Una mañana de mayo (14 page)

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Authors: Anne Holt

Tags: #Intriga, policíaco

BOOK: Una mañana de mayo
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—Así que piensas que ella misma podía estar implicada —dijo de pronto sin darse la vuelta—. Que la presidenta de Estados Unidos podría haber participado en su propia desaparición en un país extranjero. Muy bien.

—Eso no es lo que he dicho —intervino Yngvar—. Sólo insinúo que hay muchas explicaciones posibles, que en una investigación como ésta hay que mantener todas las posibilidades abiertas.

—Eso queda descartado —respondió Warren con calma—. Helen nunca pondría a su país en una situación así. Jamás.

—Helen —repitió Yngvar sorprendido—. ¿La conoces así de bien?

—Sí.

Yngvar esperaba una explicación más detallada, pero no la obtuvo. Warren se puso a dar vueltas por la gran suite, caminaba despacio y con las manos en los bolsillos. Era difícil determinar lo que estaba buscando realmente, pero su mirada corría por todas partes.

El noruego miró su reloj a hurtadillas. Eran las seis menos veinte. Quería irse a casa. Quería llamar a Inger Johanne y averiguar de qué iba en realidad aquella excursión suya y por supuesto, dónde estaba. Si conseguía irse pronto, aún cabía la posibilidad de que tanto ella como Ragnhild volvieran a casa antes de la noche.

—Así que podemos suponer que los agentes sólo revisaron la habitación muy por encima antes de salir corriendo —dijo Yngvar intentando que el estadounidense se comunicara un poco más—, con lo cual hay muchos escondites posibles. Los armarios de allí, por ejemplo. ¿Habéis interrogado a los hombres, por cierto? ¿Les habéis preguntado lo que hicieron aquí dentro?

Warren se detuvo ante las puertas dobles de roble claro. No las abrió.

—De verdad que la decoración de esta habitación es preciosa —dijo—. Me encanta el uso escandinavo de la madera. Y las vistas… —extendió la mano derecha y volvió hacia la ventana— son magníficas. A excepción de la obra de allí abajo. ¿Qué va a ser?

—Una ópera —dijo Yngvar dando unos pasos hacia él—. De ahí viene el nombre del hotel. Pero escucha, Warren, este secretismo tuyo no le conviene a nadie. Entiendo que este caso puede tener consecuencias para Estados Unidos que nosotros ni comprendemos ni podemos comprender. Pero…

—Os contamos todo lo que necesitáis saber. Puedes estar tranquilo.


Cut the crap
—le espetó Yngvar.

Warren se giró de repente. Se forzó a sonreír, como si la explosión de Yngvar lo divirtiera.

—No nos infravalores —dijo Yngvar, el inusual enfado le sonrojaba las mejillas—. Es una estupidez por tu parte. No me infravalores a mí. Deberías ser más listo.

Warren se encogió de hombros y abrió la boca para decir algo.

—Conocías al hombre de la cinta —gruñó Yngvar—. A ninguno de los que estábamos allí nos cabe la menor duda. Y no hace falta llevar treinta años en la Policía para entender que el tipo tiene que haber pasado toda la noche dentro de la habitación. Lo que estás buscando no es el escondite de la presidenta.

»Ella podría haber estado escondida en cualquier sitio. Debajo de la cama, dentro del armario. —Yngvar señaló por la habitación—. En realidad podría haberse escondido detrás de las cortinas, si tenemos en cuenta lo mal… —se le escapó algo de saliva que alcanzó a Warren en la cara. Éste no hizo un solo gesto e Yngvar dio otro paso hacia él mientras tomaba aire antes de proseguir—, lo increíblemente mal que trabajaron vuestros superagentes en la escena del crimen. ¡La señora podría haber estado colgada de la lámpara del techo sin que ellos la descubrieran!

—Se asustaron —dijo Warren.

—¿Quiénes?

—Los agentes. Como es obvio no lo dicen, pero eso fue lo que les pasó. Las personas asustadas trabajan mal.

—¿Se asustaron? ¿Se asustaron? ¿Me estás diciendo que los mejores agentes de seguridad del mundo…? ¡Que tus chicos
gurkha
se asustaron!

Por fin Warren retrocedió un poco. Su expresión de indiferencia tuvo que dejar paso a algo que parecía incredulidad. Yngvar lo interpretó como arrogancia.

—No pareces tú mismo —dijo el norteamericano.

—Tú no me conoces.

—Conozco tu fama. ¿Por qué crees que pedí que fueras precisamente tú mi
liaison?

—Te puedo asegurar que me lo he preguntado muy en serio —dijo Yngvar, ya más tranquilo.

—Los gurkhas son soldados. El Secret Service no es un ejército.


Whatever
—murmuró Yngvar.

—Pero tienes razón. Quiero averiguar dónde se escondió el hombre del traje.

—¡Pues vamos a buscar el sitio de una vez!

Warren se encogió de hombros y señaló la habitación contigua. Yngvar asintió y se dirigió hacia la puerta abierta. Por un momento se detuvo, esperando a que Warren lo siguiera, pero el norteamericano se había detenido en medio de la habitación. Miraba fijamente un punto del techo.

—Han revisado el sistema de ventilación —dijo Yngvar con impaciencia—. Una rejilla metálica situada dos metros más allá en el tubo impide el paso. No ha sido manipulada.

—Pero esta rejilla de aquí —dijo Warren, la voz se le había agudizado por lo mucho que estaba echando hacia atrás la cabeza—. Las cabezas de los tornillos tienen unas marcas. ¿Lo ves?

—Por supuesto que hay marcas —dijo Yngvar, que se quedó de pie en el vano de la puerta que daba al despacho de la suite—. La ha desmontado la Policía para comprobar si el sistema de tubos podía ser una vía de escape.

—Pero ahora sabemos más —dijo Warren agarrando un sillón—. Ahora no estamos buscando una vía de escape, sino un escondite, ¿no es verdad?

Se encaramó a la silla, colocó con cuidado una pierna sobre cada uno de los anchos reposabrazos y se sacó una navaja multiusos del bolsillo de la chaqueta.

—¿El Secret Service no utiliza perros? —preguntó Yngvar.

—Sí.

Warren había sacado un pequeño destornillador de la navaja roja.

—¿Y los perros no hubieran reaccionado ante el olor de una persona en el techo?

—La
Madame Président
es alérgica —jadeó Warren; desatornilló uno de los cuatro tornillos que mantenían la rejilla metálica sujeta al techo—. El Secret Service utiliza los perros bastante tiempo antes de que llegue ella. Así luego se puede pasar la aspiradora. Ayúdame, por favor.

Soltó el último tornillo de la rejilla metálica. Era cuadrada y tenía algo menos de medio metro de anchura, casi se le escapa cuando se desprendió de pronto.

—Toma —dijo tendiéndosela a Yngvar—. Asumo que ya han tomado muestras de las huellas dactilares y esas cosas.

Yngvar asintió con la cabeza. Warren bajó de un salto, con notable elegancia.

—Necesito subirme en algo más alto que esto —dijo, y miró a su alrededor—. Preferiría no tocar nada allí arriba.

—Mira esto —dijo Yngvar en voz baja, alzó la rejilla y entornó los ojos—. Mira esto, Warren.

El norteamericano se agachó hacia él, sus cabezas se rozaban levemente y Warren miró por encima de las gafas.

—¿Pegamento? ¿Cinta adhesiva?

Volvió a meter el destornillador en la navaja multiusos y sacó un punzón. Con delicadeza comprobó la masa casi transparente y pegajosa; no podía tener más de un milímetro de grosor y tal vez medio centímetro de largo.

—Ten cuidado —le advirtió Yngvar—. Voy a mandarlo a que lo analicen.

—Pegamento —repitió Warren enderezándose las gafas—. ¿Quizá los restos de una cinta adhesiva de doble cara?

Yngvar miró sin querer al techo, donde un borde de metal esmaltado rodeaba al hueco. La iluminación de la habitación impedía ver los detalles dentro del agujero. Sólo el reflejo de una lámpara de mesa informaba de que el tubo de ventilación estaba hecho de aluminio mate. Pero dos diminutas manchas en el marco blanco le interesaron más que el hueco interior.

—Está claro que necesitamos algo a lo que subirnos —dijo Warren dirigiéndose a la habitación contigua—. Tal vez podamos…

El resto desapareció en un murmullo.

—Voy a llamar a la gente —dijo Yngvar—. Esto es responsabilidad de la Policía de Oslo y…

Warren no contestó.

Yngvar lo siguió a la otra habitación. Un gran escritorio estaba colocado en medio de la habitación. La superficie estaba desnuda, aparte de un hermoso ramo de flores y de una carpeta de cuero que Yngvar supuso que contendría papel de escribir. Ante las puertas de cristal había una cama turca con bellos cojines de seda en tonos rosados y rojos. Iban a juego con las cortinas y con la pared del fondo, cubierta con un papel de inspiración japonesa.

En la pared opuesta, detrás de un conjunto de sillones, había una robusta estantería de madera maciza. Podía tener metro y medio de alto. El norteamericano probó a moverla.

—Está suelta —dijo, y sacó una decena de libros y una fuente de cristal—. Ayúdame un poco.

—Éste no es nuestro trabajo —dijo Yngvar, y sacó su teléfono móvil.

—Ayúdame —dijo Warren—. Sólo quiero mirar, no tocar.

—No. Voy a llamarlos para que vengan.

—Yngvar —dijo Warren, desanimado; extendió los brazos—. Tú mismo lo has dicho. Han revisado esta suite de cabo a rabo y han asegurado todas las pistas. A pesar de eso se les ha…, a alguien se le ha escapado un detalle. Los dos somos policías con experiencia. No vamos a estropear nada. Sólo quiero echar un vistazo. ¿De acuerdo? Luego puede venir tu gente a hacer lo suyo.

—No son mi gente —murmuró Yngvar.

Warren sonrió y empezó a tirar de la estantería. Yngvar vaciló aún un momento y luego agarró, reacio, del otro extremo. Entre los dos consiguieron trasladar la estantería a la habitación principal y la colocaron justo debajo del agujero abierto.

—¿La sujetas?

Yngvar asintió. Warren probó a apoyar el pie en el primer estante. Lo aguantó bien y, con la mano derecha apoyada sobre el hombro de Yngvar, subió hasta la cima. Tuvo que agachar la cabeza para estudiar las dos pequeñas manchas.

—Esto también es pegamento —murmuró sin tocar—. Parece la misma sustancia que la de la rejilla.

Introdujo la cabeza por el hueco.

—Hay sitio suficiente —constató, su voz sonaba hueca y grumosa por la resonancia de las paredes de metal—. Es perfectamente posible…

El resto fue indescifrable.

—¿Qué has dicho?

Warren sacó la cabeza del agujero del techo.

—Como creía —dijo—. Es lo bastante grande para un hombre adulto. Y estos amigos tuyos…

Dobló las rodillas y se dejó caer al suelo.

—Espero que aseguraran las pruebas del agujero antes de meterse para comprobar el obstáculo.

—No me cabe duda de que lo hicieron.

—Pero esto no lo han visto —dijo Warren encorvándose de nuevo sobre la rejilla suelta.

—Eso no lo sabemos, en realidad.

—¿Quedarían restos si lo hubieran descubierto? ¿No se habrían llevado la rejilla para investigarla?

Yngvar no respondió.

—Y esto —dijo Warren señalando con la navaja un punto en medio de la rejilla—. ¿Los ves? ¿Los rayajos?

Yngvar entornó los ojos hacia una raya casi invisible en el metal blanco. Algo había raspado el metal sin atravesarlo del todo.

—Genial en toda su sencillez —dijo calladamente.

—Sí —dijo Warren.

—Alguien ha desatornillado la rejilla, la ha atravesado con una varilla enganchada a un hilo o a una cinta de algún tipo, ha puesto celo de doble cara en el borde de la rejilla…

—Y se ha metido dentro —concluyó Warren—. Y luego bastó con colocar la rejilla tirando de ella. Y ahí se tumbó. Eso explica la pequeña escalera que llevaba. —Señaló el techo con el pulgar—. No tenía más que bajarse cuando…

—Pero ¿cómo narices ha podido entrar aquí? —lo interrumpió Yngvar—. ¿Me puedes explicar cómo una persona ha podido meterse en una suite que va a usar la presidenta de Estados Unidos, preparar todo esto…? —Señaló el techo y luego la rejilla que estaba sobre la mesa—. ¿Cómo ha podido instalarse en un canal de ventilación, salir de allí y llevarse a la presidenta, y salirse con la suya? —Carraspeó antes de continuar, abatido y en voz baja—. Y todo eso en una habitación que fue revisada minuciosamente tanto por la Policía noruega como por el Secret Service pocas horas antes de que la presidenta se fuera a acostar. ¿Cómo puede ser? ¿Cómo puede ser eso posible?

—Aquí hay muchos cabos sueltos —dijo Warren, que puso la mano sobre el hombro del noruego.

Yngvar hizo un movimiento casi imperceptible y Warren apartó la mano.

—Tenemos que averiguar a qué hora se conectó la cámara de vigilancia —se apresuró a proponer—. Y si la apagaron en algún momento. Tenemos que averiguar cuándo se revisó por última vez la habitación antes de que la
Madame Président
volviera de la cena. Tenemos…

—Nosotros no —intervino Yngvar, que volvió a sacar el teléfono móvil—. Hace mucho que debería haberlos llamado. Ésta es tarea de los detectives. No tuya. Ni mía.

Mantuvo la mirada fija en Warren mientras esperaba respuesta. El estadounidense volvía a estar tan inexpresivo como cuando llegaron a la suite media hora antes. Cuando consiguió contactar, Yngvar se giró y se dirigió a las ventanas que daban al fiordo de Oslo mientras mantenía la conversación en voz baja.

Warren Scifford se dejó caer en un sillón. Miraba fijamente el suelo. Los brazos colgaban a ambos costados, como si no supiera dónde meterlos. El traje ya no parecía igual de elegante. Se le había arrugado y el nudo de la corbata estaba suelto.

—¿Pasa algo malo? —preguntó Yngvar cuando acabó la conversación; de pronto se giró.

Warren se enderezó la corbata a toda prisa y se levantó. El abatimiento desapareció con tanta rapidez que Yngvar no estaba seguro de haber visto bien.

—Todo —dijo Warren, que se rio un poco—. Todo anda mal en estos momentos. ¿Nos vamos?

—No. Voy a esperar a que lleguen mis compañeros. No deberían tardar demasiado tiempo.

—Entonces —contestó Warren cepillándose la manga derecha de la chaqueta—, espero que no tengas nada en contra de que yo me retire.

—Faltaría más —replicó Yngvar—. Llámame cuando me necesites.

Tenía ganas de preguntarle a Warren adónde iba, pero algo lo detuvo. Si el norteamericano quería jugar a los secretos, desde luego pensaba dejarle que lo hiciera tranquilo.

Yngvar tenía otras cosas en las que pensar.

Capítulo 20

—Tengo otras cosas de las que ocuparme —dijo. Se pasó el teléfono de la mano derecha a la izquierda para sentarse en el asiento del copiloto de un coche de la Policía del Distrito de Oslo—. Llevo trabajando desde las siete y media de la mañana y ahora tengo que irme a casa.

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