—Tú eres el mejor —intervino la voz al otro lado del teléfono—. Eres el mejor, Yngvar, y esto es lo más cerca que hemos estado de una buena pista.
—No. —Yngvar estaba completamente sereno cuando puso la mano sobre la parte de abajo del teléfono y le susurró al conductor—: Calle Haugen número 4, por favor. Entrando desde la carretera de Maridalen, justo antes de llegar a Nydalen.
—Hola —dijo la voz al otro lado del teléfono.
—Aquí sigo. Me voy a casa. Me habéis dado una misión como
liaison,
y estoy intentando cumplirla lo mejor que puedo. La verdad es que me parece… poco profesional eso de querer de pronto meterme en…
—Al contrario, es muy profesional —dijo el comisario jefe Bastesen—. Este caso exige que en cada ocasión empleemos las mejores fuerzas del país. Con independencia de las listas de guardias, el rango y las horas extra.
—Pero…
—Como es obvio lo hemos hablado con tus superiores. Puedes considerar esto una orden. Ven.
Yngvar cerró los ojos y soltó aire poco a poco. Los volvió a abrir cuando el conductor dio un frenazo en la rotonda junto a Oslo City. Un jovenzuelo en un Golf desvencijado los adelantó a toda velocidad.
—Cambio de planes —dijo Yngvar, abatido—. Llévame a la Comisaría General. Hay quien piensa que este día todavía no ha sido lo bastante largo. —Le rugieron las tripas. Yngvar se acarició la barriga y sonrió al conductor a modo de disculpa—. Y para en una gasolinera —añadió—. Tengo que comerme una salchicha… o tres.
Adallah al-Rahman tenía hambre, pero aún tenía un par de cosas que hacer antes de tomar la última comida del día. Primero quería ver a su hijo menor.
Rashid dormía profundamente, con un caballito de peluche bajo el brazo. El chico por fin había podido ver la película con la que andaba dando la lata y estaba tumbado boca arriba, con las piernas separadas y expresión de total satisfacción. Hacía un buen rato que se había deshecho de la manta. El pelo negro azabache le había crecido demasiado. Los rizos parecían regueros de graso petróleo contra la seda blanca.
Abdallah se arrodilló y arropó al chico con delicadeza. Lo besó en la frente y le colocó mejor el caballito.
Habían visto
La jungla de cristal,
protagonizada por Bruce Willis.
La película, que tenía ya casi veinte años, era la favorita de Rashid. Ninguno de sus hermanos mayores comprendía por qué. Para ellos estaba completamente pasada de moda, los efectos especiales eran patéticos y el héroe ni siquiera molaba del todo. Para los seis años de Rashid, en cambio, las escenas de acción eran perfectas: eran irreales y le recordaban a los dibujos animados, por eso no asustaban de verdad. Además, en 1998 los terroristas eran europeos. Aún no les había dado tiempo a convertirse en árabes.
Abdallah miró el enorme poster de la película que colgaba sobre la cama. La lamparilla de noche, que Rashid todavía tenía permiso para tener encendida porque le daba miedo la oscuridad, arrojaba una luz débil y rojiza sobre la cara amoratada de Bruce Willis, medio cubierta por el Nakatomi Plaza, una torre en llamas. El actor tenía la boca entreabierta, como embobado, y mantenía la mirada fija en lo impensable: un atentado terrorista en un rascacielos.
Abdallah se levantó para irse y permaneció un rato de pie en el umbral. En la penumbra, la boca de Bruce Willis se convertía en un gran agujero negro. A Abdallah le pareció percibir en sus ojos los reflejos rojizos de la violenta explosión: una furia incipiente.
El atentado terrorista del 11 de septiembre de 2001 había sido obra de unos locos. Abdallah lo había comprendido de inmediato. Recibió una llamada muy alterada de un contacto en Europa y alcanzó a ver cómo el United Airlines Flight 175 se estrellaba contra la torre sur. La torre norte ya estaba en llamas. Eran algo más de las seis de la tarde en Riad y Abdallah no fue capaz de sentarse.
Permaneció durante dos horas delante de la pantalla del televisor. Cuando por fin consiguió apartarse para responder a algunos de los muchos mensajes de texto que le habían llegado, se dio cuenta de que el atentado contra el World Trade Center podía acabar siendo tan fatídico para los árabes, como Pearl Harbor lo fue para los japoneses.
Abdallah cerró la puerta de la habitación de su hijo. Tenía más cosas que hacer antes de cenar. Se encaminó hacia las dependencias del palacio destinadas a oficina, que estaban en el ala este, para aprovechar el sol de la mañana antes de que el calor imposibilitara el trabajo.
Ahora el edificio estaba a oscuras y en silencio. Los pocos empleados que consideraba necesario tener allí vivían en un pequeño complejo de viviendas que había construido dos kilómetros más cerca de Riad. Sólo a los criados privados les estaba permitido permanecer en el palacio después del horario de trabajo, e incluso ellos tenían los dormitorios a cierta distancia de los edificios principales, en unas construcciones bajas, de color arena, que estaban junto a la verja de entrada.
Abdallah cruzó el patio entre las alas del palacio. La noche era clara y, como siempre, se tomó tiempo para detenerse junto al estanque de las carpas y mirar las estrellas. El palacio estaba lo suficientemente alejado de las luces de la gran ciudad como para que el cielo pareciera agujereado por millones de puntos blancos: algunos diminutos y palpitantes; otros, grandes estrellas que relumbraban. Se sentó en un banco bajo y sintió la brisa de la noche contra la cara.
Abdallah era un pragmático cuando se trataba de la religión. La familia mantenía las tradiciones musulmanas y él se encargaba de que sus hijos recibieran enseñanzas sobre el Corán, además de su exigente formación académica. Abdallah creía en las palabras del profeta: había hecho su
hajj
y pagaba su azaque con orgullo. Aunque para él era todo una cuestión personal, una relación entre él y Alá. Solía pronunciar sus cinco rezos diarios, pero no si andaba mal de tiempo. Y tiempo cada vez tenía menos, aunque eso no le preocupaba. Abdallah al-Rahman estaba convencido de que Alá, en la medida en que se preocupara por cosas así, comprendía perfectamente que atender los negocios propios podía ser más importante que seguir las reglas del
salat
punto por punto.
Y tenía grandes reparos en mezclar la política y la religión. Alabar a Alá como la única divinidad y reconocer a Mahoma como su enviado, era un ejercicio espiritual. La política, y por tanto también los negocios, no versaba sobre el espíritu, sino sobre la realidad. En opinión de Abdallah, la división entre política y religión no era sólo necesaria para la política. Aún más importancia le concedía a proteger la pureza y la dignidad de la fe frente al cinismo, y con frecuencia la brutalidad, necesaria en los procesos políticos.
En los negocios era un infiel, sin más dioses que él mismo.
Cuando Al Qaeda atacó Estados Unidos en septiembre de 2001 con semejante brutalidad, se indignó tanto como la mayoría de los seis mil millones de habitantes del planeta.
La agresión le resultó repugnante.
Abdallah al-Rahman se veía a sí mismo como un guerrero. Su desprecio por Estados Unidos era igual de fuerte que el odio que le tenían al país los terroristas. Además, el asesinato era un medio que Abdallah aceptaba y que, de vez en cuando, empleaba; pero debía usarse con precisión y sólo por necesidad.
La agresión ciega era siempre malvada. Él mismo conocía a varios de los muertos en Manhattan. Tres de ellos incluso eran empleados suyos, aunque no lo supieran, como es natural. La mayoría de sus compañías norteamericanas eran propiedad de
holdings
que a su vez estaban vinculados con conglomerados internacionales que ocultaban con eficiencia al verdadero propietario. Por medio de los rodeos habituales, Abdallah se encargó de que las familias de los asesinados no sufrieran económicamente. Eran norteamericanos, todos ellos, y no tenían ni idea de que los generosos cheques del jefe del difunto provenían de un hombre de la misma patria de origen que Osama bin Laden.
La agresión ciega no sólo era malvada, sino también estúpida.
A Abdallah le costaba comprender que un hombre inteligente y educado pudiera caer en algo tan tonto como el terrorismo.
Abdallah conocía bien al líder de Al Qaeda. Tenían más o menos la misma edad y ambos nacieron en Riad. Durante la infancia y la juventud frecuentaban los mismos círculos, la pandilla de hijos de millonarios que rodeaban a los incontables príncipes de la casa de Saud. A Abdallah le gustaba Osama. Era un chico amable, suave, atento y mucho menos fanfarrón que los demás jóvenes que se regodeaban en su riqueza y rara vez contribuían lo más mínimo al cuidado de las fortunas familiares que emanaban de las enormes zonas desérticas del país. Osama era listo y aplicado en el colegio, y los dos chicos habían acabado muchas veces en un rincón conversando en voz baja sobre filosofía y política, religión e historia.
Cuando murió el hermano mayor de Abdallah y la vida sin responsabilidades como hijo menor tocó a su fin, perdió el contacto con Osama. Fue mejor así. A finales de la década de 1970, el hombre que más tarde se convertiría en líder de los terroristas experimentó un despertar político-religioso, proceso que se aceleró cuando a la Unión Soviética se le metió en la cabeza invadir Afganistán.
Cada uno siguió su camino y nunca volvieron a verse.
Abdallah se levantó del banco. Extendió los brazos hacia el cielo y sintió cómo se le estiraban los músculos hasta el límite del desgarro. El fresco aire de la noche le sentaba bien.
Se dirigió relajadamente hacia el ala este.
El ataque de Al Qaeda a Estados Unidos había sido una acción fundada en el odio puro, pensaba cada vez que volvía a sorprenderse de la falta de comprensión del amigo de su infancia por Occidente.
Abdallah conocía las limitaciones del odio. Durante su convalecencia en Suiza tras la muerte de su hermano, había entendido que el odio era un sentimiento que nunca se podría permitir tener. Ya en aquel momento, con sólo dieciséis años, comprendió que la racionalidad era la herramienta más importante de todo guerrero, y que la razón era irreconciliable con el odio.
Por añadidura, el odio siempre se reproducía a sí mismo.
Atacar tres edificios con cuatro aviones y asesinar a cerca de tres mil personas había bastado para desencadenar un contraodio y un miedo tan colosal que el pueblo empezó a aceptar que sus propias autoridades cometieran barbaridades. Con la esperanza de que nunca volvieran a atacarlos, los norteamericanos estuvieron más que dispuestos a socavar su propia constitución, pensaba Abdallah. Aceptaron las escuchas telefónicas y los arrestos arbitrarios, los registros y la vigilancia de personas a un nivel que llevaba más de doscientos años siendo impensable.
Habían cerrado filas del mismo modo que todos los pueblos en todas las épocas han cerrado filas contra los enemigos externos.
Abrió la gran puerta tallada de su despacho. La lámpara de su escritorio estaba encendida y arrojaba una luz amarilla sobre las muchas alfombras del suelo. Los equipos informáticos zumbaban por lo bajo y un suave aroma a canela le hizo abrir el armario junto a la ventana. Una tetera caliente y humeante estaba lista sobre un soporte de plata, el último criado siempre la dejaba allí antes de retirarse para dejar que Abdallah cumpliera sus obligaciones nocturnas en soledad. Se sirvió.
Esta vez no iban a cerrar filas.
La idea le hizo sonreír un poco y bebió medio vaso antes de sentarse ante el ordenador. Le llevó pocos segundos entrar en las páginas web de Colonel Cars, donde leyó que la dirección lamentablemente tenía que comunicar la defunción del director ejecutivo de la compañía, Tom Patrick O'Reilly, en un trágico accidente. La dirección expresaba su más sincero pésame a la familia del director y podía asegurar que su extensa actividad internacional se seguiría llevando a cabo con lealtad hacia el espíritu del difunto; el año 2005 ya daba muestras de que iba a ser un año récord.
Abdallah había obtenido su confirmación y se desconectó.
Nunca volvió a pensar en su viejo compañero de estudios Tom O'Reilly.
El hombre que acababa de recoger en el hospital las pertenencias personales de su difunta madre cerró la puerta tras de sí y entró en su propio salón. Por un momento se quedó desconcertado, mirando fijamente la anónima bolsa con la ropa y la mochila de su madre. Aún la sostenía en la mano y no sabía muy bien qué hacer con ella.
El médico se había tomado tiempo para charlar con él. Había pasado todo muy rápido, le dijo para consolarle, y era probable que la mujer apenas se hubiera enterado de que algo iba mal antes de desplomarse.
Le contó que la había encontrado otro excursionista, pero que por desgracia la anciana murió antes de llegar al hospital. El médico le había sonreído con calidez y franqueza y había dicho que ése era el modo en que él desearía morir: con ochenta años bien llevados y la cabeza en su sitio, en medio del campo en un día de mayo.
Ochenta años y cinco días, pensó el hijo pasándose el dorso de la mano sobre los ojos. Nadie podía quejarse de una edad así.
Dejó la bolsa sobre la mesa del comedor. De alguna manera le resultaba indigno no vaciarla. Intentó vencer su resistencia a revisar las cosas personales de su madre, era como transgredir la primera regla de la infancia: no hurgar en las cosas de los demás.
La mochila estaba encima de todo lo demás. La abrió con cuidado. Lo primero que vio fue una tartera de hojalata. La sacó. En sus tiempos, la tapa tuvo una fotografía del fiordo de Geiranger a pleno sol, atravesado por uno de los antiguos barcos de vapor de lujo, pero ahora no quedaban más que pequeños restos de un mar azul sucio y un cielo grisáceo. Le había regalado una tartera de plástico rojo hacía algunos años, pero ella fue enseguida a la tienda a cambiarla por una batidora, puesto que no tenía ningún sentido sustituir una tartera en perfecto estado.
Tuvo que sonreír al pensar en el adusto gesto de su madre cada vez que intentaba regalarle algo nuevo, y siguió vaciando el resto del contenido de la vieja mochila. Un termo, un envoltorio de chocolate vacío, un desgastado mapa de Nordmarka, una brújula que en ningún caso señalaba el norte: la flecha roja vibraba de acá para allá como si se hubiera bebido el alcohol en el que estaba metida.
Su chaqueta para las excursiones estaba debajo de la mochila. La cogió y se la llevó a la cara. El olor de la anciana y de los bosques hizo que las lágrimas volvieran a sus ojos. Sostuvo ante sí la chaqueta y cepilló con cuidado las hojas y las ramitas que se le habían adherido a una de las mangas.