Gerhard Skrøder, un notorio bandido, venía de una familia aparentemente acomodada. Su padre era jefe supremo de una gran institución de la Administración. Su madre era parlamentaria por el Partido Socialista de Izquierdas. La hermana de Gerhard era abogada de negocios y a su hermano pequeño lo acaban de seleccionar para el equipo nacional de atletismo. El propio Gerhard llevaba desde los trece años intentando ganar a la Policía, sin éxito.
El asalto NOKAS, llevado a cabo el año anterior en Stavanger, fue el más grande de la historia de Noruega y le costó la vida a un policía. Nunca se habían destinado tantos recursos a un solo caso y acabaron arrojando resultados. El juicio se iba a celebrar alrededor de Navidad. Gerhard Skrøder estuvo mucho tiempo en el candelero, aunque a finales de invierno quedó descartado.
Pero como la investigación del caso NOKAS obligó a revolver todo el mundillo del robo, su nombre volvió a surgir unas cuantas veces en contextos diferentes, pero casi igual de interesantes.
Cuando en agosto de 2004, los cuadros
El grito
y
Madonna
fueron robados a pleno día, Gerhard Skrøder estaba en las islas Mauricio con una rubia de dieciocho años sin antecedentes penales: eso se podía demostrar. Yngvar estaba convencido de que el hombre había jugado un papel central en la planificación: eso no se podía demostrar.
—Déjame ver —dijo Frank Larsen, y extendió la mano para coger la fotografía, que examinó largamente.
»Escojo creerte —dijo por fin, mientras se restregaba los ojos con los nudillos—. Pero ¿me puedes explicar por qué un tipo del mundillo del robo está implicado en la operación de camuflaje de la presidenta norteamericana? —Miró a Yngvar con los ojos enrojecidos—. ¿Me puedes responder a eso? ¿Eh? Lo de secuestrar a la presidenta de Estados Unidos queda bastante más allá de lo que suelen hacer estos tipos, ¿no? Esa gente sólo piensa en una cosa: en dinero. Por lo que tengo entendido, nadie ha pedido ni rescate ni una puta…
—Te equivocas —lo interrumpió Yngvar—. No sólo piensan en dinero. También piensan en su… prestigio. Pero es probable que tengas razón en una cosa. Yo tampoco creo que hayan secuestrado a la presidenta de Estados Unidos. La verdad es que no creo que Gerhard Skrøder tenga la menor idea de lo que va el asunto. Se ha limitado a aceptar un encargo muy bien pagado, diría yo. Pero se lo podéis preguntar a él, claro. Esos tipos se han colocado de tal manera en la vida que sabemos exactamente dónde están. En todo momento. No creo que os lleve más de una hora encontrarlo. —Se acarició la barriga con una mueca y añadió—: Y ahora tengo que comer. ¡Buena suerte!
Sonó su teléfono. Echó un vistazo a la pantalla y, sin decir nada más, salió corriendo al pasillo para cogerlo.
Una mujer se aproximaba al lago. No llevaba la ropa adecuada para el tiempo que hacía. El cielo gris rozaba el agua y las olas se ponían blancas a sólo cien metros de la orilla. La mañana había apuntado muy bien y se había arriesgado a no ponerse la camiseta interior de lana. No había sentido frío por todo el camino hasta Ullevålseter, pero se arrepentía de haber elegido dar el rodeo por Øyungen en el regreso.
Se dirigía a Skar, donde tenía aparcado el pequeño Fiat que su hijo intentaba inútilmente que no condujera. La mujer acababa de celebrar su ochenta cumpleaños. Al acabar la fiesta, descubrió que las llaves del vehículo habían desaparecido de su gancho habitual sobre el estante de la entrada. Era evidente que su hijo tenía la mejor intención, pero a pesar de ello le molestaba que tomara el mando y se creyera más capacitado que ella misma para juzgar su propio estado de salud. Por suerte tenía unas llaves de sobra en el joyero.
Se sentía sana como un potrillo; eran las excursiones por los campos y los bosques las que la mantenían así. Los leves derrames cerebrales que la aquejaban de vez en cuando la volvían un poco olvidadiza, pero a sus piernas no les pasaba nada.
Tenía muchísimo frío y unas enormes ganas de orinar.
Estaba acostumbrada a evacuar aguas bajo cielo abierto, pero la idea de bajarse los pantalones en el gélido viento la impulsaba a acelerar el paso para evitarlo.
Sin embargo, no quedaba más remedio, iba a tener que buscar un lugar adecuado.
Justo antes del dique se encaminó hacia el norte y se abrió camino entre un boscaje de abedules que ya tenían racimos de flores y pegajosas hojas verde claro. Un montículo natural de tierra le dificultaba el paso. La anciana tanteó un macizo de hierba con las botas, se agarró a una rama y se metió en una zanja de metro y medio de profundidad. En el momento en que se iba a bajar los pantalones, lo vio.
Yacía apaciblemente dormido. Con uno de los brazos se protegía la cara. El musgo bajo su cuerpo era mullido y el boscaje de pequeños abedules casi le hacía de edredón.
—Hola —dijo la mujer, que se dejó puesta la ropa—. ¡Hola, hola!
El hombre no respondió.
Con grandes esfuerzos pasó por encima de una roca y pisoteó el barro. Una rama la alcanzó en la cara. Reprimió un grito, como si quisiera mostrar consideración hacia el hombre que estaba bajo los árboles. Por fin llegó hasta él con el aliento entrecortado.
Se le estaba acelerando el pulso. Estaba mareada. Le levantó el brazo con cuidado. Los ojos que la miraron fijamente eran de color marrón claro. Estaban abiertos como platos, y por encima de uno de ellos caminaba una pequeña mosca.
No supo qué hacer. No tenía teléfono móvil, a pesar de la constante insistencia de su hijo, porque ese tipo de cosas estropeaba las excursiones y además podía provocar cáncer en la cabeza.
El hombre llevaba un traje oscuro y sus elegantes zapatos estaban completamente embadurnados. La mujer estuvo a punto de echarse a llorar. El hombre le parecía muy joven, no debía de pasar de los cuarenta. Tenía una expresión apacible en la cara y sus bellas cejas se parecían a un pájaro que huyera de los grandes ojos abiertos. La boca estaba azulada y, por un momento, pensó que sería posible intentar reanimarlo. Tiró de la chaqueta para alcanzar el corazón, pensando que allí era donde debía intervenir. Algo cayó de su bolsillo. Era una especie de cartera, y la recogió. Luego enderezó la espalda, como si por fin entendiera que el frío cadáver estaba ya a varias horas de poder ser salvado por reanimación cardiaca. Aún no se había percatado del agujero de bala en la sien.
Una violenta náusea le recorrió el cuerpo. Levantó lentamente la mano derecha. La sentía tan lejana, tan fuera de control… El miedo la impulsaba a salir de allí, a volver al camino por el que no paraba de pasar gente. Por una suerte de mero reflejo se metió la pequeña cartera de cuero en el bolsillo de la chaqueta y gateó por encima del montículo de tierra. La pierna derecha le fallaba, estaba entumecida y dejó de sentirla, la anciana consiguió salir del boscaje y llegar hasta el camino de grava gracias a la voluntad de hierro que la había mantenido sana y fuerte durante ochenta años y cinco días.
Luego se desplomó y perdió la consciencia.
—No hay nada que discutir —dijo Inger Johanne.
—Pero…
—Ya está bien, Yngvar, te lo advertí. Te lo dije anoche. Pensé que habías entendido la seriedad del asunto, pero te importó un pimiento. Aunque no te llamo por eso.
—No puedes coger y llevarte…
—Yngvar, no me fuerces a alzar la voz. Ragnhild se va a asustar.
Era una mentira descarada. Yngvar no oía el menor gimoteo y su hija nunca estaba callada mientras dormía.
—¿De verdad te has ido? ¿Lo dices completamente en serio? ¿Te has vuelto totalmente loca, o qué?
—Quizás un poco.
Le pareció percibir la insinuación de una sonrisa y empezó a respirar con un poco más de facilidad.
—Estoy muy decepcionada —dijo Inger Johanne con serenidad—. Y estoy bastante furiosa contigo. Pero de esto podemos hablar más tarde. En estos momentos tienes que intentar escucharme…
—Tengo derecho a saber dónde está Ragnhild.
—Está conmigo y está muy bien. Escúchame, y te prometo por lo más sagrado que te llamo más tarde para que lo hablemos todo. Y mis promesas valen un poco más que las tuyas. Ya lo sabes.
Yngvar apretó las mandíbulas. Cerró el puño y lo levantó para atizar alguna cosa. No encontró más que la pared. Un estudiante de policía se detuvo en seco tres metros más allá en el pasillo. Yngvar bajó la mano, se encogió de hombros y se forzó a sonreír.
—¿Es verdad lo que ha dicho Wencke Bencke en la televisión? —preguntó Inger Johanne.
—No —Yngvar jadeó por lo bajo—. No empieces otra vez con eso. Por favor.
—¡Que me escuches!
—Está bien.
—Te rechinan los dientes.
—¿Y qué quieres?
—¿Es verdad que las cámaras muestran que no hubo tráfico de entrada o de salida de la habitación de la presidenta? ¿En el periodo entre que se acostó y el momento en que se descubrió que había desaparecido, quiero decir?
—No te puedo responder a eso.
—¡Yngvar!
—Es confidencial, ya lo sabes.
—¿Habéis repasado las cintas que muestran lo que pasó después?
—Yo no he repasado nada en absoluto. Soy la
liaison
de Warren, no investigo el caso de la presidenta.
—¿Estás oyendo lo que te digo?
—Sí, pero yo no tengo nada que ver con…
—¿Cuándo hay más caos en el lugar donde se ha cometido un delito, Yngvar?
El hombre se mordisqueó la uña del pulgar. A Inger Johanne le había cambiado la voz y había moderado ostensiblemente el tono ofendido y poco amigable. Oía a su mujer tal y como era en realidad, en ese modo socrático que tanto admiraba y con el que siempre conseguía que él viera las cosas de otro modo y desde ángulos distintos a los que había manejado durante sus casi treinta años en la Policía.
—En el momento en que se descubre el delito —respondió.
—¿Y?
—Y en los momentos inmediatamente posteriores —añadió entre dudas—. Antes de que se selle la zona y se repartan las responsabilidades. Mientras todo es un mero… caos.
Tragó saliva.
—Exacto —dijo Inger Johanne en voz baja.
—Joder —dijo Yngvar.
—La presidenta no tiene por qué haber desaparecido por la noche. Puede haber desaparecido más tarde. Después de las siete, cuando todo el mundo pensaba que ya había desaparecido.
—Pero… ¡No estaba allí! La habitación estaba vacía y había una nota de los secuestradores…
—Wencke Bencke también sabía eso. Ahora lo sabe toda Noruega. ¿Qué función crees que tenía esa nota?
—La de contar…
—Una nota como ésa engaña al cerebro para que saque conclusiones —lo interrumpió Inger Johanne, que había empezado a hablar más rápido—. Nos hace pensar que algo ya ha pasado. Estoy segura de que después de leerla, el Secret Service se limitó a echar un vistazo a su alrededor. Era una suite enorme, Yngvar. Es probable que comprobaran el cuarto de baño, y tal vez abrieran un par de armarios. Pero el propósito principal de esa nota era sacarlos de allí. Tan rápidamente como fuera posible. Y si la escena de un crimen normal es un verdadero caos, me puedo imaginar cómo debía de estar el hotel Opera ayer por la mañana. Con las autoridades de dos países distintos…
El silencio entre ellos era absoluto.
Por fin pudo oír a Ragnhild, que se reía a carcajadas mientras alguien hablaba con ella. No distinguía las palabras y era difícil determinar el sexo de la voz. Sonaba burda y gruesa, pero no era del todo la de un hombre.
—¿Yngvar?
—Aquí sigo.
—Tienes que conseguir que comprueben las grabaciones de la hora posterior a que dieran la alarma. Yo diría que ocurrió algo al cabo de unos quince o veinte minutos.
Él no respondió.
—¿Oyes?
—Sí —respondió él—. ¿Dónde estás?
—Esta noche te llamo. Te lo prometo.
Luego colgó.
Yngvar se quedó unos segundos mirando fijamente el teléfono. El hambre ya no le molestaba, se le había quitado.
Fayed Muffasa tenía cuatro años más que su hermano. Eran llamativamente parecidos, aunque su hermano tenía el pelo más corto e iba más arreglado que Al Muffet, que llevaba unos vaqueros y una camisa de franela a cuadros. Al estaba a punto de meterse en el coche para llevar a su hija menor al colegio cuando apareció su hermano Fayed y se bajó de un coche de alquiler con una amplia sonrisa.
«Se parece tanto a mí —pensó Al, y le tendió la mano—. Siempre se me olvida lo mucho que nos parecemos.»
—Bienvenido —dijo con seriedad—. Has llegado más pronto de lo que esperaba.
—Es igual —dijo Fayed, como si la molestia fuera para él—. Te espero aquí hasta que vuelvas. ¡Hola, Louise! —Se agachó ante la ventanilla del coche—. ¡Qué mayor estás! Tú eres Louise, ¿verdad? —le gritó mientras le indicaba por gestos que bajara la ventanilla.
Ella prefirió abrir la puerta y salir.
—Hola —dijo con timidez.
—Qué guapa eres —exclamó Fayed extendiendo los brazos—. ¡Y qué bonito es esto! ¡Qué gusto de aire!
Respiró hondo y sonrió.
—Nos gusta vivir aquí —dijo Al—. Puedes…
Se dirigió hacia la casa, abrió la puerta y la dejó de par en par.
—Acomódate —dijo señalando la cocina—. Prepárate algo de comer si tienes hambre. Aún queda café en el termo.
—Muy bien —Fayed sonrió—. He traído cosas para leer. Me voy a buscar un buen sillón para relajarme. ¿Cuándo volverás?
Al le echó un vistazo a su reloj de pulsera y vaciló.
—Dentro de menos de una hora. Primero tengo que llevar a Louise y luego voy al centro a hacer un recado. Alrededor de tres cuartos de hora, diría yo.
—Hasta ahora —dijo Fayed entrando en la casa.
La puerta de malla metálica se cerró de un portazo tras él.
Louise se había vuelto a meter en el coche. Al Muffet condujo despacio por el camino de gravilla hasta salir a la carretera.
—Parecía muy agradable —dijo Louise.
—Seguro.
La carretera estaba en mal estado porque nadie había tapado aún los muchos hoyos producidos por el desgaste del invierno. En realidad a Al Muffet no le molestaba. La irregularidad de la calzada forzaba a quienes pasaban por ahí a disminuir la velocidad. Rodeó una colina a pocos cientos de metros de su propio terreno y detuvo el coche.
—¿Adónde vas, papá?
—A achicar agua —dijo con una sonrisa rápida y salió.
Pasó por encima de la cuneta y se dirigió a la espesura sobre la cima de la colina. Lentamente se abrió paso entre la fronda, procurando mantenerse todo el rato a resguardo de los grandes arces que crecían junto a una enorme roca que hacía equilibrios al borde de un pequeño barranco.