mayor parte del tiempo había dado la impresión de estar ausente, y había salido de la sala en dos ocasiones para atender llamadas telefónicas. Ahora fijó su mirada en el jefe de vigilancia y parecía más interesada.
—Encuentro razones —el ministro de Justicia insistió airado— para señalar…
—Creo que nos vamos a dar tiempo para este asunto —lo interrumpió el primer ministro, con un movimiento de manos que probablemente pretendía ser tranquilizador, pero que ante todo pareció una reprimenda a un niño desobediente—. Adelante, Salhus. ¿En qué no estamos orientados hacia la realidad? ¿Qué has visto que los demás no hayamos entendido bien?
Los ojos, que ya en sí resultaban muy estrechos en su cara redonda, ahora parecían cortados con un bisturí.
—¿Acaso soy el único? —Salhus extendió los brazos, y prosiguió sin aguardar respuesta—. ¿Acaso soy el único al que toda esta situación le resulta absurda? Una pequeña fuerza aérea al completo, además del Air Force One. Unos cincuenta agentes del Secret Service. Dos coches blindados. Perros policía entrenados para detectar bombas. Un puñado de consejeros especializados, que viene a querer decir agentes del FBI, por si a alguno de vosotros le quedara duda… —Ni siquiera intentó mirar al ministro de Justicia, que estaba removiendo su café con un lápiz—. Éste es el séquito de la Presidenta estadounidense durante su visita a Noruega. ¿Y sabéis qué? ¡Que resulta sorprendentemente poco! —Se inclinó sobre la mesa y apoyó las dos manos sobre ella—. ¡Poco!
Dejó la palabra suspendida en el aire, como para poner a prueba el efecto del
shock.
—Me está costando un poco entender adonde quieres ir a parar —dijo con serenidad la directora general de Policía—. Todos tenemos claro el equipo que trajo la Presidenta consigo y me parece que…
—Pues resulta que es muy poco —repitió Peter Salhus—. Es muy habitual que el Presidente de Estados Unidos viaje con un ejército de doscientos o trescientos agentes. Sus propios cocineros, una flota entera de coches. Una unidad móvil con los equipos de comunicación más modernos. Una ambulancia militar. Pantallas antibalas para usar en las apariciones públicas, otros equipos informáticos, jaurías enteras de perros policía capaces de detectar bombas, perros sabuesos, perros de defensa… —La cara se volvió a retorcer en una mueca en el momento en que enderezó la espalda—. Pero aquí, la señora coge y viene con una tropa bastante miserable. Perdonad… —Se apresuró a disculparse y alzó la mano en dirección al primer ministro como para tranquilizarlo—. Me refiero a la Presidenta. A
Madame Président.
Y os preguntaréis por qué. ¿Por qué? ¿Por qué narices llega la Presidenta norteamericana, en su primera visita al extranjero, con una protección comparativamente tan pequeña por parte de los suyos?
No daba la impresión de que los presentes cavilaran mucho sobre la respuesta. Al contrario, hasta esos momentos, la conversación había versado sobre el enorme grupo de funcionarios norteamericanos que estaban llamando a todas las puertas, que se metían en los despachos, que requisaban los equipos y que, en general, le causaban problemas a la Policía noruega.
—Porque-éste-es-un-lugar-seguro —las palabras sonaron muy lentas, y repitió—: Porque Noruega es un lugar seguro. Eso creíamos. Miradnos. —Se golpeó el pecho con suavidad—. Esto es absurdo —repitió en voz baja, más gente le estaba escuchando atentamente—. Este pequeño apéndice del mapa, este…
Le echó un vistazo al mapamundi. Tenía los bordes desgastados. La palabra «Yugoslavia» aparecía en grandes caracteres sobre los Balcanes; Peter Salhus negó con la cabeza.
—La vieja Noruega —dijo mientras pasaba el dedo por su propia patria, de norte a sur—. Llevamos años alternando entre hablar de la sociedad colorida que hemos creado y entre que nos hemos convertido en una nación multicultural, y al momento siguiente retomamos el viejo discurso de la paz, la inocencia y la diferencia específica. No paramos de decir que el mundo se nos ha acercado, al mismo tiempo que ese mismo mundo nos ofende muchísimo si no nos mira exactamente con los mismos ojos con los que siempre nos hemos mirado a nosotros mismos: somos un punto idílico del mapamundi. Un apacible rincón del planeta, rico, bueno y generoso con todo el mundo. —Se mordió una piel seca del labio—. Estamos inmersos en una colisión enorme y violenta, y quiero que lo entendáis. Este país está preparado para enfrentarse a alguna que otra crisis, en la medida en que alguien pueda estar preparado para algo así. Estamos preparados para enfrentarnos a epidemias y catástrofes. Hay quien piensa que estamos incluso preparados para enfrentarnos a una guerra. —Sonrió débilmente al ministro de Justicia, que no le devolvió la sonrisa—. Pero para lo que no estamos en absoluto preparados es para esto. Para lo que está sucediendo ahora.
—¿Que consiste en? —preguntó la directora general de Policía, cuya voz era clara y cortante.
—Que consiste en que se nos ha perdido la Presidenta de Estados Unidos.
El ministro de Justicia soltó un hipido fuera de lugar, que sonó un poco como una risa reprimida.
—Y esto simple y llanamente no lo van a tolerar —dijo Salhus sin inmutarse, y volvió a la silla de la que se había levantado—. Lo cierto es que los estadounidenses han perdido a algún que otro Presidente a lo largo de la historia, en atentados. Pero nunca, nunca jamás, han perdido a un Presidente en tierra extranjera. Y os puedo asegurar una cosa… —se sentó con pesadez—, todos y cada uno de los agentes del Secret Service que andan por aquí haciéndoles la vida imposible a nuestros subordinados, se toman esto como algo personal. Muy personal.
«This happened on their match»;
ha pasado mientras ellos estaban de guardia, y no tienen la menor intención de cargar con ello. Para ellos esto es peor que… Para ellos es peor que…
Su vacilación hizo que el primer ministro interviniera con una pregunta:
—¿Con quién…? ¿Con quién podemos compararlos, en realidad?
—Con nadie.
—¿Con nadie? Pero son un cuerpo policial y…
—Sí. Aunque tienen más responsabilidades, el servicio de vigilancia, los guardaespaldas, constituyen la identidad del cuerpo, y así lleva siendo desde el atentado contra el Presidente McKinley en 1901. Y con lo que ha pasado esta noche, su identidad ha quedado seriamente amenazada. Tal vez sobre todo porque se debe a un enorme error, cometido por ellos mismos.
La taza del ministro de Justicia seguía tintineando, por lo demás no se oía nada. Esta vez nadie aprovechó la pausa para insertar una pregunta.
—Han evaluado mal la situación —dijo Peter Salhus—. Muy mal. No somos nosotros los únicos que consideramos este país como un apacible rincón del mundo, a los estadounidenses también se lo parecía. Y lo más preocupante de todo el asunto, aparte de que la Presidenta se haya esfumado, es que los norteamericanos realmente creyeran que esto era un sitio seguro. Porque ellos están mucho más preparados para evaluar una cosa así que nosotros. Deberían haber calculado mejor, la verdad, puesto que…
—Puesto que tienen un servicio de inteligencia mucho más desarrollado que nosotros —completó la directora general de Policía.
—Sí.
—Ya veo —dijo el primer ministro.
—Exacto —dijo el ministro de Justicia, que asintió con la cabeza.
—Sí —dijo Peter Salhus una vez más.
Y luego se hizo el silencio. Incluso el ministro de Justicia dejó en paz la taza de café. La pantalla de plasma de la pared resplandecía en azul y no tenía nada que contar. Uno de los tubos luminosos del techo había empezado a parpadear, sin compás alguno y sin sonido. Cuando una mosca rompió el silencio con un perezoso zumbido contra el techo, Peter Salhus la siguió con los ojos hasta que el silencio empezó a resultar embarazoso.